Prólogo
Albus empuñó la varita cuando el hombre apareció. Alto y delgado, con un cuervo posado en el hombro derecho que graznaba sin cesar. El hombre se detuvo, no le podían ver el rostro bajo la capucha de la túnica, pero èl levantó una mano y las varitas de los tres chicos cayeron al suelo con un golpe seco y rodaron en la planicie.
Durante un momento, no hubo un solo ruido en el claro. Entonces, el cuervo emprendió el vuelo, cruzó sobre las cabezas de los tres chicos y se perdió en la oscuridad de la noche. Iluminados solo por las estrellas, los muchachos estaban en desventaja, todavía sin acostumbrarse a la penumbra del bosque y la falta de varitas y de luz les pesaba mientras veían como el hombre reanudaba el paso acercándose a ellos.
–Moveos –pidió con una voz suave. – No quiero hacerles daño.
Ninguno de los tres le hizo caso y èl alzó de nuevo la mano derecha. Rose miró su varita de olivo, demasiado lejos para recogerla. Tratando de que no la descubriera, y amparada por la oscuridad, guió la mano hacia el bolsillo interior de su túnica, buscando. Por el rabillo del ojo, Scorpius vió la figura del muerto mover la cabeza en un gesto de irritación y supo que habían llegado a una situación sin salida.
– No lo hagas. No te atrevas a moverte Sería inútil Te detendrían de inmediato.
Y mientras decía eso,
El hombre mantenía la mano alzada, alrededor de la cual, un resplandor verde comenzaba a formarse.
–Lo siento–dijo –pero es mi deber. ¡Avada…
