Disclaimer: Shingeki no Kyojin y sus personajes no me pertenecen

Esta serie de drabbles y one-shots son por motivos del mes Beruani organizado por Maruta. Trataré de abarcar la mayoría de los prompts del mes y trataré de acabarlo en julio, pero no prometo nada porque 30 capítulos puede resultar un poco pesado.

Las historias están todas relacionadas entre sí, son de un mismo marco narrativo, pero no están ordenadas cronológicamente, sino que son pequeñas imágenes en torno a la vida de los protagonistas a lo largo de diferentes etapas de sus nuevas vidas.

Universo alternativo de reencarnación.

¡Gracias por leer! Feliz mes Beruani.


Leche y miel

Prefacio: En aquellos días


"El la estaba esperando con una flor amarilla,

ella lo estaba soñando con la luz en su pupila."

Flores amarillas.


Los girasoles eran una planta fuerte y noble, podrían tener preferencia por algunos tipos de suelo, sin embargo, podían crecer en casi todo tipo de terreno y lo hacían también en casi cualquier época del año siempre que el clima fuese medianamente estable.

Y, sin embargo, a ellos —padre e hija— les gustaba plantar los girasoles pasado un mes después del verano: lo hacían por las mañanas antes de que el sol del mediodía de agosto los abochornase y les impidiese continuar con su tarea. Cuando el calor se volvía insoportable solían meterse a su pequeña casa encima de una colina, él solía servirle sandía congelada y ella la raspaba con una cuchara mientras se sentaba sobre un taburete de la cocina para tratar de sentirse más alta y por ende más cercana a su padre; él tan sólo la observaba con cautela para después ponerse a preparar algo para almorzar. Mantenían las ventanas abiertas y un pequeño ventilador que colgaba del techo; y después de tomar la comida solían dormir durante un par de horas, las más cálidas del día, para después regresar con energías a la faena. Por las tardes, cuando el sol se ocultaba y el pasto se enfriaba continuaban su tarea, continuaban plantando girasoles hasta el anochecer.

Era verano y Annie se esfumaba de la escuela así como de la vida diaria un par de meses; era verano y el calor abrazador los hacía derretirse; era verano y la mejor parte era sumergirse los fines de semana en el río tibio; era verano y nada más existía sino ellos dos sembrando girasoles.

Si su padre le hubiese preguntado cuál era su parte favorita de sembrar las flores, ella quizás le habría dicho que era cosecharlas, recogerlas todas y apilarlas con una soga, prepararlas para comerciarlas y dejar las más preciosas para la casa, hacer eso una y otra vez, y tener la casa llena de flores amarillas, día tras día, al menos por un par de meses. Sin embargo, la verdad era que su parte favorita de sembrar girasoles era poder estar cerca de su padre: arrodillada, manchada de tierra y con las manos y la piel adolorida; porque estando ahí hincada en la tierra que la vio nacer, escarbando en ella y proveyéndola de una nueva y más hermosa gestación, le permitía estar frente a frente con su padre a ella quien desde niña fue de baja estatura. Estar con él, mirarlo y trabajar —a veces sin decir nada— hora tras hora a su lado, sabiendo que le era útil, sabiendo que le era fiel, sabiendo que le era querida: sabiendo, principalmente, que eran tan solo ellos dos y un campo de flores.

No obstante, año tras año, Annie tenía que recordar que no estaban solos, que el mundo —por más que ello le pesase— no se trataba únicamente de su padre y ella. Era por las noches, cuando después de la agobiante faena se sentaba junto a su padre en el pórtico de su casa, echada en una silla ovalada y honda tan solo esperando a que el cansancio y el calor abandonasen su cuerpo para permitirle tomar una cena ligera y dormir plenamente. Sin embargo, cada día su descanso de veía interrumpido por los gritos de un grupo de niños que chapoteaban y revoloteaban en el río cercano: Reiner, Bertholdt, Pieck y los hermanos Galliard. Eran los niños de ese pequeño poblado campestre y aunque eran básicamente de su edad no solían generarle a Annie el menor interés. Asistía con ellos a la escuela rural y ubicaba a cada uno de ellos así como a sus familias, pero no es como si le generasen un interés particular, no es como si quisiese estar con alguno de ellos. Sin embargo, era precisamente ahí —en las noches de verano— cuando sentía que podría patearles el trasero a muchos de ellos. Porque era después de la siembra, cuando el sol caía y el cielo se oscurecía, cuando la luna y las estrellas brillaban por encima y las luciérnagas danzaban por debajo, que Annie no desearía otra cosa sino zambullirse en el agua fría del río de su pueblo, ir con su padre, quitarse toda la ropa y tirarse en el agua un rato mientras él la esperaría a un lado, pescando o leyendo; refrescarse con la belleza nocturna del campo que la vio crecer como único testigo clemente. Pero no podía, ¡no podía, no podía, no podía!... tan solo podía hacerlo a veces, algunos fines de semana y por el día, cuando su padre iba por algunos peces, cuando el agua estaba tibia y el sol la calentaba por encima, cuando las señoras lavaban y los niños correteaban por ahí, cuando se sumergía en camiseta y pantalones cortos y todos eran testigos de cómo sus anhelos le eran robados. Porque por las noches de entresemana no podía: por las noches su papá estaba demasiado cansado, por las noches nadie la acompañaba, por las noches Reiner gritaba como loco peleando en el agua contra los hermanos Galliard, chapoteando y haciendo escándalo. Por las noches no podía estar sola con su padre, oh, y cómo hubiese querido estarlo. No había nada que Annie detestase más durante el mes de agosto.

