Capítulo 1

—¡Me gusta que las chicas se defiendan! —En su mirada apareció un destello del placer que adivinaba en la batalla, en la conquista, en el sitio. No quería entregarme a ella y, sin embargo, mi cuerpo entero se moría por acariciarla y por recibir sus caricias—. ¡Vamos, dime otra vez que no quieres, que me odias! —Se echó a reír. Su risa era cínica y provocativa.

R: ¡Te odio! —grité.

Era la verdad, pero eso no impedía que me consumiera de deseo. Y me odiaba a mí misma por obedecer su voluntad. Lo que menos deseaba era complacerla. Su deseo era cada vez más y más intenso. Cuando se acercó a mí, sus ojos centellearon. Separó los labios y vi el brillo de sus dientes. Sacudí la cabeza de un lado a otro, con la intención de zafarme de ella, pero la mujer me empujó contra la pared y me sujetó las muñecas con fuerza.

R: ¡No, no quiero, así no! -No me soltó, pero inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—Eso es, defiéndete. Me encanta. —En su voz ronca se adivinaba la excitación.

Tensé el cuerpo y ella, rápida como el rayo, aprovechó la ocasión para plantarme un beso en los labios e intentar abrirse camino con la lengua entre mis dientes apretados. Me empujaba contra la pared con todo el cuerpo.

No me quedó más remedio que abrir la boca para coger aire y fue entonces cuando ella me penetró con la lengua, cuando se apoderó de mí. La pasión y el placer casi me hicieron perder el conocimiento, aunque también noté las náuseas que me subían desde el estómago hasta la garganta. Le di un mordisco y ella apartó rápidamente la cabeza, pero no me soltó las muñecas. Sus manos me apretaban con la misma fuerza que unas esposas. Tuve la sensación de que no era la primera vez que hacía aquello, de que ya estaba acostumbrada.

Me observó con una mirada feroz, mientras se limpiaba con la lengua una gota de sangre del labio. Me resultaba imposible librarme de aquella mirada.

—Eres una gatita muy mala... A ver si al final va a resultar que me he equivocado contigo. Pensaba que eras una burguesita aburrida, de esas que lo único que hacen es tumbarse y abrirse de piernas...

Vi un destello de esperanza.

R: ¡Sí, sí, eso es lo que soy, un burguesita aburrida! —A lo mejor así conseguía que me dejara en paz, pensé.

—No, no, no. —Se echó a reír de nuevo, con la voz ronca por el deseo—. Ahora ya es demasiado tarde. Te he calado. Lo estás deseando. Quieres sentir miedo y dolor porque eso te excita.

¡Admítelo! —Seguía sujetándome las muñecas con fuerza. Me estaba haciendo daño y grité—. ¡Eso es, grita! ¡Grita todo lo que quieras! —Su voz era un jadeo ronco y apasionado.

Tuve miedo. El dolor no me había despejado, como yo esperaba, sino todo lo contrario: lo noté entre las piernas, exactamente como ella había dicho. Me pregunté si realmente era aquello lo que yo buscaba. Ella se dio cuenta de mi indecisión y me besó de nuevo, pero esta vez no traté de escapar: me metió la lengua casi hasta la garganta con una fuerza brutal. Pensé que iba a vomitar pero justo antes de llegar a ese extremo, ella retiró la lengua. Desde luego, era toda una experta. «¿Con cuántas mujeres lo habrá hecho?», me pregunté. Tal vez había más mujeres aficionadas a estos juegos de lo que yo creía. «¿Y yo? —me pregunté—. ¿Yo también soy así? ¿A mí también me gusta?».

Ella atacó de nuevo. Sentí que me vencía la necesidad de contraatacar, de participar, de no mantener una actitud pasiva y permitir que me utilizara. Pero no, nunca, eso era justamente lo que ella quería, y yo debía defenderme. Eso era lo que me decía mi cabeza, aunque el traidor de mi cuerpo opinara otra cosa. Ya casi no podía soportar el deseo, que cada vez era más fuerte. Me temblaban las rodillas; ella se dio cuenta y aflojó un poco la presión en mis muñecas. Busqué su lengua con la mía. Ella se apartó durante apenas un segundo y me contempló sorprendida. Después metió la lengua otra vez en mi boca, tan a fondo y con tanta fuerza que casi me ahogó.

