Cómplices

Volaremos amor, en el sueño mayor hasta el borde del sol

Llevaremos un mar y un diluvio de sombras solos tú y yo

Abracémonos más, y una nube de paz quedará para siempre

Quédate, mi cómplice

(Cómplices, Alberto Plaza)

En la sala de una gran mansión en Chicago, dos amigas se juntaban a conversar, como era su costumbre, semana tras semana. Se conocían de toda la vida, por lo que su amistad era lo bastante sólida para saber cada detalle de la otra.

La morena, de cabello largo y lacio, observaba atentamente a la mujer vestida de enfermera, sentada frente a ella. Desde que había entrado en la casa sólo había visto sonrisas y oído peticiones de ella hacia y desde la gente del servicio. Cuando finalmente se sentó, la morena la miró detenidamente.

¿Cómo haces Candy para coordinar tantas cosas a la vez?

¿La verdad? Ya estoy acostumbrada Annie, en el hospital atiendo a varios pacientes, no sólo a uno, al final es práctica.

Todavía con uniforme, ¿vienes llegando?

¡Oh no!, hoy me toca un turno de noche, si tengo suerte veré a Albert antes de irme.

A veces te envidio, Albert respeta tu profesión, es maravilloso. Yo he pensado en hacer otras cosas, pero no sé si a Archie le agrade la idea.

¿Le preguntaste?

No, él cree que yo estoy bien en casa, ordenando la vida normal, cabalgando, saliendo de compras, tomando té con la tía Elroy. Un suspiro cortó la enumeración de actividades. Lo cierto es que me aburro, ¡mi vida es monótona! Se largó a reír.

Las carcajadas retumbaron en la sala. Por la puerta se asomaron unos mechones rubios que cubrían unos impacientes ojos azules.

Veo que tienen una agradable charla.

¡Albert!, Candy se levantó de un salto y aterrizó en los brazos del hombre. Lo besó con ternura en los labios. Alcanzaste a llegar.

No dejaría que mi bella esposa trabaje toda la noche, sin verla antes.

¿Quieres té? Tenemos galletas y dulces recién salidos del horno.

No quiero interrumpir el espacio de confidencias. Además tengo una serie de papeles que revisar, estaré en la biblioteca.

El hombre tomó un par de galletas, besó la frente de la chica y se despidió. Ambas mujeres lo vieron desaparecer tan rápido como había llegado. Annie miró a su amiga y reiteró:

Te envidio Candy, tienes mucha suerte de tener a Albert, es comprensivo, agradable, está loco por ti…

¡Y es tan guapo! Agregó su amiga

No más que Archie, mi Archie es un adonis.

Casi una hora más tarde Annie se marchó y Candy se deslizó silenciosamente en la biblioteca. En el escritorio estaba Albert con los ojos cerrados y los codos en la superficie.

Ya sé que es hora de irnos, pero hoy no quiero dejarte. ¿No puedes decir que está enferma?

Cariño no, no hay quien me cubra. No sería correcto de mi parte avisar a última hora; además te veré mañana, tranquilo. Lo abrazó y besó sus mejillas. ¿Desayunarás conmigo?

Por supuesto.

Entonces vámonos.

No, aún no, tengo que decirte algo. Su mirada era seria, suspiró, luego tomó aire y finalmente habló. Viajo a Europa por un mes.

"Un mes" el cerebro de Candy sacaba cálculos, un mes en Europa, dos ó tres semanas de ida, lo mismo de regreso. Total, dos a tres meses sin Albert, mucho tiempo.

¿Es necesario? Hay guerra en Europa, ¿vas con George?

Sí, es necesario, partiremos con George en dos semanas. La chica se sentó en sus piernas, lo besó y guiñando un ojo le comentó.

Entonces, tendré que aprovechar estas dos semanas.

Mientras tomaba un descanso, la rubia pensaba en el viaje de Albert. Podría acompañarlo, pero la última vez se había aburrido y terminó comprando demasiados regalos para los niños del Hogar, tantos que no cabían en el coche que los llevó al puerto. Albert había reído mucho con el suceso y aunque prometió más tiempo para el próximo viaje, la chica sabía que eso era difícil, pues siempre le llenaban la agenda con reuniones.

