NdA: segundo experimento en el fandom. Drabbles más o menos interconectados y dos personajes a los que me encanta ver juntos.

Disclaimer: Naruto es de Masashi Kishimoto.


Pececillos de plata


Antes, Kiba los llamaba bichos de la humedad. Los espachurraba con la suela de la sandalia o se entretenía pletórico de crueldad infantil, viendo cómo Akamaru los acorralaba con las patas. Después llegó el Equipo Ocho y con él, Shino. Recuerda su primera discusión.

–¿Y qué hago? ¿Los meto en una cajita y te los quedas tú?

–Vale.

Kiba había parpadeado, atónito. Pero qué dice este tío.


Si aquello fue desconcertante, el Bosque del Terror ya había sido la pera limonera.

–Solo es un ciempiés. Déjalo estar.

–Tiene el diámetro de un puto roble a tope de abono. Hay que coserlo a kunais.

–Kiba.

De verdad que no sabe por qué le hace caso. Es automático, orden firme y respuesta inmediata.

Adiestramiento.


Shino es raro. Raro de cojones. Su clan da puto miedo y parece la portada del catálogo otoño-invierno de Konoha –salvo por las gafas de sol–. Cuando era pequeño, Shikamaru juró y perjuró que lo había visto estornudar un escarabajo en los lavabos del colegio. Si a Naruto le pareció una injusticia que le tocara hacer grupo con Sasuke mientras Choji y Shikamaru seguían juntos, todos coincidieron en que lo de Kiba fue una gran putada.

–Nunca he hecho tal cosa.

–¿De verdad?

–Si esta conversación se prolonga te escupiré una cucaracha.

–¿Puedes hacer eso?

–¿Quieres verlo? –desafía.

–No hay huevos.

Desafío devuelto.

Los testículos están sobrevalorados. A veces es mejor no tenerlos.


¿La parte surrealista? Que Kiba siguió buscándole las cosquillas con las demostraciones. Recurriendo a él como a un circo. A sol y sombra, como un cachorrillo cansino e insaciable de juegos, hiperactividad estelar gemela de la de Naruto.

–¿Esto es cosa tuya?

–El qué.

–Se me ha posado una mariposa en la nariz.

–Qué va a ser cosa mía.

A Kiba le gustan las mariposas. Son los únicos bichos (insectos, Kiba) que nunca le han dado asco, junto con los sarantontones. Akamaru juega a perseguirlas y cuando está cerca, retrae las garras, se relame los bigotes y las deja en paz.


No le caigo bien.

–¿Qué?

–A Akamaru.

–Claro que le gustas. Desde que estamos contigo no pilla pulgas.

–No creo que asocie ese hecho conmigo.

–Que sí, que es como una persona. Si me gustas a mí, le gustas a él.

Hinata no comenta nada, pero lo capta sin la transparencia del Ojo Blanco. No le hace falta usarlo. Antes incluso que el olfato canino de Kiba y la percepción sensorial de Shino. Suspira en dirección a Naruto, se le agarrota el corazón con sus sonrisas de zorro fanfarrón y supone que hay cosas que es más fácil ver desde fuera.


Que deberías quitarte las gafas.

–Para qué. Siempre vas de aquí para allá con la cantinela de que no te fijas en los ojos de los tíos.

–Y no me fijo. Para nada.

–Mira, no sé lo que esperas pero tengo unos ojos bastante normales.

–Fijo que son de mosca.

–Siento decepcionarte. Son humanos y ni siquiera son verdes, como los de Naruto.

–Los de Naruto son azules.

–Y Naruto es un tío.

–¡No me he fijado!


Al principio basta su presencia –ligeramente más alta, imperturbable, en armonía con los elementos y consigo mismo– para ponerlo nervioso. Kiba habla hasta por los codos y cuando no está hablando, está ladrando. Los silencios de Shino pesan como sacos de hierro, son tupidos como velos negros y lo incomodan. Durante las primeras vacaciones que le dan como genin, algo cambia.

–¿Qué te pasa que estás tan callado? –le pregunta su madre, agresiva y preocupada como una vieja loba.

–¿A mí? A mí nada.

