Lo he hecho. Podéis lincharme si queréis, pero... ¿cuánto hacía que no me daba por publicar un long-fic? Desde que me pasé al bando de las viñetas y los oneshoots he dejado totalmente abandonado este lado de fanfiction u.u

Pues nada, aquí estoy. Otra creación de mi mente depravada. Espero que no sea algo horrible e infumable y disculpadme si veis algún anacronismo, pero yo soy del siglo XX y de la década de los noventa, eso lo hace todo bastante más difícil.

Sin más dilación, aquí os dejo. Un saludo desde el norte,

Kira.

Disclaimer (sí, hoy lo pongo, va): los personajes que reconozcáis no son míos, y la ambientación temporal es fruto sólo de la evolución humana. Todo lo que sea guarro y pervertido si me pertenece.


1. Preludio a un juego

- ¡Quieres dejar de jugar con eso! – acabó chillando, ya colmada su paciencia.

- Venga Herms, no seas tan estricta. – repuso Ron con una sonrisa traviesa – Estos cacharros hacen cosas muy graciosas.

- Ron, una aspiradora no es nada de otro mundo.

Harry, desde el sofá, soltó una risilla y atrajo más a Ginny con su brazo. La pelirroja también sonreía. Su hermano llevaba veinte minutos encendiendo y apagando el aspirador porque decía que el ruido era muy divertido, y ahora estaba esperando a que Hermione se cansase de aguantarlo para que se marchase y probar su nuevo sueño: probar a ver qué pasaba cuando ponías tu cara cerca de las ranuras que absorbían el aire. Curiosamente, ni su hermana ni su mejor amigo, que sabían lo que se avecinaba si lo hacías, parecían muy por la labor de advertirle.

Como si la castaña supiese qué esperaban los demás de su persona, anunció que se iba a terminar la novela que estaba leyendo y salió de la estancia. Subió las escaleras despacito y con mucha dignidad, intentando ignorar la sensación de que la habían echado ilícitamente, haciendo caso omiso de las risas de sus amigos desde el salón, y sus ojos se pararon sobre las marcas en la pared, donde antes habían estado colgadas las cabezas de los elfos de la familia Black. Un leve estremecimiento la recorrió al recordar cómo se había sentido la primera vez que había entrado en el número 12 de Grimmauld Place y había visto aquel escalofriante museo de atrocidades. Ni siquiera ahora, meses después de haber hecho de aquel sitio algo más habitable, se le hacía acogedora la casa.

Dos años…

Había sido mucho tiempo. Y habían pasado muchas cosas. Sirius ya no estaba, y ése era el cambio más notable. Incluso cuando no le había profesado un gran afecto en vida, Hermione lo echaba de menos. Faltaba la chispa, las bromas sutiles y los intentos de delincuencia habituales. Y a Harry… a Harry le faltaba el apoyo.

Ron, Ginny y ella seguían allí para todo lo que necesitase y él lo sabía, pero no era suficiente. Necesitaba alguien que hiciese las funciones de adulto y, dentro de su irresponsabilidad, Sirius había desempeñado ese papel con orgullo y brillantez: una figura paterna con ademanes de perro vagabundo.

Hermione suspiró ligeramente y se dio cuenta de que acababa de pasarse la puerta de su habitación. Dio media vuelta y asomó la cabeza por la puerta. Dentro, la señora Weasley estaba recolocando las cortinas después de haberlas lavado.

- ¡Oh, Hermione! – dijo, sobresaltada, al verla allí - ¿Venías a estudiar?

- En realidad iba a leer un poco.

- Todavía tengo que quitarle el polvo a las estanterías y fregar el suelo. Será mejor que cojas el libro y bajes al salón con los demás. – la madre de Ron (esa mujer bajita y regordeta, incapaz de estar inactiva más de treinta y dos segundos) se estiró un poco más para acabar de enganchar la última esquina de la y se bajó de las escaleras en que se había encaramado.

- Está bien, iré a otro sitio – sonrió Hermione.

La chica se acercó al escritorio, cogió su libro y salió de nuevo, dejando a la señora Weasley con su pelea contra la suciedad. El las últimas vacaciones había aprendido que no era prudente quedarse cerca cuando la mujer emprendía una de sus cruzadas de bayeta y escoba o estarías en peligro de acabar involucrada en ello.