Pese a todo ello, la rubia jamás pensó que tendría que cruzarse con esa panda de niños durante el verano: pensaba que quizá los cruzaría de lejos, o pasarían corriendo frente a su casa cuando su padre no los notase, que sería así y que los tendría de frente sólo al finalizar el verano cuando volviesen a clases, sin embargo, hubo un año que no fue así…

Hubo un año en que su padre la abandonó después de sembrar girasoles por la mañana, diciendo que tenía un asunto urgente por hacer y dejándole tan sólo un emparedado de mantequilla de cacahuate y ninguna sandía congelada. Y ella, con tan solo nueve años de edad asintió con mucha madurez y entereza, quedándose sentada frente a la mesa, durmiéndose un par de horas y poniéndose de pie puntualmente como si llevase un despertador interno. Esa tarde su padre no regresó y ella salió de su casa para seguir sembrando flores, y como su padre tampoco la alcanzó en ese transcurso decidió que lo más normal sería que ella sembrase la cantidad de ambos y así lo hizo, porque era lo único que sabía hacer, porque era lo que creía correcto hacer.

Aquel día, cuando el sol cayó Annie ya había terminado su trabajo y su padre no había llegado. Y para cuando la noche hubo cubierto su pueblo natal ella tan solo estaba sentada en un escalón de su pórtico, con las manos enredadas en su vestido naranja de primavera totalmente cubierto por tierra, su cabello rubio revuelto y su mirada baja. Tan solo estaba allí, esperando, y cuando menos lo hubo esperado comenzó a oír pasos… sin embargo, Annie era inteligente y cautelosa y sabía mejor que nadie que esos pasos no eran de su padre: eran pequeños, rápidos y venían en par, y sin que ni siquiera hubiese podido impedirlo Reiner y Bertholdt habían llegado a su pequeño hogar.

Annie tan solo los miró, mantuvo su expresión seria y antes de que ella lo notase su ceño ya había comenzado a fruncirse.

—¡Hey, Annie! —la llamó Reiner conforme la fue divisando en la entrada de su casa.

La rubia afiló su mirada ante el niño ligeramente regordete acompañado por su siempre leal amigo más alto que caminaba detrás de él.

—Pensamos que estarías aquí… —le dijo apresurado mientras junto a su amigo se acercaban a donde ella estaba sentada en el escalón.

—Hubo algunos problemas con el comercio de la zona —comenzó a decirle Reiner con calma, asumiendo un papel conciliador— los adultos tuvieron que ir a arreglarlo y no han regresado a la villa. Tu padre está con ellos, pero todos volverán pronto. No hay de qué preocuparse, Annie.

La rubia tan solo arqueó una ceja.

—La nueva novia del papá de Pieck preparó algo de comida para nosotros los niños, te estábamos buscando desde la tarde, ven con nosotros.

Annie tan solo lo miró poniendo una expresión de fastidio para después volver a perderse en el horizonte de su campo de girasoles.

—Hey, ¡Annie, vamos!

—Ya comí. —le respondió sin siquiera prestarle atención, recordando el emparedado que había tomado esa mañana.

—¡Pero Annie…! —y justo cuando Reiner iba a comenzar un alboroto, sintió la mano suave pero firme que lo tomó detrás de él, y al voltear se encontró con la mirada de su buen amigo Bertholdt que le dijo que no la molestase más.