Pero no es verdad, y ambos lo saben. Lo intuyen con el instinto de las fieras, el presagio de los perros y las bestias sagradas. Kiba procura salir todos los días, quedar con sus amigos, pasear con Akamaru, mantener la mente y el cuerpo ocupados. La tensión se acumula y se enrosca bajo la piel, crea nudos en los músculos y lo pone de mal humor. Decide que necesita algún potingue antes de que el entumecimiento vaya a más.


Tienes que tener cuidado. La diferencia entre un antídoto y un veneno está en la dosis.

–Que sí, que sí, no seas brasas. Tú explícame lo que hay que hacer y ya está.

Sale del invernadero de los Aburame con dos frascos de ungüento para las contracturas. Tranquilo y satisfecho como un chucho con un filete de ternera. Sin haberse aplicado la crema todavía.


Su primera bronca seria se desencadena con la furia de una jauría de galgos de cacería, un enjambre furioso de avispas salvajes. El día después de la invasión de Konoha. Shibi Aburame había cortado la extensión del veneno de Karasu, pero a Shino habían tenido que llevarlo al hospital para extraérselo todo. Kiba había acampado en su habitación tres días enteros, fiel como un perro de alfombra, ahuyentando a las visitas con gruñidos y el lomo erizado.

–Gilipollas.

–No tenía tiempo de despertarte, Kiba –repite, hastiado.

Kiba bufa desde su silla particular (prefiere la orilla de la cama, pero de vez en cuando se sienta ahí. Alguien tiene que marcar el territorio).

–Sakura lo tuvo para despertar a Naruto y a Shikamaru.

–Seguía órdenes de Kakashi.

Gilipollas, gilipollas.

–Yo te habría despertado sin que Kurenai me lo pidiese. Gilipollas.

–A Hinata tampoco la desperté y ella no se queja.

–No es lo mismo, joder.

–Es lo mismo. Los dos sois mis compañeros.

Ahí, con dos cojones y un palito.

–Pues que venga ella a aguantarte.


Probablemente empieza a entenderlo a partir de ahí. Contra todo pronóstico, la nueva realidad no le aterra. Su madre siempre dice que los Inuzuka cazan a sus parejas como a presas (su padre había logrado huir). Kiba se limita a rondarle en círculos concéntricos, a trotar alrededor. Shino no se queda atrás.

–¿Por qué me has puesto un insecto hembra?

–Las hembras desprenden un olor suave, casi imperceptible. Solo el macho…

Están en el bosque esperando a Hinata, que desde la tregua infinita con su primo llega tarde dos de tres veces, y Kiba no quiere hablar de machos ni de hembras ni de las fuerzas magnéticas que dilatan las pupilas y son responsables del celo y la rabia.

–Ya, ya. Ya me lo sé. Lo que quiero saber es por qué.

–Para saber dónde estás.

Para saber dónde estás cuando no estás conmigo.

–Por qué.

Shino le responde con la verdad. El vidrio oscuro y el cuello del chubasquero lo mantienen a salvo, difícil de traspasar. Tapan y no dejan ver.

–No lo sé.


Tiene una idea aproximada, pero no se la dice. Shino sabe que es raro. Que no ha crecido como los otros niños y que siempre ha evadido su barullo estridente. Que se condenó cuando Iruka le preguntó por qué no intentaba hacer amigos y le contestó que prefería no tener personas a las que conservar, que en la aldea había coleccionistas y no eran de mariposas, y a veces se llevaban a la gente. Se habían llevado a Torune.

Shino lo sabe. Que es extraño, extravagante, que a las chicas les da grima. Que es un bicho raro. Y no quiere serlo más de la cuenta.


Un viernes se deja arrastrar al puesto de fideos después del entrenamiento, con toda la machada. Sasuke y él se rezagan un poco, compartiendo un paso distendido y una conversación silenciosa.

Choji y Naruto llegan los primeros al Ichiraku ergo, piden antes que nadie. Neji destaca un poco, sentado en el taburete de brazos cruzados con esa elegancia afilada, de aristócrata con linaje, que en Lee brilla por su ausencia. Kiba les pasa un brazo por los hombros a todos. Sin falta.

–Mierda. Se me ha colado un bicho en el tazón –comenta Naruto con aire desdeñoso. Sasuke le retira el cuenco antes de que decida comérselo de todas formas.

–No es un bicho. Es una mosca. No les gusta que las llamen así.

Se quedan todos callados. El pasme es demoledor. Kiba prosigue, a años luz de la vergüenza, sonrisa de gamberro y una profunda convicción.