Así que, una vez en el pasillo, buscó un sitio para encerrarse a leer. El salón no, porque Ron seguía con el aspirador, jugando como un gato con un ovillo de lana, y se iba a desesperar en poco tiempo. La habitación de los chicos era como el escenario de una guerra nuclear, así que también quedaba descartada; el baño podía necesitarlo alguien; en la cocina, Fred y George estaban cocinando algo morado que, estaba segura, era sin duda el último invento para su tienda de bromas (y a ella aún no le había entrado complejo de conejillo de indias…).

Observó las escaleras al final del pasillo. El desván era una opción. Tenía una ventana circular bastante grande, así que podría ver bien las páginas, y allí sí que no iba a molestarla nadie, porque a la mayoría les daba bastante repelús el sitio. El único que podría llegar a subir sería Lupin. O quizás el señor Weasley. Y como ninguno dos estaba en la casa, podría estar tranquila todo el tiempo que quisiese.

Atravesó el desván con cuidado de no tropezar con ningún cachivache y se instaló junto a la ventana. Trató de retomar la lectura donde la había dejado ignorando los ruidos que provenían de la planta baja. Si seguían así, despertarían a la señora Black y entonces se desataría una desgracia. Harry y ella se llevaban a matar desde que Sirius…

Ninguno en la casa era capaz de mencionarlo aún, y ella ni siquiera se atrevía a terminar frases como esa en su propia mente, la voz de su cabeza le sonaba atronadora cuando recalcaba verdades así. Harry no quería hablar de ello y cada vez que se tocaba el tema, aunque fuese de refilón (todos, todos y cada uno de los miembros de la Orden y de sus amigos habían intentado hacerle hablar del tema, lo necesitaba, pero se cerraba en banda y no parecía dispuesto a cambiar), intentaba escabullirse de la conversación, desviar el hilo e irse disimuladamente de la habitación. Daba igual cuánto tiempo hubiera pasado, seguía siendo demasiado duro.

Suspiró imperceptiblemente apartando esos pensamientos de su mente y se concentró en la palabra escrita. Unos segundos después, todo el jolgorio escaleras abajo pasó a resultarle completamente ajeno, incluyendo los reproches de la señora Weasley y las risas de Ginny. Ron se quejaba con tono de dolor, seguramente ya había hecho su fascinante experimento.

Tan sólo se percató de hasta qué punto había pasado el tiempo cuando comprobó que apenas podía vislumbrar las letras del libro porque se había hecho de noche y ya no entraba luz por la ventana. Pegó un ligero respingo al verse sorprendida por la oscuridad y la dificultad de, ahora, tener que encontrar el camino a ciegas para salir de allí. Por un momento sopesó la posibilidad de pegarles un grito a Harry o Ron para que le subiesen una vela, hasta que recordó que ahora ya podía hacer magia fuera del colegio de forma legal y encendió su varita con un Lumos susurrado.

Echó a andar por entre todos los trastos cubiertos con sábanas, alumbrada por el débil resplandor de su hechizo, y no pudo evitar que un escalofrío la recorriese de arriba abajo mientras se acercaba a la puerta. De día, era el lugar perfecto para encontrar un poco de solitaria paz, pero de noche aquella sala le ponía los pelos de punta.

Cuando por fin alcanzó la puerta y la abrió con dedos temblorosos, echó un vistazo en derredor y salió rápidamente, con el corazón bombeándole con fuerza. No le gustaba nada el final que estaba teniendo ese día.

Sobre todo porque allí dentro, a solas con ella, algo había susurrado su nombre.

Hermione.

ºoºoºoºoºoºoº

Dos días más tarde, sin haber hablado con nadie de ello, Hermione se encontraba mucho más tranquila, convencida en su interior de que aquella voz baja y siseante que la había llamado en el ático había sido sólo fruto de su imaginación, consecuencia de estar leyendo una novela de Stephen King, autor que la dejaba siempre con el corazón en un puño. No volvió a oír su nombre más que en los labios de sus amigos, y la entrada y salida constante de Remus, Tonks, Ojoloco y Hestia en la casa la mantuvo ocupada y distraída lo suficiente como para no buscar de nuevo soledad para seguir leyendo. De hecho, había aparcado en libro en su mesita y no había vuelto a tocarlo más, porque tenía los días completamente ocupados con las tareas que la señora Weasley les encomendaba y las reuniones de la Orden (a la que ahora les dejaban acudir de vez en cuando), y cuando se acostaba estaba demasiado cansada como para concentrarse en nada que no fuese conciliar el sueño.

