Teddy Lupin odiaba la oscuridad, la negra noche; por aquella razón es comprensible que en aquellos momentos en los que el chico sufre insomnio, son para él una pesadilla.
Con la taza de café entre sus manos y sentado frente al calor que irradia la chimenea, el metamorfomago ojeaba un ejemplar antiguo de El Profeta, algo maltratado y de colores tristes.

Con la sola compañía del chisporroteo de las llamas y el viento azotando fuera, Teddy estaba sumido en la lectura de aquel viejo periódico. Se encontraba tan concentrado en su lectura que cuando llamaron a la puerta, apenas lo notó. Mientras se dirigía a abrirla, se preguntaba que persona podría visitarlo a aquellas horas de la madrugada. Victoire, quizás. Quizás tantos meses separados le sirvió de tiempo para meditar, y finalmente, decidió regresar por él.

Pero cuando el chico abre la puerta, no se encuentra con aquella larga cabellera rubia dorada, acompañada por aquellos ojos color celeste cielo; en lugar de ello, se encuentra con aquella muchacha de estatura igual exacta a la de él, cabello negro azabache, y ojos de un azul tan fuerte, que no se le encontraba otra descripción más que eléctricos.

Ambos se mantuvieron callados un momento, hasta que Dominique carraspeó, rompiendo aquel silencio que los mantenía separados. Ted se cruzó de brazos, y se recargó en el marco de la puerta. Sabía que si ella estaba aquí, era por algo, y no la dejaría entrar sin explicarse. Dominique lo conocía demasiado, y ante aquel gesto entendió que debería comenzar a hablar.

- Peleé con mamá. Y con Victoire. Y con Bill... Y con Louis.
El volumen de voz de la chica disminuyó a medida que nombraba a los integrantes de su familia, y cuando finalizó, le observó. Le observó durante minutos, largos minutos en los que él le devolvía aquel contacto visual.
Pudo notar por primera vez que aquellos mares azules que tenía por ojos eran como ventanas a su alma, y éstos se cristalizaban. Su Dom se derrumbaría allí mismo, y él no sabría como reaccionar. Dominique pocas veces en su vida lloro, por no decir ninguna. Él sabía que este día iba a llegar, después de todo, ella es humana, está en su naturaleza llorar. Pero parecía tan inpropio de la castaña darse por vencida, cesar de contener las lágrimas. Por eso, cuando la primera gota es derramada, él la abraza por los hombros, y sin decir nada, la conduce hasta dentro de la casa.

Se sientan juntos en el mismo lugar donde él había estado leyendo el periódico hace unos minutos antes, y cuando ella se hace ovillo pidiendo protección entre sus brazos, él la recibe con gusto, y por su mente atraviesan velozmente los recuerdos de la infancia, donde jugaban a que él era su príncipe y protector, y ella su princesa. Su princesa se voltea, haciendo que sus miradas se crucen, y cuando vio como Dominique acercaba sus labios a los de él no le negó el paso, finalmente sus labios convirtiéndose en uno, envolviéndose en aquel juego. Porque todo era un juego, ¿Verdad? Y si este juego lograba hacer que su princesa se sienta bien, pues su protector jugaría todas las veces que fueran necesarias.