De repente, me soltó las muñecas y apoyó las manos en mi cintura.

Tensé el cuerpo, a la espera de que volviera a hacerme daño. Me sacó la camisa de los pantalones y casi de inmediato empezó a acariciarme la espalda. Sentí un cosquilleo por todo el cuerpo.

Ahora que ya no había ningún obstáculo, me clavó las uñas en los hombros y yo gemí de dolor. Muy despacio, dejó resbalar las uñas por mi espalda hasta llegar a la cintura. Me sentí como si me estuvieran arrancando la piel a tiras, aunque el dolor no era tan intenso como para no poder soportarlo. Gemí de nuevo, un poco más alto esta vez, aunque no sé si de dolor o de placer.

—Vamos, dímelo, dime que te gusta — murmuró junto a mis labios.

Me empujó con las caderas hacia la pared y me inmovilizó.

Intenté arquear el cuerpo para rozar sus caderas, para restregarme contra su cuerpo, pero... «¡No!», me dije. «¡Esta no soy yo, es mi pelvis, que se ha independizado de mí!

¡Traidora!», gritó una voz en mi interior. El deseo era cada vez más intenso.

—Te gusta... ¡dilo! —insistió. Noté su aliento cálido junto a mi boca.

R: ¡No! —Giré la cabeza hacia un lado y traté de soltarme.

Ella me empujó de nuevo, se inclinó un poco hacia atrás y me arrancó la camisa. Me hervía la sangre. ¡No, aquello era intolerable!

Dejó caer la camisa al suelo, a mi lado, y se inclinó sobre mí una vez más. Pensé que se proponía besarme otra vez (¿besarme?, ¿se podía llamar beso a aquella especie de estrangulamiento brutal?) y aparté la cabeza a un lado. Ella no siguió mi movimiento, sino que apoyó la cabeza en mi hombro y, de inmediato, noté un dolor muy agudo. Volví a gritar, aunque tenía los labios apretados y me había propuesto no hacerlo.

—Oh, sí, grita, vamos, grita —insistió, con voz ronca. Inclinó de nuevo la cabeza hacia mi hombro.

R: No... Por favor —le supliqué. Ella volvió a morderme y noté un dolor mucho más agudo que la primera vez. Las rodillas ya no me aguantaban, pero ella me sujetó con fuerza y me empujó hacia la pared como antes. Me acarició un pecho con la mano y me frotó el pezón, que estaba duro como una piedra, con la palma. Se me escapó otro gemido, pero esta vez de deseo.

—Es muy sensible —dijo, con una sonrisa más que obvia.

Me invadió de nuevo el pánico.

R: Por favor, no hagas eso —susurré, temblando de miedo.

Levanté las manos en actitud defensiva y traté de apartarla de mí, pero ella me las sujetó de nuevo con fuerza y las condenó a la inactividad. Se echó a reír, excitada, y forcejeó medio en broma conmigo. Poco a poco, bajó la cabeza hacia mi pecho y se pasó la lengua por los labios. Tensé el cuerpo una vez más, aunque estaba temblando de pies a cabeza. Mi cuerpo entero era como un arco tensado que se preparaba para el dolor. Apoyé la cabeza en la pared y cerré los ojos. Tenía los pezones tan sensibles que sabía que no podría resistirme a sus caricias.

Me chupó el pecho y me acarició el pezón con la lengua, una y otra vez. Ni el miedo que tenía en ese momento impidió que sus caricias me excitaran. De nuevo quise empujarla con las caderas, pero un sudor frío me cubrió la piel. Ella me miró y sonrió.

—Tienes miedo —dijo, satisfecha.

R: Sí —respondí. De todas formas, no tenía mucho sentido negarlo—. Me vas a hacer daño. —Traté de que mi voz sonara lo más tranquila posible.