"Ánimo, son sólo dos ó tres meses", se dijo a sí misma, con la cantidad de trabajo que tenían en el último tiempo, los días se le harían cortos.

La noche estuvo tranquila y en la mañana junto con revisar a sus pacientes – una veintena de niños de cinco y seis años – repartir remedios y dar desayunos, se sintió mejor.

En la puerta del hospital la esperaba un coche, una nota y una rosa blanca. "Buenos días linda, espero hayas tenido una jornada fácil. Lamento no acompañarte al desayuno, tuve un imprevisto, pero te veré al almuerzo en nuestro rincón favorito. Te amo. A."

La joven suspiró y se concentró en lo agradable que sería sumergirse en una tina con agua caliente y sales aromáticas y dormir. Apenas llegó a la mansión se encerró en el baño y salió cuando el agua de la tina ya estaba fría. Se vistió y se recostó sobre la cama; allí la encontró Dorothy que la cubrió con una manta y esperó que el reloj marcara la hora del almuerzo para despertarla.

- Candy despierta, el señor Albert te está esperando, le tocó el hombro, la joven gruñó y se dio vuelta. Dorothy insistió.

- Vamos Candy, el señor Albert te espera. Un ojo verde la miró. Dorothy reiteró sus palabras y Candy abrió ambos ojos.

- ¿Qué hora es? Bostezó.

- Las dos de la tarde, si sigues allí terminarán cenando con el señor y hoy están invitados donde la señora Annie.

- ¡Las dos! Albert ya debe estar en la casita. La rubia se levantó y salió corriendo. Tras ella, Dorothy con unos zapatos en la mano, la llamaba.

- Candy, Candy, espera tus zapatos.

- Voy atrasada, espero mi auto esté listo. De pronto se detuvo en seco. Dorothy se acercaba sin aliento con los zapatos. ¡Mis zapatos! Y corrió de regreso hacia la mansión, Dorothy sólo pudo suspirar.

La casita del bosque (pues la mansión era enorme y ese cúmulo de árboles parecía bosque) era el refugio de Albert, la había mandado a construir tras hacerse cargo de la familia y ver limitados sus viajes a Lakewood. En esta casita, el hombre se encerraba para descansar, disfrutar la naturaleza y olvidarse del mundo. Desde su noviazgo con Candy, también se había convertido en su mundo privado, el espacio de calma y mayor intimidad que podían tener. Cada vez que Candy tenía un turno de noche, Albert la esperaba para desayunar en el lugar.

Mientras se servía una copa de vino miró el reloj, las dos con diez. Candy se demoraba, seguro se habría dormido. ¡Es tan dormilona! Varias veces le había costado regañinas por la jefa de enfermeras por llegar tarde, no importaba cuando comenzara a despertarla, que saliera de la cama era toda una proeza.

Sintió el motor de un auto y salió. Del vehículo se bajó una rubia despeinada con un zapato en un pie y otro en la mano. No sabía si reír o darle un beso. Optó por la segunda alternativa, la chica lo miró.

Está bien, puedes reírte, me quedé dormida. Dorothy me despertó y me persiguió con los zapatos, sino habría llegado descalza. Las carcajadas de Albert podrían haberse escuchado desde la mansión.

Nunca cambiarás mi pequeña dormilona, musitó sobre sus rizos.

Si cambiara no sería yo.

¿Tienes hambre?, ¿desayunaste algo?

No como nada desde anoche, se me pasó volando el turno.

Entonces almorcemos ya, hay una gran torta de chocolate esperándote. Y… yo también, hoy no tengo reuniones en la tarde.

La chica lo besó con pasión, cómo le gustaban las ocasiones en que sólo eran Albert y Candy, sin reuniones, ni fiestas, ni tés a los cuales asistir.