Pero después de varios días, las cosas se calmaron. La Orden dejó de reunirse diariamente y las sesiones para mantenerlos ocupados de la matriarca pelirroja se terminaron. Y ella volvió a tener tiempo libre suficiente como para querer terminar la puñetera novela de una vez.

Ginny, Harry y Ron pasaban las horas muertas en el salón, con Fred y George, echando partidas de snap explosivo, y el resto del tiempo en la biblioteca (en este caso sólo el moreno, su mejor amigo y la castaña) buscando algo que los pudiese ayudar a localizar y destruir el siguiente horrocrux antes de que se les hiciese demasiado tarde. En el mundo exterior, los mortífagos parecían estar en una tregua momentánea, pero todo el mundo sabía que no duraría mucho, lo justo para darle emoción y la gente comenzase a preguntarse atemorizada cuál sería el siguiente paso.

Precisamente por casi vivir en la biblioteca, ninguno de sus amigos alcanzaba a entender cómo podría ella querer seguir leyendo una vez terminadas las labores de investigación, y trataban de incluirla en sus juegos o conversaciones. Pero Hermione sólo quería terminar el libro de una vez y descubrir qué era lo que había en la niebla que mataba a los protagonistas.

Por ello, acabó recurriendo, una vez más, a subir al ático.

Nada más entrar le regresó a la mente el recuerdo de aquel susurro bajo que le había puesto los pelos de punta y la carne se le puso de gallina. Súbitamente, de nuevo en el escenario, ya no le resultaba tan sencillo convencerse a sí misma de que todo había sido fruto de su mente corrompida por novelas de terror. Diciéndose a sí misma que se estaba convirtiendo en una loca paranoica, se instaló junto a la ventana y encogió las rodillas, dispuesta a usarlas de atril. Dejó su varita en su regazo, dispuesta también a tomarla con rapidez en caso de emergencia.

Abrió el libro. Desde el salón le llegaba el sonido amortiguado de música, sin duda proveniente de la vieja radio de Sirius. Esos cinco debían de estar montando su propia pequeña fiesta. Sonrió inconscientemente y comenzó a leer. Apenas le quedaban treinta páginas para conocer el final cuando lo escuchó de nuevo. No música, no risas ni tampoco gritos. Un susurro helado.

Hermione.

Inmediatamente, la chica cogió su varita con fuerza y se irguió, tal y como hacía siempre que Ojoloco le gritaba ¡Alerta permanente!. Sólo que esta vez la había recorrido un escalofrío y se le había erizado el vello de todo el cuerpo.

Hermione.

La voz no habló más alto ni con otro tono, y sin embargo esa vez ella la escuchó con mayor nitidez. No más cerca, sino más fuerte. Con el corazón bombeándole de tal forma que parecía a punto de atravesarla, se puso en pie y encendió su varita para alumbrar los rincones a los que la luz del día no llegaba a sacar de las sombras.

- Definitivamente, te estás volviendo loca – murmuró para sí misma.

Dejando el libro donde antes había estado sentada, se dispuso a comprobar que aquello no fuese una broma de los gemelos o un intento de Kreacher para asustarla y "obligar a la sucia impía a abandonar el hogar del ama… oh, la querida y pobre ama" en palabras textuales de apenas hacía un par de semanas. Varita en mano, echó a andar por los pasillos entre los cúmulos de cosas polvorientas. Por un lado, ahora deseaba volver a oír aquel susurro para poder seguir su sonido y averiguar su procedencia, aunque siguiese sintiendo el pulso acelerado en el cuello. Mientras caminaba alcanzó a ver una caja de cartón.

Sirius, ponía en un lateral.

Titubeó. Sabía que no era asunto suyo, que si alguien en aquella casa tenía derecho a abrir aquella caja era Harry, y decidió decírselo en cuanto bajase de nuevo junto a él y los demás, pero, al final, avergonzada de sí misma, la venció la curiosidad y levantó las tapas. Dentro encontró una petaca de plata con una pitillera a juego, un par de revistas tituladas Brujas traviesas que Hermione prefirió no ojear y dos grandes carpetas. Una era marrón, desgastada y llena hasta reventar, y en su portada, con la caligrafía recta y elegante de quien lleva la nobleza en los genes ponía Hogwarts en tinta azul. Apuntes de siete años de colegio.