Y cuando menos me lo esperaba, me soltó. Sin dejar de mirarme, dio un pequeño paso hacia atrás, me agarró por la cinturilla del pantalón y me desabrochó el botón. Acto seguido, y con un gesto rápido, me bajó la cremallera. Me apoyé contra la pared, como si estuviera paralizada, y ella se dio cuenta de que ya no tenía intenciones de defenderme.

En su rostro apareció un gesto de decepción.

—Oh, venga, no me estropees la diversión.

R: ¿Diversión? —Monté en cólera—. ¡Pues será para ti!

¡Mierda, aquello era exactamente lo contrario a la verdad! En sus ojos apareció de nuevo una mirada de deseo contenido.

—Así está mucho mejor. —Se acercó y colocó una mano a cada lado de mi cabeza, pero sin llegar a tocarme—. Eres una gatita muy mala —me susurró al oído. Después me mordisqueó el lóbulo de la oreja y yo volví a tensar el cuerpo, a la espera de que me mordiera con fuerza en cualquier momento.

Dejó resbalar los labios por mi cuello y yo experimenté sucesivas oleadas de placer, miedo y deseo que me recorrieron todo el cuerpo. Ella se rió en voz baja, satisfecha.

Noté su aliento cálido sobre mi piel—. Sí, así está mucho mejor. Tienes miedo, pero te gusta.

La rabia me hizo cometer un error.

R: Sí, me gusta. —Recobré las fuerzas y la aparté de un empujón. Ella saltó ágilmente hacia atrás y yo le lancé una mirada furibunda—. Pero no quiero que me lo hagas a la fuerza. No quiero dolor: quiero deseo, ternura, pasión, excitación y todo eso, pero nada de fuerza brutal, porque es... —Busqué una palabra que transmitiera lo que sentía.

Ella arqueó las cejas, con un gesto burlón.

—¿Perverso? —dijo.

R: Sí... ¡Sí, perverso! —le grité, furiosa con ella y conmigo misma y con aquella palabra que nunca antes había empleado.

Siempre me había dado rabia que los petulantes burgueses utilizaran esa palabra para afirmar su propia «normalidad» y desacreditar a los demás. Todo aquel que fuese distinto a ellos (daba lo mismo el motivo: homosexuales, comunistas, lo que fuera) era difamado indiscriminadamente. Mi rabia, sin embargo, sólo duró unos instantes, pues dio paso de inmediato a otra sensación: la de que todo aquello no tenía sentido. Crucé los brazos a la espalda y me apoyé en la pared —. Y ahora, por lo que a mí respecta, ya puedes ir a buscar tu látigo o lo que sea y pegarme —dije.

Dejó resbalar su mirada por mi rostro.

—Estás preciosa cuando te enfadas —me dijo, con voz muy suave.

Quise protestar por aquel tópico, que parecía sacado de una pésima peli porno de los setenta, pero no me dio tiempo porque su boca ya había sellado la mía. Esperé la penetración violenta de su lengua, pero se limitó a acariciar con ella mis labios cerrados.

El cosquilleo era ya insoportable. Cuando abrí la boca, jugueteó dulcemente con mi lengua y me acarició la punta hasta que el deseo casi me hizo gritar. La boca era la única parte de su cuerpo que me tocaba y tuve la sensación de que el aire que había entre nosotras crepitaba.

Levanté las manos. No, no quería tocarla. Mientras ella seguía besándome, me empezaron a temblar los brazos, hasta que finalmente suspiré, dejé caer las manos sobre sus hombros y la atraje hacia mí. Noté en mi piel el frío de los botones de su blusa.

Ella suspiró de placer entre mis labios y me rodeó con los brazos.

Sus gestos eran suaves y delicados y me pregunté qué había motivado aquella repentina transformación. Me empujó de nuevo hacia la pared y colocó una pierna entre las mías. A pesar de la ropa, aquel roce me hizo enloquecer. Gemí y empecé a frotarme contra ella, pero al instante me reprimí. Habíamos llegado de nuevo al punto en que ella me haría daño, es decir, me había sometido de nuevo a su voluntad. Me quedé muy quieta. Ella se dio cuenta, dejó de besarme y se apartó un poco para mirarme.

