La gran verja de acero se abría pesadamente. En el exterior del recinto se encontraba una chica pelirroja de ojos verdes, alta, hermosa, pero muy tímida. Iba acompañada de un hombre severo y alto como una torre. Se había presentado como Logan, quien tendría el placer de escoltarla hasta la mansión X, había dicho. Más que un escolta a ella le parecía un guarda que la llevaba por el corredor de la muerte, tan imponente y rígido que daba miedo.
El gran portal metálico era negro, con barrotes recreando formas de enredaderas. En el centro se dibujada una enorme "X", que se dividía en dos al abrirse. Dentro se extendía un interminable camino de grava, lo suficientemente amplio como para conducir dos coches paralelamente por él. A los costados se prolongaba un vasto campo de hierba homogénea, perfectamente cortada, decorada por árboles frutales y coníferos aquí y allí.
Antes de dar el primer paso dentro elevó la mirada al hombre que venía con ella, a su izquierda. Si esperaba que le diese la bienvenida o le soltase aunque fuese una palabra más de las cinco o seis mínimamente necesarias que habían cruzado durante todo el trayecto se engañaba. Ni se giró ni ella se atrevió a "ver" dentro de él, como podría haber hecho sin esfuerzo alguno. Se limito a seguir su camino, una vez la entrada estuvo despejada. Esperó a que se adelantara unos dos metros, más o menos, antes de seguirlo. Algo le decía, esa intuición que había sentido muchas otras veces, que si entraba su vida cambiaría por completo. Esa no era una decisión que se pudiera tomar a la ligera; Jean Grey, como se había llamado desde que naciera, era una chica meticulosa y perfeccionista. La mejor de todo el estado, la nota más alta en los exámenes nacionales, invitada por las mejores universidades estatales, e incluso alguna que otra internacional.
Desde que el profesor Charles Xavier la había ido a visitar por vez primera, a sus seis años de edad, habían mantenido el contacto. Cartas periódicas, llamadas casi todas las semanas, invitaciones a conferencias. Todo aquello había dado un giro por completo a la vida que sus padres llevaban hasta entonces, quienes se asustaron, y mucho, al principio pero que no tardaron en darse cuenta de que aquel era un hombre de confianza. Pronto acabaron por seguir sus consejos como si los de un verdadero doctor fuesen. Todo aquello no era más que para convencerlos de que su hija tenía un "don" y que este solo podía ser controlado y mejorado si ella, cuando fuese el momento oportuno, accedía a realizar sus estudios superiores en la escuela que Charles Xavier mismo dirigía. No era una mentira, para nada, pero no estaba siendo completamente honesto, y Jean lo sabía. Detrás de todas esas cartas y llamadas e invitaciones los dos se comunicaban casi diariamente a espaldas del resto del mundo. Las capacidades que el profesor y la joven tenían eran únicas en su especie, los homo superior, y les permitían hablar mentalmente, pensar dentro de la cabeza del otro, fuese cual fuese la distancia. Así, Jean acudía a la escuela día tras día, aprendía matemáticas, historia, geografía, pero mientras iba en bus, mientras hacía la compra con su madre o estaba viendo la televisión Charles le dictaba mentalmente los tipos de seres "peculiares", como ellos dos, que había por el mundo, las formas que estos tenían para alterar la realidad o sus propios cuerpos y como hacían para utilizar esto en su propio beneficio. Jean y Charles eran, como los denominaba la comunidad científica, "mutantes", seres humanos que habían comenzado un nuevo escalón en la evolución y que tenían habilidades extraordinarias que los capacitaban para la supervivencia en un mundo de constantes cambios. Nadie sabía realmente cuáles eran esos cambios, si habrían sucedido ya o si estaban por venir. Definitivamente, para Jean, aún no habían sucedido, pero no tardarían en acontecer.
Respiró hondo, cerró los ojos, se aferró fuertemente a las asas de la mochila y dio el primer paso. Ya estaba del otro lado, había cruzado el umbral del portón principal. De repente sintió como si una ráfaga de viento fresco le entrase por la frente, directamente a la cavidad craneal, a su propio cerebro. Era una sensación a la que, a pesar de llevar casi trece años sintiendo, no acababa de acostumbrarse. "Buenos días, Jean, y bienvenida a tu nuevo hogar, mi casa y la tuya ahora también, el instituto X para jóvenes dotados" le susurró un eco en el centro de su mente. Esa voz, tan familiar, había sido durante más de una década la única capaz de calmarla, de darle consejo y ayudarla cuando las dudas la acechaban. Era, ahora, la voz de su mentor y mejor amigo, su padre espiritual, Charles Xavier. "Gracias, profesor, me alegro de poder estar aquí. El camino se me ha hecho tan largo… ehm, figuradamente, me refiero… es decir, llevo años esperando esto, no me refería a nada más", intentó parecer calmada. "Sé que Logan no es un hombre de muchas palabras, Jean, pero créeme cuando te digo que le confiaría hasta mi propia vida". Acalorada por el bochorno levantó la mirada rápidamente para descubrir que su protector se había detenido a mirarla y la esperaba con los brazos cruzados. Jamás había deseado tanto que una persona, Logan en ese momento concreto, no tuviese habilidades telepáticas como ella. Habría sido más incómodo aun, si cabía, que hubiese escuchado aquella conversación, aun les quedaba un largo y silencio camino que recorrer hasta la puerta de la mansión.