—No quiere comer… —susurró el castaño con voz bajita y ninguno dijo más.

Reiner los miró a ambos no comprendiéndolos por un instante, no entendiendo qué querían hacer entonces, mantuvo una expresión frustrada para, momentos después, hacer lo que él creía que Bertholdt quería hacer: ir a sentarse a un lado de la arisca hija del señor Leonhardt y jalar a Bert para que él se sentase al otro lado, ambos junto a ella en el segundo peldaño del pórtico de su casa. Y Reiner no necesitó siquiera alzar mucho la vista para poder ver el rostro sonrojado en su amigo.

Y como Annie no dijo nada, ninguno de ellos tampoco lo hizo. Permanecieron juntos en el silencio de la naturaleza nocturna: las luciérnagas revoloteando, los grillos y las ranas cantando y el correr de un río vacío de jovenzuelos.

Y entonces, estando ahí solos los tres después de un rato, Bertholdt se permitió mirar un rato a Annie con una expresión angustiosa, armándose de valor después de un rato para tomar la cantimplora de su pecho y ofrecérsela a la rubia más pequeña señalando sus manos unidas sobre su vestido sucio.

Annie lo miró con incomprensión y hasta con una expresión molesta y Reiner también lo mira no entendiendo qué rayos pasa.

—Las manos de Annie —les dijo él en un susurro que armonizó con el resto de la naturaleza y fue entonces que Reiner abrió los ojos con un suspiro de sorpresa y la expresión de Annie se tornó levemente asustada cuando ambos repararon en las manos totalmente heridas y sucias por tanto sembrar de la chica.

Reiner la miró con el ceño levemente fruncido, pensando cómo rayos pudo haber sido capaz de haber trabajado tanto y de no haberse dado cuenta de lo lastimada que estaba, sin embargo, negó levemente al instante y sin más tomó la garrafa de las manos de Bertholdt, rociándola sobre las manos de la rubia cuya expresión se crispó un poco ante el contacto—. ¡Annie! Debes tener más cuidado, podría infectarse por toda la tierra.

Más Annie no le respondió, limitándose a alejarse de él recorriéndose hacia el otro lado —ocasionando que esto hiciese que se pegase más hacia un sonrojado Bert— y comenzó a limpiarse ella misma, cuestionándose mientras lo hacía cómo rayos en medio de la oscuridad el castaño había notado ese pequeño detalle que ni ella ni Reiner habían visto.

El rubio tan solo miró a su mejor amigo y el modo en que su vista no se separa de otra parte del cuerpo de la rubia, comprendiendo negó levemente ante la pasividad de Bertholdt— Tus rodillas —le dijo con la voz seria, haciéndole notar lo que su amigo había visto, y ella cayó en cuenta de que también sus rodillas estaban lastimadas por haber pasado tanto tiempo en la tierra.

Annie se echó agua negando para sí misma. No era como si no se lastimase a menudo, no era como si sembrar no dejase sus rastros, después de todo eran niños del campo y estaban acostumbrados a ello. Sin embargo, lo que resaltaba era que sus heridas eran más profundas que de costumbre y por esperar a su padre no había reparado en ello.

Annie terminó después de un rato, y no sabiendo qué hacer se limitó a cerrar la cantimplora y estirando su mano a la izquierda se la entregó a Bertholdt sobre sus piernas. Él la miró y asintió.

Reiner notó el nerviosismo de su amigo. —Iré a encender la luz de tu casa, Annie. Que de no ser por la noche con luna esto estaría en verdad oscuro. —Y como si nada se metió por el pórtico como si se tratase de su propio hogar, entrando por la puerta de madera abierta para buscar los interruptores de la luz, y quedándose más bien en casa de Annie para así tener una buena vista y prestar atención a lo que su mejor amigo y la chica arisca estaban haciendo.

Y, sin embargo, no es como si fuesen a hacer la gran cosa, pues en aquel entonces eran tan solo un par de niños: dos niños sin conocimiento ni culpa de nada, sin intenciones más allá de sí mismos, que se quedaron mirándose un instante para después perder su mirada en la inmensidad abrumadora del cielo estrellado, preguntándose —tan solo por un momento— qué sería de ellos y de aquellos a quienes consideraban su familia, ¿estarían a salvo?

—¡Hey, Annie! ¡He regresado!