–Shino, díselo tú.


La fiebre del perro es más alta. Aparece casi a los cuarenta grados y sube a mordiscos dolorosos por el pecho y el cuello. Están de misión y no avanzan desde el mediodía. Hinata monta guardia fuera de la tienda. La noche ha caído como un muerto, helada y azul, y Shino la ha envuelto con su abrigo en un gesto inusual y significativo.

–Tengo calor.

–No hace calor.

–Pues yo tengo calor.

Kiba suda, delira, tose. Se acerca peligrosamente a los cuarenta y un grados. Akamaru tiembla alrededor de su cuello.


El cuarto día no es ni mejor ni peor que el primero, pero por lo menos han encontrado un hostal y dos habitaciones. Una para Hinata y otra para ellos.

–Aguanta.

No sabe qué más decirle. Le quita la bandana de la frente y la moja con el agua de la cantimplora. Escurre y la tela gotea sobre el colchón. Nunca se había sentido tan inseguro en toda su vida. Los insectos bullen en su interior, es lo que haría cualquiera, Kiba lo está pasando mal, vamos.

Le pasa el paño por la cara, sobre las cejas morenas, bajo los labios. Kiba suspira. No está plenamente consciente ni puede ver bien. Distingue el frescor y la sensación agradable, y eso es lo que importa.


La recaída lo manda directo al hospital de un pueblucho. Hinata y él se turnan para vigilarlo.

–¿Mejor?

Kiba se nota arder. Hay fuego negro consumiéndolo y tantea la cremallera del anorak. Necesita aire.

–Por favor.

El contacto desaparece, se evapora como el agua sobre las marcas en sus mejillas y Kiba lo persigue con la mano. Lo encuentra. Aprieta algo que parece una muñeca. La lleva hasta su cuello y ronronea.

–Por favor. Shino.


Transcurre una tanda de misiones sin incidentes. Sasuke se da el piro de Konoha. Intentan detenerlo. Fracasan. Cumplen catorce años. Shino en enero, Kiba en julio. La perra de su prima Mel da a luz una camada de siete cachorros.

–No sé si es buena idea.

–¿Por qué no iba a serlo?

–No sé cuidar de un perro.

Sabes cuidar de mí.

No miente. Lo cree genuinamente. Que no puede hacerse cargo. Kiba levanta a la cría (ciega, diminuta y blancucha) por el pellejo del lomo. Se la acerca.

–Claro que sabes.


La recaída final se hace esperar lo suyo. Pisa fuerte y lo deja fuera de combate en un lago de los alrededores. Vuelven a refugiarse en la tienda de campaña.

–No.

Kiba puede olerlo pero todo es confuso y le fallan los sentidos. No sabe si Shino está ahí de verdad o si lo está imaginando. Ni siquiera sabe si acaba de llamarlo o si es el deseo subconsciente de quererlo junto a él, respirando su enfermedad como los animales moribundos.

–Quiero estar desnudo. Por favor.

Se alegra de no poder enfocarlo. De tener la fiebre para excusarse después.


La fiebre de Kiba es disfuncional. Las dos semanas siguientes se levanta sano como una manzana. Las noches son más complicadas. A Tsume Inuzuka la han destinado a una misión larga en el País del Viento y Hana solo para por casa alguna que otra mañana. El trabajo de veterinaria la monopoliza y Shino se sorprende haciendo las maletas.

Es temporal, se dice. Somos compañeros, es mi amigo, tengo que conservarlo, somos chicos y es más cómodo así, Hinata tiene que practicar, puedo hacerme cargo, tengo que-

–Kiba. Necesitas estar tapado.


Se besaron una vez pero había alcohol que Naruto le cogió prestado a Jiraiya (o a Tsunade, Shino no prestó atención a los detalles) y no cuenta.

–Lo que os digo.

Shikamaru hace un gesto con las manos como de espera, espera, recapitulemos.

–¿Te has dado el lote con Sasuke dos veces?

Todos están pensando lo mismo. Que los accidentes suceden solo una vez, aunque analizando el segundo beso, no parece muy intencionado. Más bien al contrario.

–Sí. Solo dos.

No añade nada, pero leen entre líneas con facilidad. Solo dos, pero deberían haber sido más.

Deberíais probar. Enrollaros con vuestro mejor amigo antes de que le dé por hacer polvo los lazos, traicionar a la villa, daros una paliza de campeonato y dejarlo todo atrás por perseguir la venganza.