—Estás confundida. —Lo afirmó sin entonación alguna, pero no le respondí. Me pregunté qué pensaba hacer a continuación.

Levantó una mano y me acarició la cara.

Yo no me moví y ella dejó caer la mano, que resbaló por mi brazo y por mi costado hasta la cintura. La mano se quedó allí, mientras ella me devoraba con la mirada. De nuevo me observó con su poder hipnótico—. No te voy a hacer daño —afirmó, categóricamente.

Metió la mano por debajo de mi ropa y yo noté un escalofrío por todo el cuerpo—. Te deseo —dijo—, te deseo tal y como eres. —

Siguió acariciándome, cada vez más abajo, con una lentitud insoportable. Mi cuerpo entero ardía de deseo—. Quiero oír tus gemidos y tus gritos, pero no de dolor. —

Rozó con los dedos el inicio de mi vello púbico y siguió bajando, torturándome con sus caricias, sin dejar de mirarme. Tensé los músculos de los hombros y me apoyé en la pared. Ella me rodeó con el otro brazo y me sujetó con fuerza. Su mano permaneció inmóvil entre mis piernas y yo, gimiendo de placer, traté de frotar mi cuerpo contra esa mano. El interior de mi cuerpo era como un volcán en erupción y notaba mi propia humedad acumulándose entre sus dedos.

Estaba tan excitada que balanceaba mi cuerpo hacia delante y hacia atrás.

Ella retiró la mano y yo expulsé de golpe el aire que había en mis pulmones.

R: No —gemí—, has prometido que no me ibas a torturar... Por favor...

Ella soltó una alegre carcajada.

—He prometido que no te haría daño. Y no te voy a hacer daño.

Pero esto es completamente distinto.

Acarició mi entrepierna por encima de la ropa y yo gemí de nuevo, sin poder ocultar mi impaciencia, mientras arqueaba el cuerpo.

Apoyó las manos en mis caderas y me empezó a bajar el pantalón, muy despacio. La verdad es que se tomó su tiempo.

Durante lo que me pareció una eternidad, me acarició con las manos, primero hacia arriba y luego hacia abajo. Cuando por fin me hubo desnudado, se inclinó sobre mí y me acarició el pecho con los labios. Allí donde me tocaba, mi piel era puro fuego. Finalmente se acercó al pezón y yo tensé el cuerpo una vez más. Ella reaccionó de inmediato.

—Te lo he prometido —murmuró, antes de mirarme—. No haré nada que tú no quieras. —Sin embargo, yo no podía aterciopeladme, pues el miedo estaba demasiado arraigado en mí. Ella volvió a acariciarme el pecho con los labios y después, con una ternura infinita, lo lamió con la lengua.

La sensación que me produjo acabó con todas mis reticencias.

R: Oh, sí —suspiré.

Alternó las manos y la lengua para acariciarme los pezones, duros y erectos. Al llegar a ese punto yo ya no podía contener mi deseo y, desde luego, no habría sido capaz de impedir que me hiciera cualquier cosa, fuese lo que fuese. De repente, su cara estaba delante de la mía: recorrió mis labios sin prisas, casi sin tocarme. Yo quise retenerla, pero ella sonrió y se apartó. Dejó resbalar la mano por mi pecho y por mi estómago y por último la introdujo entre mis piernas. Con dos dedos, me acarició suavemente la parte interior de los muslos: los movió desde atrás hacia delante, de un lado a otro, hasta que tocaron el centro. Me agarré a su brazo y ella empezó a frotarme con más fuerza, mientras buscaba con movimientos circulares el punto más sensible. Me sentía a punto de explotar. Ella apretaba cada vez con más fuerza, hasta que encontró el orificio.

R: ¡No! —Aparté mis labios de los suyos.

Se detuvo de inmediato y volvió a rodearme con sus brazos.

—¿Qué te ocurre?

R: No me... no me gusta. —Tragué saliva con dificultad—.

Prometiste que...

Se echó a reír con ganas.

—No lo he olvidado. No hace falta que me lo recuerdes todo el rato.