Fue hasta después de un rato, más entrada la noche, que el señor Leonhardt apareció colina arriba, con dirección al hogar que compartía con su única hija. La conocía lo suficiente como para saber que no estaría dormida, sino que estaría esperándolo en casa… sin embargo, lo que el señor Leonhardt no esperaba en lo absoluto era encontrar a su hija sentada en el pórtico de la casa al lado de Bertholdt Hoover, ambos misteriosamente cercanos. El hombre mayor arqueó una ceja al respecto.

—¿Annie…? ¿Bertholdt?

Y una vez más en la noche, fue el turno de Bertholdt de sonrojarse completamente, esta vez sintiéndose completamente acorralado y angustiado—. ¡S-Señor Leonhardt…! Y-Yo… Y-Yo… A-Annie… Y-Yo…

—¿Sí, Bertholdt?

—¡Señor Leonhardt! —y como el héroe que aspiraba a ser esta vez fue el turno de Reiner de salir corriendo de la casa ajena y de un salto posicionarse al lado de su mejor amigo.

—¿Reiner Braun? —Y el hombre mayor abrió más los ojos con sorpresa, no sólo había encontrado a su solitaria hijita cotilleando con un muchacho, sino que otro salía como vándalo de su propia casa.

—Sí, señor Leonhardt. —Habló el rubio manteniéndose firme al lado del castaño—. Venimos a hacerle compañía a Annie—. La nueva madre de Pie… quiero decir, la nueva novia del padre de Pieck hizo comida para los niños, pero como Annie dijo que ya había comido nos quedamos a hacerle compañía.

—Es cierto, papá. —Le dijo la chica rodando los ojos.

—Ya veo… —respondió el hombre mayor mirando con suspicacia a los dos jóvenes frente a él. Reiner y Bertholdt eran más o menos de la edad de su hija al igual que otros chicos de la villa, sin embargo, Annie mantenía poca relación con ellos. El hombre mayor los conocía pues los había visto crecer en la aldea, sabía que Reiner era molestado por los hijos de los Galliard y que no era muy talentoso a diferencia de, por ejemplo, su hija Annie; sabía también que aunque entre los niños de la edad había una amistad, entre Reiner y Bertholdt había un cariño más intenso, pues el castaño solía seguir con lealtad al rubio por encima de todos los demás. Leonhardt negó con la cabeza y con un suspiro pasó por delante de los niños para dirigirse a su casa— De acuerdo, ¿quién tiene hambre?

Y Reiner lo miró satisfecho y Bertholdt apenado, sin embargo, ambos niños aceptaron entrar a la casa para cenar panqueques con miel, zumo de naranja y leche fresca: el desayuno pero de noche, ¡el favorito de Reiner! Los dos muchachitos comieron felices, después de todo nadie le decía que no al desayuno de noche, y la mayoría de sus vecinos no contaban con el privilegio de ser invitados a casa del señor Leonhardt. Annie tan sólo los miró con curiosidad para después sentarse entre Bertholdt y su padre y engullir su cena, estaba callada, sin embargo, había una inesperada calidez reconfortante dentro de su ser: había algo bueno dentro de todo eso, había algo bueno en estar así, estar juntos y estar bien.

Y cómo aunque era de noche permanecía el aire tibio de agosto, el señor Leonhardt le ofreció al trío sandías congeladas y tres cucharas, ¡y todos dijeron que sí! Reiner y Bert probablemente más contentos que la rubia, porque nadie decía que no a las sandías congeladas del señor Leonhardt, y porque además —con excepción de la propia Annie— eran los primeros niños en la historia del mundo en tener una de éstas, muchas veces algunas mamás del grupo de amigos habían intentado prepararles unas iguales, sin embargo, esa noche Reiner y Bertholdt comprobaron que en verdad las del señor Leonhardt eran las mejores.

En esa noche de estío los tres muchachitos se sentaron frente a la casa de los Leonhardt a comer sandías congeladas. Y Annie no pudo sino pensar que había algo de trágico y cruel en todo ello, que estar con Reiner y con Bertholdt le producía una sensación de melancolía y desolación. Y ella, siendo tan solo una niña, no podía sino detestar sentirse así, detestar con todas sus fuerzas aquella tristeza y desesperanza que a veces la agobiaba sin saber el porqué. No sabía más, no entendía qué pasaba y por qué a veces tenía tanto miedo, tan solo sabía que mientras tuviese a su padre y mientras tuviese el verano, entonces todo estaría bien.

Y frente a ellos un campo de flores amarillas, y Bertholdt no pudo sino pensar que cada una de éstas era tan bonita como Annie.


¡Gracias por leer!

Apailana*