De aullidos y licántropos

Terry creía que la noche no era apropiada para verse a solas con Candy en lo que ella llamaba "la segunda colina de Pony". Pero, como eran tan limitadas las veces que se veían, ignoró sus malos presentimientos y se dio a la tarea de escaparse del dormitorio del colegio y llegar lo antes posible. Los encuentros con ella siempre le dejaban un buen sabor en la boca.

Candy lo estaba esperando hacía buen rato. La rubia lo recibió con un beso apasionado. Los brazos de él la atrajeron completamente hacia ella y la luna llena salía pasmosa, como si fuera la primera vez que brillara tanto; soberbia, como si fuera la diosa de la Vía Láctea.

Mientras Candy se perdía en la pasión detrás del beso, Terry se sentía incómodo. Tenía ganas de rascarse y así lo hizo con la mano izquierda. La picazón era insoportable, también tenía ganas de morderla. La chica comenzó a notar su extraño comportamiento y se despegó asustada.

-¿Me puedes decir qué te pasa?

-Nada… Te juro que nada. –Terry trató de ignorar la molestia que sentía.- Ven acá, mono pecoso.

Y, así, nuevamente la tomó entre sus brazos y la besó apasionadamente. Luchó consigo mismo para ignorar la incomodidad que sentía. Sin embargo, era más fuerte que él. Los orificios de la nariz se abrieron y respiraba más fuertemente. Apretaba los brazos de ella con sus manos. Abrió los ojos y la luz de la luna dilató sus pupilas. Le dieron ganas de morder y así lo hizo con un mordisco tan fuerte que Candy reaccionó airada.

-¿Por qué me muerdes así? –gritó.

-No lo sé –dijo con rabia.- ¡No lo sé! –esta vez gritó y se fue corriendo frenético entre los árboles del bosque, que circundaban el colegio.

-¡Que estúpido eres, Terry Granchester! –se escuchó el reclamo de la rubia, mientras volvía a su dormitorio y a lo lejos se escuchaba el aullido de un lobo…