La otra era un poco más fina, color rojo oscuro, y nada en su exterior daba pistas acerca de su contenido. Cuando la cogió, un papel se escurrió y cayó en su regazo. Curiosa, Hermione lo recogió y se encontró con una fotografía en blanco y negro. En ella, cuatro chicos posaban haciendo el gamberro entre sí, agarrando la cabeza del de al lado y revolviéndole el pelo, saltando sobre la espalda del de delante. Una de las tres chicas que se sentaba en la hierba a unos pasos de ellos los observaba divertida y resignada. De vez en cuando, uno de los chicos, el que llevaba gafas y se parecía peligrosamente a Harry, le lanzaba un beso. Otro de ellos, cuya barbilla tenía el mismo perfil altivo que la de Sirius, intentaba algo parecido con una de las amigas de la primera, pero ésta le hacía un corte de manga y lo ignoraba mirando hacia otro lado mientras sus dos amigas se reían y el chico se hacía el herido llevándose una mano al corazón con una falsa mueca. El paisaje que los rodeaba era fácilmente reconocible: hierba verde y corta, con un gran lago tras de sí y la mitad de un enorme árbol en el lateral izquierdo. Los terrenos de Hogwarts.

Hermione sonrió. A Harry iba a encantarle aquello.

Decidió no cotillear más y bajar a buscar a su amigo, así que guardó todo dentro de la caja, excepto la foto, y después la arrastró en dirección a la puerta. Cuando estaba a sólo unos metros de la salida, se detuvo de nuevo.

Hermione.

Había sonado a su derecha, hacia el lado opuesto a la ventana. Dejó la caja allí en medio y se abrió paso entre todos los cachivaches. El susurro se repitió otra vez más, ahora, más cerca, y Hermione supo que seguía la dirección correcta. Hasta que se vio atrapada en un callejón sin salida por un enorme aparador de madera oscura y cristal. Tenía las estanterías repletas de objetos: tazas de porcelana, platos dibujados a mano, figuritas de cristal, una bola de adivinación, varios cuadernos de cuero y una caja de música.

Se quedó quieta y en silencio, esperando a que la llamada se repitiese, pero no oyó nada. Ni siquiera las voces de Ginny o los gemelos en la planta baja. Tomándose el silencio como una señal, abrió las puertas del aparador con cuidado de no romper nada y observó más detenidamente su contenido. En especial, la caja de música.

Era de madera tallada y tenía un cristal en la tapa y un cierre de lo que pudo identificar como plata. La tomó y la contempló desde todos los ángulos. Había una inscripción en el borde inferior de un lateral.

L. Black

1948

Había pertenecido a algún familiar de Sirius, lo más probable a una mujer, ya que parecía un joyero. Hermione se preguntó quién sería L. Black y por qué habría grabado ese año en la madera. Quizás hubiera sido un regalo de bodas o de graduación. Desde luego, la caja era preciosa. Por qué estaba oculta en el ático, en un aparador viejo, desde hacía décadas, no podía entenderlo. Ni siquiera había sido una de las cosas que Sirius había retirado u ocultado cuando ellos habían llegado. Tenía demasiado polvo.

Hermione.

Esta vez, el susurro fue directamente en sus oídos, sin distancias ni interferencias, como si alguien estuviese a su lado.

Volvió a mirar la caja. Seguramente, tendría algo dentro, y ella, sorprendiéndose a sí misma en la parte racional que aún no se le había adormecido, quería saberlo, verlo, tocarlo. Quería comprobar si sería una joya o una carta, o quizás sólo una colección de botones. Quería abrir la caja y satisfacer su curiosidad.

Olvidándose de todas las advertencias que el señor Weasley y Ron les habían hecho siempre acerca de objetos desconocidos que se comunicaban por sí mismo, olvidándose de que no sabía con lo que podría encontrarse, la abrió.

Y de repente todo se volvió blanco.

OoOoOoOoOoOoOoO

Abrió los ojos, aturdida. Tenía la sensación de que un hipogrifo la hubiese atravesado patinando de oreja a oreja mientras escuchaba heavy metal a todo volumen. Además, un dolor punzante le agarrotaba la espalda desde la parte baja y sabía que sus vaqueros se habían roto, aunque no tuviese muy claro por dónde.

Parpadeó un par de veces hasta lograr enfocar lo que había sobre ella. Cielo abierto. Cielo abierto y unas cuantas ramas llenas de hojas marrones y amarillentas. Otoño. Eso era un poco confuso, recordaba perfectamente estar en verano, un verano en Grimmauld Place, donde ni había ni hojas resecas ni árboles tan altos y, mucho menos, ella había dormido tirada en el suelo de un... ¿bosque? Lanzó una ojeada a su alrededor. Definitivamente, aquello no era Grimmauld Place.

