Perdóname
Regresó agotado, física y emocionalmente. El último enfrentamiento en du oficina había sido devastador, palabras que no deberían haber sido dichas salieron de ambas bocas y sellaron sus destinos.
Se acercó a la mesita de licores de su despacho y se sirvió una copa, bebió un sorbo sintiendo como éste quemaba su garganta, lágrimas silenciosas se deslizaban por sus mejillas, en la casa sólo había silencio.
Aventó el vaso hacia la chimenea apagada cubierta de cenizas, así como él apagado, lleno de rabia y dolor.
Maldita sea, te he amado toda mi vida y ¿así me pagas?
Un grito desgarrador proveniente de lo más profundo de su ser irrumpió el
silencio de la casa.
Pasó toda una semana, lenta, triste, difícil de encarar. No habló con nadie, apenas y consigo mismo; las palabras de su mejor amigo fueron al viento, ni siquiera él pudo ablandarlo recordándole que sus hijas lo necesitaban.
Quiero estar solo – fue la única frase que salió de sus labios.
Su despacho se convirtió en su habitación y aún así le penaba su presencia,
la sentía en cada rincón de la casa, la olía en sus ropas, la escuchaba reír cada vez que el viento se colaba por la ventana, la veía recolectar flores en el jardín, las mismas que luego perfumaban su despacho y la cama de sus hijas.
Lloró como nunca en su vida, por el presente, el pasado y el futuro. Por los silencios, los gritos, las pérdidas y reencuentros que ahora lo torturaban.
Era tarde y llovía, ese día estaba a tono con él, gris, frío, igual que su alama y lluvioso como las múltiples lágrimas derramadas.
Un rayo iluminó la estancia, él paseaba por el vestíbulo a oscuras como una sombra. Se acercó a cerrar una ventana abierta por una fuerte ráfaga y al volver la vio.
En el umbral, apenas iluminada por la luna, con una notoria delgadez estaba ella, el rostro pálido lo miraba temblorosa. Creyendo que alucinaba, cerró los ojos y manoteó el aire.
Vete, no quiero verte.
Pero al abrir los ojos ahí estaba y lo miraba ansiosa, ¿preocupada? Se acercó
y alargó el brazo para deshacer la imagen; entonces sintió su suave piel y sus lágrimas mojaron sus manos.
- Eres tú – Ella asintió con la cabeza.
- Eres tú.
La rodeó con sus brazos, aprisionándola contra su cuerpo, como temiendo que desapareciera. Ella rodeó su cintura con sus brazos y levantó su rostro para mirarlo.
Perdóname.
Perdóname tú.
El bajó su rostro para besarla y reconocer esos labios como el néctar que lo
mantenía vivo, ella reclamó los de él como su propiedad más preciada.
Tras un largo rato de reconocimiento mutuo, él la guió hacia el despacho, la sentó en un sofá y se arrodilló frente a ella. Tomó sus manos y las cubrió con las suyas, sus dedos largos y delgados delinearon los de ella. Besó sus nudillos y se disculpó una vez más.
Lo lamento, dije cosas que no debí.
Yo también.
Ella se lanzó a sus brazos, desestabilizándolo y cayendo ambos.
Te he extrañado tanto.
Y yo a ti.
Ella lo cubrió de besos, que él respondió con dedicación y esmero; ambos
Cuerpos buscaban reconocerse y el gran sofá era lo suficientemente cómodo para demostrarlo.
La noche fue interrumpida por un fuerte relámpago y él abrió los ojos, algo se movía.
Entre sus brazos, la mujer de sus sueños temblaba. Nunca le habían gustado las tormentas y los relámpagos la asustaban, todavía lo buscaba para refugiarse.
- Shhh, tranquila, estoy aquí – susurró en su oído y ella se relajó, la apretó un poco más contra sí y se acurrucó.
Cota