R: Lo siento, tengo mucha sensibilidad...en esa zona.

—Sí, la verdad es que tienes mucha sensibilidad, ya me he dado cuenta. —Tuve la sensación de que no me hacía caso, pero de repente noté preocupación en su tono de voz—. ¿Te duele?

No me quedó más remedio que responder.

R: En realidad... no, no mucho. Yo...bueno, la verdad es que no lo sé.

—¿Que no lo sabes?

Fijé la vista en el suelo, tras ella.

R: No —afirmé, con actitud desafiante.

Se echó hacia atrás y me contempló desde cierta distancia. Por la forma en que me ardía la cara, supongo que estaba roja como un tomate. Me puso un dedo bajo la barbilla y me obligó a levantar la cabeza.

—Pero yo no soy la primera mujer con la que te acuestas, ¿verdad?

R: No... —Me observó con atención. Obviamente, esperaba que aquel gesto fuera más eficaz a la hora de hacerme hablar que las preguntas directas—. Quiero decir... he estado con muchísimas mujeres, pero así no. ¡Es que no puedo! —enfaticé, en un tono desafiante.

Me di la vuelta y me quedé de cara a la pared.

—¿Y ese es el único motivo?

La pared me protegía, al menos de su mirada directa, pero aun así tuve la sensación de que me estaba perforando la espalda con los ojos.

R: ¿No te parece motivo suficiente?

—¿No has estado nunca con un hombre...?

Apenas la dejé terminar.

R: ¡Pues no! —dije. Me di la vuelta para mirarla—. ¿Debo estar avergonzada?

Seguía observándome atentamente.

—No, claro que no. ¿Qué es lo que estás pensando? Quería decir en contra de tu...

Se interrumpió.

R: ¿En contra de mi...? Ah. —Entonces lo entendí—. No, no me han violado.

Suspiró, aliviada, pero yo estaba más enfadada que nunca. ¿Por qué de repente se mostraba tan preocupada?—. Y hasta esta noche, nadie lo había intentado —dije entre dientes, furiosa.

Se volvió y cogió aire. Después me miró de nuevo. En su rostro impenetrable no se movía ni un solo músculo.

—Pues entonces, no hay ningún problema.

Yo estaba que echaba chispas. O sea, que ahora pensaba que no había ningún problema. Ella volvió a suspirar.

—Lo de antes ha sido un... —hizo una pausa para reflexionar— un malentendido. —

Y como si con eso se arreglara todo, se acercó lentamente hacia mí, con una sonrisa en los labios. Según ella, el intento de violación era un malentendido. Quise creer que no me consideraba tan estúpida y, desde luego, ella tampoco lo era. Había seguido con mucha atención las expresiones de mi cara. Suspiró de nuevo, pero esta vez pareció resignada—.

Sí, ya sé lo que estás pensando, pero a muchas mujeres —prosiguió— les gusta así. Y por eso me eligen a mí. —Me observó con una mirada triste—. Evidentemente, tú no lo sabías y yo he pensado que... —Se echó a reír, pero su risa era amarga—. Como he dicho antes, un malentendido.

Para entonces, yo estaba más que confundida.

R: ¿Qué es lo que no sabía? —En alguna parte de aquel caos tenía que haber una pista que me ayudara a desentrañar el misterio.

Me observó abiertamente, con una mano apoyada en la cadera.

—¡Soy una puta, cielo! —Me quedé perpleja. Obviamente, ese era uno de los efectos que ella buscaba. El otro era hacerme sentir asco, pero no le salió bien.

Se alejó unos cuantos pasos de mí y se dedicó a contemplar por la ventana el parpadeo de un rótulo de neón.

—Ahora puedes irte si quieres, no te retendré. —Habló en mitad de la oscuridad.

Tenía la espalda recta como una tabla.

Me acerqué hacia donde estaba mi ropa, pero luego me detuve.

No quería irme, eso lo tenía muy claro, pero... ¿qué otra cosa podía obtener allí?