Se incorporó hasta quedarse sentada, con una mueca de dolor en la cara. No tenía los vaqueros rotos, pero acababa de descubrir que las punzadas en su espaldad se debían a haberse caído sobre una colección de piedras de diferentes tamaños. Se llevó una mano a la cabeza, aún dolorida, y cerró los ojos de nuevo.

No tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo había llegado hasta allí y en semejante estado. Recordaba haber oído de nuevo aquel susurro inquietante en el desván de la vieja casa de los Black, haber seguido la voz y haber encontrado la caja de L. Black... ¿Quizás era un traslador? Pero, en ese caso, se habría enterado del viaje que hacía y no se encontraría tan mal. Se tanteó los bolsillos sin encontrar lo que buscaba. Asustada, abrió los ojos y miró de nuevo a su alrededor, recorriendo con la mirada cada hoja, piedra o palo del suelo hasta que por fin encontró su varita. Rota.

Gimió. ¿Territorio desconocido y encima desarmada?

Recogió los trozos e intentó conservar la calma. Incluso rota podría servirle de ayuda con algo básico y en un buen apuro, ¿no había seguido Hagrid utilizando el núcleo de la suya dentro de un paraguas? Oyó entonces voces y un chapoteo, se levantó de un salto, poco dispuesta a que la encontrasen así de desprevenida, pero los ruidos se mantenían alejados, y Hermione avanzó con cautela entre los árboles para observar e intentar conseguir algo de información.

Caminó varios minutos guiándose por su oído hasta que divisó una pequeña cabaña de madera junto a la que discurría un río que movía ligeramente un complicado mecanismo de tablas de madera. A la orilla, lavando, había dos chicas arrodilladas que se reían mientras frotaban con fuerza en el agua. Nada de eso consiguió fascinar a Hermione, pero hubo algo que sí lo hizo: sus ropas.

No llevaban pantalones ni camisetas, vestían faldas largas hasta los pies, al menos por lo que alcanzaba a ver, y unas camisas blancas ceñidas al cuerpo por algún tipo de faja o corsé, todo en tonos marrones y ocres que combinaban bien con el entorno. Una de ellas tenía el pelo sucio y enmarañado, mientras que la otra, considerablemente mayor, lo recogía en un moño apretado en la nuca del que se desprendían algunos mechones.

Hermione las contempló intentando sacar alguna conclusión más allá de la primera que había obtenido y que no le resultaba nada alentadora. Se mantuvo quieta y oculta por la vegetación hasta que ambas desconocidas desaparecieron en el interior de la diminuta vivienda tras dejar las ropas tendidas y secando al sol sobre unas rocas.

Si tengo razón, me hundo en la miseria, pensó la joven castaña antes de sacar uno de los trozos de su varita y susurrar un Accio que le llevó varios intentos, apuntando a algunas de las prendas (¿Enaguas? ¿En serio?).

Se vistió tras unos arbustos y luego miró dubitativa las prendas que sí eran suyas. Decidió esconderlas entre las ramas y hojas que tan servicialmente se le ofrecían; si lo necesitaba, volvería a por ello.

Sin un rumbo definido, por la mera necesidad de aclararse las ideas, echó a andar (lo que sí había conservado puesto eran las deportivas, que le parecían de gran utilidad en semejante escenario).

Necesitaba encontrar a alguien en quien poder confiar para plantear su problema. ¿Que cuál era? Nada, uno sin importancia… Si sus sospechas eran ciertas, sólo había retrocedido varios siglos en el tiempo (o eso, o alguien celebraba una feria renacentista en los alrededores). No estaba segura tampoco de que la gente a su alrededor supiese de la existencia de la magia, por lo que no podría utilizarla de momento sin que intentasen quemarla por hereje (y no le venía nada bien).

¿Qué opciones le quedaban? ¿Buscar a Merlín?

Como para evadirla de sus absurdas conjeturas (derivando hacia Arturo y Circe sabría qué más), el ruido de algo parecido a una trompeta de caza retumbó por todos lados. Genial, sólo faltaba que se le lanzasen encima las hordas enemigas…

Sin saber muy bien por dónde meterse para evitar posibles desgracias, intentó alejarse del origen del ruido y echó a correr esquivando ramas y raíces como si fuese Blancanieves luchando por su vida. Una lástima que, tan ocupada como estaba vigilando sus espaldas, no mirase hacia delante en el momento necesario. Podría haber evitado todo lo que aconteció entonces.