Se ríen. Lo intentan.

Choji pincha otro trozo de carne a la parrilla. Shikamaru lo tiene al lado, a su mejor amigo, pero en quien piensa cuando hablan de besos es en una chica rubia con un abanico tan cortante como su labia.

Kiba no le da la oportunidad de declinar. Se monta un revuelo y los otros tres emiten un uuuuh interminable. Prácticamente salta encima de él. Le lame los labios, le muerde la lengua y sisea traiciona a quien quieras, atrévete a darme una paliza, persigue lo que te dé la gana.

–Pero ni se te ocurra dejarlo todo atrás.


Tsunade elabora una poción especial para sus fiebres. Tarda cuarenta y ocho horas en surtir efecto. Ni una más ni una menos. El problema, les advierte, es el tiempo intermedio. Cuando la toma, sin contemplaciones, de un trago, Kiba es ese chico de cascarón arrogante y sonrisa desproporcionada.

A medida que pasan las horas, se va transformando.

–Dios.

Ya no es Kiba. Tampoco la bestia que le rompe el cuerpo cuando ingiere las píldoras del soldado. Es un amasijo de tormento y alucinaciones, algo a medio camino entre el hombre y la fiera.

–Ya queda poco –promete Shino. Faltan veinte horas.


Su rostro se ha desfigurado en una mueca de dolor. Desnudo y puro dolor al rojo vivo. Su oído le juega una mala pasada. Detecta vibraciones en las ondas sonoras. Ronquera.

–No puedo. De verdad que no puedo.

–Te va a ver Hinata. –intenta Shino–. Viene de camino –dos horas. Solo dos horas más y ya se acaba.

Kiba está a punto de decirlo. Quítame la ropa. El paño (ya no es su bandana, ha adquirido contundencia) recorre sus clavículas, le roza la barbilla. Gime. Quiere concentrarse en su textura, en el alivio momentáneo. No seguir hablando.

–¿No quieres que me vea Hinata?

Nota el contorno de unos dedos bajar por los abdominales, cerrados alrededor del retazo de gamuza empapada.

–No.


Shino recuerda que Iruka se empeñó en explicarles lo que era enamorarse y utilizó la tan manida metáfora de las mariposas en el estómago. Shino no alzó la mano. No planteó dudas.

Años después, confirmó sus sospechas. Tal vez no fuese amor, pero cuando Kiba le quitó las gafas por primera vez, Shino no sintió mariposas en el estómago, ni el flujo constante de insectos en el organismo. Fue algo así como un parón en el que dejó de percibir los estímulos externos. No oía, no decía nada. Ver, solo lo veía a él.

Shino cree que es eso, lo de querer a alguien. Olvidarte de todo por un momento. Las mariposas, la guerra, tu aldea, tu camino del ninja. Y sentirlo con más fuerza al segundo siguiente.


Media hora. Tiene mejor color pero continúa devastado.

Shino presiona contra su barriga, dibuja círculos alrededor del ombligo.

–Por qué.

–No lo sé.

–Sí lo sabes.

Sube hasta los pezones y a Kiba se la trae floja que los vean, lo que me está haciendo, porque le está haciendo algo. Que Shino se dé cuenta, que Hinata lo averigüe. Le da igual. Quiere, necesita, se muere, tiene que frotarse contra él hasta morirse.


Abre las piernas.

Kiba obedece como un perro amaestrado. Ya no siente el peso de Akamaru sobre el cuello y por una vez en la vida, no le preocupa. No tanto. Está latiendo. Entre las piernas. La sangre se concentra y se contrae, estira la piel, duele.

–Me estoy muriendo.

Humedad en la hondonada de las caderas. Frío nocturno en las rodillas.

–Tranquilo.

Tranquilo, buen chico. Dame la patita, siéntate, túmbate, quítate la ropa.

Kiba lo haría todo.

Agua. Se arquea contra su mano. Sus manos. Están en todas partes y total, ya ha perdido la cuenta.


Él título se me ocurrió limpiando la leonera aunque a diferencia de Kiba, yo no espachurro a los pececillos de plata. Yo llamo a mi madre (maaaa un bicho, pero no lo matessss).

Puede que tenga segunda y última parte, aunque no sea muy larga. ¿Os gustaría? :3