Aún recuerdo aquél verano en que te conocí. Corría sola por las anchas y grises calles de Londres, buscando algún lugar en el que refugiarme de la lluvia y allí te vi, resguardado bajo un negro paraguas esquivando los charcos de la acera para evitar mojarte los pies, pero te fue imposible. Te veías tan gracioso y despreocupado, y al levantar la vista del suelo te encontraste con mis ojos, aguantaste la mirada fija en la mía durante lo que me pareció una eternidad. Me sonreíste y sin que lo esperara te acercaste a mí colocándote a mi lado para que la lluvia dejara de mojarme. Ni siquiera te conocía pero algo nos unió, el destino nos quiso juntos. Me acompañaste hasta mi casa y allí te despediste con un inesperado beso en la mejilla. No pude evitar sonrojarme pero por suerte no te diste cuenta, ya te habías ido. Te seguí con la mirada mientras te alejabas y mi corazón sintió que nunca más te iba a volver a ver. Aquello que sentí fue algo verdaderamente extraño pero nuestro destino estaba ya escrito y así fue que te volví a ver. Compartimos risas, llantos, pero todo el tiempo me sentí tan viva. Escribiste mi nombre en la arena prometiendo que eso sería mucho más que simple amor de verano.

—Siempre estaremos juntos y no quiero que este sentimiento acabe nunca—dijiste cogiéndome de las manos, y te creí.

Ahora mirando hacia atrás, en noviembre, puedo sentir el cálido sol de verano sobre mi piel y recuerdo que muchas cosas empezaron a llegar a su fin. Hay cosas que siempre acaban terminándose. Guardé aquél adiós y lo mantuve congelado en diciembre pero necesitaba mantenerlo vivo. Porque ahora lo vuelvo a sentir pero ya no es lo mismo que sentí cuando escribimos nuestros nombres en la playa en ese verano que iba a ser interminable cuando gritaste de alegría abrazándome con fuerza y haciéndome girar contigo en el aire:

— We will be together.