No vio venir al caballo pardo ni a su jinete, que prácticamente se le echaron encima con un relincho asustado y una exclamación (respectivamente). Hermione soltó un grito ahogado y se cayó al suelo de espaldas con un golpe seco que la hizo exclamar un improperio: era la segunda vez en menos de doce horas que se daba un mamporro en la espalda, iba a terminar ortopédica perdida.

El jinete susurró un par de palabras a su montura y luego se giró un poco para poder verla frotarse los riñones con el ceño fruncido.

- Mis más sinceras disculpas, señorita…

Hermione levantó la mirada y su mandíbula quedó descolgada unos segundos antes de recordar que aquel Remus Lupin del XVI esperaba que le dijera su nombre.

- Granger. Hermione Granger – contestó con un hilo de voz.

Era él, aquel profesor de apariencia enfermiza, con su palidez y sus ojeras, el pelo rubio y los ojos casi dorados que le había dado Defensa Contra las Artes Oscuras en tercero en Hogwarts. ¿También había viajado en el tiempo con ella?

- Señorita Hermione, entonces.

Lupin desmontó y le tendió una mano con expresión amistosa y tranquilizadora, mano que ella aceptó para poder incorporarse, sorprendiendo al hombre. Al instante, Hermioen se preguntó si eso sería correcto en la época en que estuviese, le daba la impresión de que o Lupin la consideraba de una pasta muy blanda o un hombre y una mujer no debían tocarse, y menos sin más gente delante (Como una carabina, pensó con escepticismo).

- Pensé que todo el territorio estaría vacío. Está usted en las tierras de caza del rey – informó Lupin divertido.

- Oh, yo no… No lo sabía…

- ¿No es de aquí?

- La verdad es que no – admitió ella con algo de sonrojo.

- ¿Visita algún pariente?

- Eh… No. Yo no debería estar aquí, en realidad. Podríamos decir que me han abandonado.

- ¿Su familia?

- Algo así.

Lupin la miró con el ceño fruncido, como preguntándose qué clase de familia abandona a una jovencita en mitad del bosque, pero no hizo más comentarios, quizás por no tener nada que decir o quizás por la llegada de una tercera persona y su caballo blanco, que interrumpió la conversación.

- Lupin, me mandan a buscarte – anunció una voz fría con poco entusiasmo.

Rogando a todos los dioses conocidos por equivocarse, Hermione miró al nuevo jinete y maldijo su estúpida mala suerte. ¿Lucius Malfoy también tenía que venir a adornar su pesadilla? ¿Era un chiste? El susodicho le echó un vistazo de arriba abajo con desagrado y la ignoró abiertamente.

- He tenido un pequeño accidente con la señorita Hermione Granger, pero creo que no hay daños mayores, ¿cierto? – sonrió hacia la chica, que asintió tratando de corresponder al gesto -, aunque me estaba contando su desafortunado incidente: parece ser que la han abandonado en estos bosques.

- Imposible, ninguna comitiva puede atravesarlos, serían prendidos de inmediato – repuso Malfoy sin interés.

- Bueno, esta jovencita deambulaba por aquí y nadie la ha notado – repuso Lupin frunciendo el ceño de nuevo.

Se hizo un silencio incómodo y Hermione ya estaba a punto de despedirse, ya que prefería pulular sola por el mundo antes que estar en un radar de diez metros de Ludius Malfoy, cuando Lupin propuso algo que sorprendió a sus dos interlocutores:

- La llevaremos al castillo, podrá quedarse allí hasta que encuentre un modo de regresar a su hogar, si es a donde quiere ir. ¿Le parece bien? – preguntó mirando a la chica.

Claro que tampoco le dio tiempo a contestar, sino que se limitó a hacerse a un lado para ayudarla a subir al caballo. Hermione, haciendo gala de esos reflejos que se habían apoderado de ella desde que Grimmauld Place se había desvanecido bajo sus pies, apenas si acertó a decir algo antes de encontrarse sobre el lomo del animal y con dos miradas, una de extrañeza y otra de desdén, sobre ella.

- Monta de un modo extraño, Granger – observó Malfoy.

- Siempre he sido amiga de más chicos que chicas – repuso ella, aliviada de encontrar un significado a tanto desconcierto.

Lupin se rió por lo bajo.

- A su Majestad va a encantarle… - musitó sin que nadie le oyese y tiró de las riendas del caballo al echar a andar.

- ¿Va a ir a pie, prof… señor Lupin?

