Aunque las cosas cada vez iban de mal en peor, el Bosque de la Canción Eterna aún era uno de los pocos lugares donde permanecían vivos los animales autóctonos en mayor número que los monstruos y aberraciones. Su espesura además era una gran ayuda para el cazador felino que en pleno día se agazapaba tras unos matorrales acechando a su presa: un vulgar conejo.
Era una presa demasiado pequeña para saciar su hambre, pero tampoco podía cazar otra cosa. Sería demasiado pedir que encima de tener que soportar las presiones de la existencia cada vez más numerosa de los monstruos, las presas fueran más grandes.
El conejo andaba de aquí para allá, en círculos y sin alejarse demasiado de su cazador sin saberlo. Era joven, por lo que se divertía jugando con la nada, dando saltos y revolcándose entre la hierba. No le preocupaba en absoluto aquellos amarillentos ojos de pupilas rasgadas que le observaban sin perder el más mínimo detalle, aguardando...
Su espera se vio pronto recompensada. La criatura le dio la espalda, jugando con una mariposa que revoloteó cerca de su hocico. Lo cuartos traseros del felino se removieron y en el tiempo que dura un parpadeo, se lanzó a por su presa.
Fue una muerte rápida; tanto que el conejo no se dio cuenta de nada hasta que no fue demasiado tarde. Una dentellada basto para acabar con su vida. El felino removió con una de las zarpas el cuerpo inmóvil del animal para comprobarlo: otro trabajo bien hecho. Ahora ya tenía algo con que regresar.
Cogió el animal muerto con las fauces y se dispuso a marcharse, hasta que gracias a sus agudo oído escuchó un leve movimiento a pocos metros de distancia. Algo o alguien andaba entre los arbustos.
Dejó el cadáver del conejo en el suelo y dobló las puntiagudas orejas hacia atrás para escuchar mejor, enseñando los colmillos como advertencia. El movimiento se detuvo cuando escuchó su gruñido, pero una punzante sensación en la nuca le advertía que estaban mirando. Rastreó a su alrededor con los ojos hasta que descubrió un arco apuntándole a su lado, guarecido entre los matorrales. La flecha subía y bajaba a causa de los temblores casi enfermizos del arco, por lo que cualquier miedo que pudiera haber despertado en el felino se esfumó. ¿Cómo iba a acertarle así?
Ahora que lo tenía localizado, solo quedaba quitarlo de en medio y que dejara de molestar. Un buen susto valdría. No había nadie más en las cercanías, por lo que el felino sabía que no se trataba de una patrulla. Con la misma rapidez con la que atacó al conejo, se deslizó entre los arboles desapareciendo del campo visual de su atacante, mas no se marchó. Acechó, esperando cualquier descuido. Descuido que no tardó en hacer acto de presencia, al salir su atacante del escondite y acercarse a la criatura asesinada.
El felino lo estudió con atención antes de lanzarse a la carga: sus orejas puntiagudas, sus ojos totalmente verdes y su rostro atemporal le hicieron saber que se trataba de un elfo de sangre. Joven, a juzgar por su poca destreza. Seguramente habría ido allí para cazar algo y le había visto.
Pues no iba a dejar que ese novato se llevase su comida.
Repitió la misma táctica que usó con el conejo: se lanzó en un gran salto sobre él y le dio una dentellada en el brazo. El joven no opuso mucha resistencia: estaba sorprendido. La visión de la sangre, de su propia sangre escurriéndose por su brazo hasta llegar a la boca de la fiera fue la que le instó a actuar. Se defendió con puños y patadas que el animal recibía sin inmutarse. Su piel era tan dura y resistente que ni cosquillas le hacía.
Durante el ataque, el arco del joven elfo cayó al suelo. Lo descubrió a pocos centímetros de él, entre la hierba. Intentó alcanzarlo, pero el felino arrastró su cuerpo para alejarlo, leyendo sus intenciones. Se resistió con todas sus fuerzas, pero en su mente ya había aceptado el hecho de que acabaría con su vida, y sus frustrados ataques no hacían más que confirmar esa idea. Se agobió de tal forma, sentía tal dolor en el brazo y en su alma, que empezó a perder la consciencia. Así al menos, pensó, no le dolería.
Los ruidos empezaron a apagarse y sus ojos a medio cerrarse, pero tuvo tiempo de escuchar una llamada. Una voz suave y a la vez firme de un hombre que apareció en el claro en el que se encontraban. Solo podía verle los pies, calzado con unas botas de cuero. Repitió aquella palabra en tono autoritario:
- ¡Lethe!
El brazo lo tenía insensible, por lo que se percató de que la criatura le había soltado hasta que no la vio caminar hasta el otro hombre, pasando por delante de él.¡Iba a atacarle a él también! Quiso advertirle, gritarle que huyera, pero las fuerzas terminaron de abandonarle...