Unos diez minutos más tarde llegaron a una zona en que los árboles se habrían en una explanada de unos cuantos metros cuadrados de hierba brillante. En el centro se erigía una casona de estilo Tudor, una mezcla de gótico y románico. El edificio parecía un imponente bloque de granito amarillento, con planta en forma de E, como un colosal prisma proyectado a partir de un tridente. Las paredes se elevaban con una decoración casi imperceptible pero sobria y los alargados ventanales, dispuestos en cada pabellón, aumentaban la sensación de que la construcción estaba en constante ascensión. Detrás de esta gran fachada se agrupaban otros edificios de menor medida: un garaje, un par de residencias extras, cocinas, almacenes y otros que nadie parecía saber su uso. También se veían, pero con dificultas, escondidos tras la altura de la mansión, un par de canchas de tenis y unos cuantos jardines de flores.
Antes de llegar a la gran puerta doble de roble había una rotonda y unas escaleras de piedra gastada. Por doquier se podían ver puntos de arbustos bien podados. El olor a hierba, el silencio roto únicamente por el cantar de los pájaros y la cálida luz del sol que indicaba que aún quedaba un rastro de verano parecían endulzar cualquier mal pensamiento, cualquier temor. Jean comenzaba a preguntarse si sus dudas eran infundadas, si aquello que le advertía en lo profundo de su corazón que estaba obrando equivocadamente no era más que los nervios de una nueva etapa.
Sintió una punzada en el aire, la sensación que le oprimía levemente el pecho la obligaba a dirigir su atención hacia arriba. Miró hacia una de las ventanas superiores, cubriéndose el rostro con la mano izquierda para evitar el sol y logró verlo del otro lado, sentado en su silla de ruedas.
Charles Xabier tenía la mirada perdida en el horizonte. Desde la altura del cuarto piso, sin contar los sótanos secretos, podía ver toda la campiña del estado de Nueva York, si se le podía llamar tal, y más allá podía sentir el ajetreo de White Plains a esas horas de la mañana. Lo sentía, a través del silencio de las calles residenciales, en su mente, cada una de las voces que allí reían, gritaban o hablaban simplemente. La señora Hallway comentaba a una de sus camareras la suerte que tendrían ese día, pues el buen tiempo atraería a la gente a comer al restaurant, el señor Dumphrey reía el chiste que el lustrazapatos le acababa de contar mientras este, el joven Daniel Bourbois, pensaba en lo idiotas que eran esos rechonchos y vagos ejecutivos a los que todas las mañanas debía soportar, con las manos llenas de cera y la cara perlada por el sudor. Las mentes y voces de kilómetros a la redonda resonaban en la suya propia, pero Xavier llevaba toda su vida entrenando para soportarlo. La costumbre y su infinita paciencia habían sido importantes también para conseguir mantenerse cuerdo. Solo él, quien había sido durante largos años la mente más poderosa del planeta, podría resistir tal presión, de los sentimientos más intensos, las iras asesinas, las amargas depresiones, los amores rotos de todos los habitantes del condado, mezclados en su cerebro. Gritos de terror, pesadillas, llantos nocturnos, todo era captado por su psique; ese era el precio que debía pagar por su poder. A cambio podía, solo con pensarlo, hacer temblar los mismísimos cimientos de la Tierra. Muchas veces, bajo la ducha o al acabar de acostarse, quedaba absorto imaginando qué hubiese pasado si hubiese sido distinto, si hubiese sido una mala persona, si hubiese elegido la destrucción en lugar de la creación. Entonces, siempre en ese punto, se acordaba de Erik. Si él hubiese sido Erik las cosas habrían sido diferentes, por suerte ni lo era ni lo había seguido. Pero aquello no significaba nada, ni que él fuese buena persona ni lo redimía. Había abandonado a su mejor amigo, a su camarada… a la única persona que había creído amar.
Los años habían pasado, los habían cambiado a todos. Cada uno seguía ahora su camino, a pesar de que sabían, tanto los unos como los otros, que tarde o temprano se volverían a cruzar. Para desgracia de Erik Charles se había adelantado un paso, él tenía a la única persona cuyo poder lo superaba, cuyo poder los superaba a los dos, incluso juntos. Aquella persona estaba allí abajo, esperándolo, mirándolo, la podía sentir, como la había sentido desde el momento en que había sido concebida. La sintió como una llama que quemaba en su interior, Jean Grey, quien lo había desbancado, era ahora la primer mutante, la entidad más poderosa de entre todas las entidades, el arma definitiva. O la cura.