- Por supuesto – contestó éste contrariado.

- Oh, no. ¡No, no! Yo iré a pie, no pensé que… - Hermione hizo ademán de desmontarse, pero él movió la mano para restarle importancia y volvió a reírse discretamente.

Bueno, esto va a ser la monda, pensó ella con ironía.

OoOoOoOoOoOoOoO

La ciudad se asemejaba mucho a una estampa de sus libros de historia, tanto muggles como mágicos: una especie de espiral ascendiente, totalmente amurallada y coronada por un enorme castillo lleno de estandartes rojos y dorados por entre los cuales se paseaba la guardia. Las calles estaban atestadas de gente y olores muy diferentes, de actividad y voces y ruidos inidentificables. Sin embargo, y para decepción de la parte más curiosa y académica de Hermione, no atravesaron todo el corazón de la ciudad, sino que hicieron su entrada por la puerta trasera, con mucha más discreción y menos miradas curiosas hacia ella (sólo las de los guardas que los recibieron y les permitieron el paso).

Lupin la ayudó a desmontar a la puerta de las caballerizas para que pudiesen llevarse el caballo y allí perdieron a Malfoy también, que se retiró apresuradamente, sin duda deseoso de estar ya en la sala cuando la extraña se presentase a su majestad. En el trascurso del silencioso paseo, Hermione había llegado a la conclusión de que quizás nada fuese tan malo si Malfoy no era el Rey, después de todo. Cualquier cosa, menos la versión más antigua de Voldemort, claro, sería mejor.

- Lucius Malfoy, el caballero que nos ha acompañado, no es muy amable, lo lamento – se disculpó Lupin.

- Conozco gente parecida a él – musitó Hermione haciéndole enarcar una ceja -. Quiero decir que… gente menos simpática la hay en todas partes.

- Supongo que sí. Su Majestad – pronunció el nombre con cierto retintín sarcástico – sí es más amable. Inclínate cuando te presente y contesta a sus preguntas con la mayor exactitud que puedas, te ayudará. Le gustan las caras nuevas y la gente de fuera.

No hubo tiempo para más explicaciones. Se detuvieron ante una gran puerta de madera de roble y esperaron a que un chico que sin duda era un criado los instase a pasar tras anunciarles (y sólo Dios sabría cómo los habría anunciado, ya que ni ella sabía cómo autodenominarse).

La estancia a la que les hicieron pasar podría haber sido perfectamente una pista de patinaje olímpica por el tamaño. Estaba decorada con estandartes muy similares a los que adornaban el exterior del castillo y en la cabecera, al fondo, sobre una tarima y lo que parecía un trono, los esperaba una persona difícilmente identificable a esa distancia. Hermione avanzó tras su nuevo ángel de la guarda sin dejar de contemplarlo todo fascinada, manteniéndose siempre unos pasos por detrás, y se detuvo cuando él lo hizo. Le latía el corazón a mil por hora.

- Majestad – de nuevo aquel tonillo irónico casi imperceptible -. Supongo que Malfoy os habrá puesto al tanto de mi pequeño encuentro. Por suerte no hubo daños serios, pero se encuentra un poco perdida y creí buena idea traerla aquí. Quizás podríamos ayudarla.

Hermione, demasiado ocupada en admirar cada detalle, no vio el gesto de mano, desestimando la gravedad, del asunto del Rey, por eso la pilló por sorpresa cuando escuchó lo que siguió.

- ¿Cómo te llamas, muchacha?

La voz demasiado familiar como para ser ignorada la hizo pegar un respingo y mirar rápidamente al frente. Eso pareció causar mucha diversión a su interrogador, que la observó con sus ojos grises risueños. El pelo negro y largo caía a ambos lados de su cara y no llevaba corona, contra lo que ella hubiese esperado. El porte, la altivez y la elegancia de su postura y cuerpo gritaban por todos lados su sangre real. Incluso siendo un mendigo, podría haber pasado por noble. La acostumbrada barba de cuatro días adornaba su mentón.

Hermione se quedó tan anonadada que cuando reaccionó lo hizo apresuradamente, y se inclinó, aún desconcertada, en una torpe reverencia frente a un augusto Sirius Black.

- Hermione Granger, majestad – respondió con voz trémula y pudo comprender de inmediato la ironía de Lupin al mencionar a Su Majestad. ¿Serían también amigos en este pasado?

- ¿De dónde provienes, Hermione?