Aquella mujer era una prostituta, y esperaba que yo le pagara por un «servicio» que yo ni siquiera sabía que estaba recibiendo. Se ajustó a mis deseos cuando se dio cuenta de que yo quería algo diferente: para prestar un buen servicio, hay que adaptarse a los gustos del cliente. ¿El cliente? De repente, me vi a mí misma con muy malos ojos.

Se volvió y me observó con frialdad.

—¿Quieres que me vaya? —Su tono de voz era glacial. De repente, me di cuenta de que estaba desnuda. Cogí la blusa y me la puse a toda prisa.

R: No, eso sería absurdo.

—Muchas mujeres quieren quedarse solas después —dijo, encogiéndose de hombros—. A mí me da lo mismo. —Su voz era glacial y dulcificante al mismo tiempo, lo cual es una contradicción en sí misma. Sin embargo, esa es la impresión que tuve.

Me abroché la camisa sin dejar de mirarla. Estaba allí plantada, con los brazos cruzados, las piernas separadas y el aspecto de una fortaleza imponente. Me acerqué a ella. Siguió mi avance con la mirada, pero no se movió. Me quedé parada delante de ella y alcé los ojos hacia su rostro. Madre mía, pensé, por lo menos mide metro ochenta y cinco.

R: No quiero quedarme sola y tampoco quiero irme—. La observé sin inmutarme.

Arrugó los labios en un gesto burlón y me miró.

—¡Ah, la señorita le está cogiendo el gusto a esto! —Se echó a reír, pero su risa me sonó muy sentimental. Se inclinó un poco—.

Hasta hace un momento no lo sabías y estabas enfadada. Ahora lo sabes y ya... —chasqueó los dedos— te excita. Hasta hace un momento, no era más que una aventura exótica, algo fuera de lo habitual. ¿Me equivoco? Pero ahora... ¡qué oportunidad!

¿Cómo será acostarse con una mujer que lo hace por dinero? Te gustaría saberlo, ¿verdad? ¿Por qué no probarlo, ya que estamos aquí? —Me dio la espalda y se desabrochó los puños de la camisa—. Espero que te hayas traído el talonario —añadió, por encima del hombro—, porque soy muy cara.

Se quitó la camisa con un gesto rápido y la dejó caer sobre una silla. Me fijé en su espalda tersa y oí el chirrido de la cremallera.

Se quitó las botas de una sacudida y, un instante después, los pantalones fueron a parar al mismo sitio que la camisa. Estaba completamente desnuda. Con un movimiento enérgico, se dio la vuelta y mantuvo los brazos alzados durante unos segundos.

—Aquí me tienes —dijo—, a tu disposición.

Finalmente tenía la oportunidad de volver a mirarla y confirmar una vez más lo que ya había advertido a primera vista: que era increíblemente hermosa. Me acerqué y la toqué. Su piel irradiaba frío, como si fuera una estatua de mármol.

R: No —negué con la cabeza—, no, no pienso hacerlo. No te voy a tratar como a una puta sólo para que puedas librarte más fácilmente de mí —dije, mientras retrocedía.

—Pero cielo. —Arqueó las cejas, como si quisiera expresar perplejidad por el hecho de que, obviamente, yo desconocía las reglas—. Tú me pagas y yo soy una puta. Ven aquí. —Sonrió con mucha profesionalidad y se acercó a mí. Alargó la mano hasta mi oreja y me acarició con el pulgar una zona muy sensible, justo debajo del lóbulo. Cerré los ojos—. Eso está mucho mejor —ronroneó. Quise olvidar, dejarme llevar por la placentera sensación que me producían sus caricias, pero no pude. Abrí los ojos y me di cuenta de que ella seguía sonriendo con mucha profesionalidad—. ¿Qué te gustaría hacer? Dímelo, aunque no sea muy habitual. Haré realidad todos tus deseos. Déjate de inhibiciones.

Interpretaba su papel como si fueran los créditos iniciales de una película. De repente, sonrió con aires de complicidad. Dejó de acariciarme tras la oreja y deslizó las manos por mi cuerpo hasta llegar a las nalgas. Se arrodilló y entonces comprendí lo que le rondaba por la cabeza: hasta entonces no me había dado cuenta porque había estado demasiado pendiente de su interpretación y de mis sensaciones. Le aparté la cabeza.