El almuerzo transcurrió tranquilamente entre conversaciones, bromas y risas. Finalmente, frente a los ojos de la rubia apareció una torta de chocolate con pintas de crema. La joven sonreía mientras devoraba un trozo tras otro, su boca estaba rodeada de un aura café y el hombre reía, divertido de la escena.

Cariño, creo que puedes dejar torta, nadie la tocará.

¿Seguro?

Completamente. Acercó un dedo hacia la comisura de sus labios, recogió una pequeña porción de betún y se llevó el dedo a su boca. Tienes razón, está fenomenal, pero no mejor que tú, le guiñó un ojo.

Jajaja, las cosas que dices. Se sentó en sus rodillas, recostó la cabeza en su pecho y lo abrazó.

Te extrañaré.

Yo también, pero prometo regresar pronto.

Más te vale William Albert Andrew o iré a buscarte.

Él la besó y ella se dejó regalonear, besar y abrazar, hundió su rostro en ese pecho masculino y jugando con sus manos se entretuvo en abrir lentamente los botones de su camisa. Mientras, los tirantes de su vestido se deslizaban lentamente y sus hombros recibían un cúmulo de besos que reconocían cada centímetro de su piel. La mujer cerró los ojos y se abrazó con todo su ser al hombre que adoraba.

Las estrellas se veían desde la ventana de la cabaña cuando la blonda abrió los ojos, una flor paseaba por su frente.

Buenas noches bella durmiente.

Buenas noches amor, ¿qué hora es?

Las ocho y media.

¡Las ocho y media!, estamos atrasados, salió de la cama y empezó a

vestirse rápidamente. Albert la miraba sonriendo, mientras veía como trataba de abrochar la espalda del vestido. Se acercó para ayudarla.

Tranquila, llamé a Archie y le dije que estabas muy cansada del turno y

aún dormías.

Pero Albert no estoy tan cansada y no importa.

¿Cómo no importa? Hoy no tomaste desayuno, te quedaste dormida

hasta para almorzar conmigo y todavía tienes ojeras. Mejor duerme, mañana tienes que levantarte temprano - el estómago de Candy gruñó como respuesta – quizás sea mejor que cenemos algo antes que vuelvas a dormir.

Faltaban apenas unas horas para que Albert embarcara. Candy contaba los minutos para terminar el turno. Apenas el reloj marcó las ocho, la rubia desapareció rauda del hospital rumbo a la mansión. En el comedor, solo, estaba Albert sirviéndose el primer café de la mañana. Sus valijas estaban en el auto y el esquema de trabajo, junto con el itinerario lo tenía prácticamente memorizado.

Candy entró corriendo a la habitación, cada minuto, cada segundo, importaba. Se quedó perpleja en la puerta cuando lo vio leyendo calmadamente el periódico, como si fuera un día común de la semana. Pero no lo era, él se iba por un tiempo largo, a una zona donde aún había guerra y el peligro era inminente. Ante el sonido de la puerta, Albert levantó la cabeza.

Cariño buenos días, pensé que no alcanzaría a verte.

¿Crees que te dejaría marchar sin despedirme? Te escribiré todos los días.

Yo también, vamos siéntate y desayuna conmigo, falta para la hora de zarpar. ¿Cómo estuvo tú noche?

Relativamente tranquila, llegó un joven desde uno de los barcos de la armada, ¡pobre! Perdió una pierna y lo trasladaron porque su familia está acá. Está deprimido e irritable, lo sedamos para que durmiera. ¿Crees que esta guerra terminará algún día? Es terrible, sólo ha traído tristezas, dolor y muerte. Albert tomó su mano y la miró.

Esperemos que así sea, este conflicto tiene que terminar, ten fe.

El momento de despedirse había llegado. En el puerto estaban los rubios, Annie, Archie y Dorothy (para despedir a George) Tras las últimas recomendaciones a su sobrino, Albert abrazó a su mujer y le pidió que no trabajara mucho durante su ausencia; ella le solicitó cuidarse mucho y volver pronto. Tras un largo beso y apretado abrazo, Albert se embarcó.