- De un lugar muy lejano, señor – dijo, sin saber qué más decir -. De Escocia – añadió, repentinamente iluminada -, de un núcleo diminuto llamado Hogsmeade.

- Desconozco el lugar – admitió él, evaluándola con la mirada. No sabía si reír o sentirse ofendido de que ella se hubiese incorporado de nuevo sin su beneplácito, como solía ser costumbre - ¿Qué edad tienes, Hermione?

- Dieciséis años, casi diecisiete.

Alguien tosió a su derecha y ella miró hacia allí para comprobar que en la sala había más gente que ella no había notado. Y, lo peor de todo, que podía reconocer a algunos.

Draco Malfoy estaba igual de tieso y erguido que su padre, a la diestra de éste, y la observaba con un matiz interesado aunque arrogante en sus ojos grises. Cerca estaba Lupin, que parecía divertido aunque intentase ocultarlo, y junto a él había un hombre alto y moreno, con el pelo revuelto e indomable y los ojos color avellana que hacía verdaderos esfuerzos por no reírse (resultaba admirable la forma que tenía de disimular). Demasiado insolente, al parecer, para ser Harry, pero demasiado parecido a su amigo como para no ser Potter. ¿James Potter, quizás?

El resto de rostros estaban demasiado sumidos en la penumbra como para que ella pudiese atisbar nada, pero de momento le bastaba con lo descubierto.

Sirius Black se vio obligado a carraspear para recuperar su atención.

- Bueno, Hermione, no hay inconveniente en que te quedes aquí hasta que puedas regresar a tu hogar. Me temo que no en un futuro muy próximo, ya que nuestros amigos irlandeses exiliados juegan malas pasadas últimamente a quieres atraviesan las fronteras, pero pronto…

Hermione, más por instinto que por conocimiento, inclinó la cabeza de nuevo con una humildad que casi le dio ganas de reír por encontrarse subordinada a ese Sirius al que tanto había criticado en su tiempo.

- Gracias, Majestad.

- Una de mis criadas te llevará a tus aposentos. – añadió él, indicando con un gesto a una joven de pelo rubio y ropas más modestas y parecidas a las que ella llevaba que la condujese por los pasillos.

Hermione se inclinó de nuevo y la siguió perdiéndose en las entrañas del edificio.

OoOoOoOoOoOoOoO

- ¿De dónde piensas que viene realmente, mi Rey? – preguntó James Potter riendo.

Su público se había dispersado después de que la forastera se retirase y él había escogido como punto de reunión con sus viejos amigos la azotea, donde ninguno de ellos tendría que guardar apariencias ni más modales de los necesarios.

Le resultaba todavía demasiado divertido que aquel par de elementos con los que había crecido y compartido casi toda su vida se viese obligado a reverenciarle tanto como el resto. Pensaba que después de tantos años mentalizándose, le resultaría más sencillo, pero seguía siendo de lo más incitador a la risa floja que había visto jamás.

Le dio un empujón a su amigo.

- No sabría decirlo. El acento no me resulta extraño ni muy diferente del nuestro.

- ¿Crees que la envía el enemigo para ahogarte con un almohadón mientras duermes? – dijo Remus escéptico. No era infalible, pero no le había parecido que residiese una gran amenaza en aquella chica de pelo alborotado. Mucho carácter, eso sí, como había demostrado al aceptar su mano para levantarla o montar como un jinete más sobre su caballo, pero no una amenaza.

- Lo dudo. De cualquier manera, tendré cuidado. Los Lestrange son conocidos por ardides más extraños que éste.

- Y dejando a un lado la posible amenaza de muerte, ¿qué opinión te merece ella?

Sirius miró a James como si no comprendiese.

- Hermano – dijo éste pasándole un brazo por los hombros como si estuviese hablando con un niño pequeño -, cualquiera diría que eres un eunuco.

Lupin y él se rieron.

- Muy gracioso – se quejó el rey -. Me ha parecido normal, un poco más impertinente que el resto de gente que me rodea. Es graciosa. Sus costumbres sí parecen diferentes, esas reverencias han sido un poco amorfas.

- Igual no tiene mucha experiencia con ellas – Remus miró hacia el cielo.

- Cualquiera de este mundo sabe hacer una reverencia.

- Igual no es de este mundo – intervino esta vez James riendo -. No he conocido mujer que no te haya devorado con los ojos al verte, y ésta parecía más interesada en la decoración.

Sirius le hizo una mueca, muy pagado de sí mismo.

- Igual no es de este mundo – aceptó.


¿Críticas no muy crueles, por favor?