R: ¡No hagas eso!

Se le borró la sonrisa del rostro. Se puso de pie con una expresión de indiferencia y me observó con frialdad.

—Como quieras. Es tu dinero. Si lo prefieres, puedes pegarme por el mismo precio.

En toda mi vida, nunca había estado en una situación íntima con una mujer capaz de desconectar con tanta rapidez. Me ponía nerviosa. Quería saber qué sentía en realidad, pero me daba rabia que me dominara de aquella manera. Y jamás se me ha dado muy bien ocultar la rabia... Le lancé una mirada cargada de indignación.

Ella volvió a sonreír de inmediato y trató de apaciguarme.

—Seguro que hay muchas cosas que jamás te has atrevido a preguntarle a una mujer.

Me puso otra vez la mano detrás de la oreja. Podría haber resultado un gesto de una ternura maravillosa, si no fuera porque le había salido de forma mecánica. Aun así, disfruté de aquel momento de paz. Se inclinó y me dio un delicado beso en los labios. Por un momento, quise creer —o mejor dicho, imaginar— que ella veía en mí a la mujer amada, no sólo a la clienta.

Mientras me besaba con cuidado —sí, esas son exactamente las palabras, con cuidado; no se le olvidaba nada importante—, dejó resbalar la mano derecha por mi cuerpo.

Deslizó la mano izquierda bajo mi camisa y jugueteó con uno de mis pezones hasta que se me puso duro. Me sentí mal al darme cuenta de que lo único que hacía era seguir una rutina mecánica, algo que probablemente había hecho miles de veces exactamente de la misma forma.

Quise apartarla de mí, pero mis manos fueron a parar justo sobre sus pechos, que eran increíblemente suaves. Su piel aterciopelada se estremeció al entrar en contacto con mis dedos. Le acaricié los pechos y ella empezó a gemir de inmediato, mientras se acercaba más a mí. Al principio me quedé un poco sorprendida, pero de repente entendí qué estaba haciendo. Lamenté mucho tener que separarme de sus pechos de terciopelo, pero la aparté de mí. Ella me observó con una mirada serena, en la que no había rastro alguno de excitación.

—¿No te gustaba? —me preguntó, con un interés profesional.

Traté de observarla fijamente, pero ella me rehuyó y su mirada se perdió más allá de mi hombro—. Lo siento, necesito un poco de tiempo para adaptarme a ti. Mis clientas no suelen hacer peticiones tan... excéntricas.

No pude evitar una sonrisa. En aquel momento parecía indefensa, y eso me gustó mucho más que la seguridad en sí misma de la que había hecho gala hasta aquel momento.

Le dediqué una mirada llena de cariño.

R: Eres preciosa. —Vi un leve parpadeo en su mirada, pero después su rostro se volvió impenetrable una vez más.

—¿Y entonces por qué no me deseas? —me preguntó en tono glacial—. Pagas por hacerlo. Las otras... Dime qué quieres que haga, o si hay algo que no quieres que haga...—Abrió la mano, en un gesto de impotencia.

Por mi mente cruzó una idea: no deseaba, bajo ningún concepto, entrar en su juego, pero ya que estaba dispuesta a escucharme...

Siguió observándome con una mirada gélida, mientras esperaba.

R: Túmbate —le ordené, en el tono más autoritario que pude. En su rostro apareció un destello fugaz de sorpresa, pero se esfumó de inmediato. Se giró y dio un paso; después permaneció inmóvil.

—¿Dónde? —preguntó en tono cansado, como si le hablara al aire. Su espalda, ya de por sí rígida, estaba más recta que nunca.

R: En la cama —dije, con decisión.

Se puso en marcha y se dirigió con garbo hacia la cama.

Después de tumbarse, me tendió los brazos.

—Ven —dijo. Obviamente, había decidido prescindir de su actitud profesional, pues en su rostro había una expresión de auténtica y deliberada indiferencia. Atravesé la habitación y me detuve cerca de la cama.

R: Así no —objeté—. Date la vuelta.

Vaciló, mientras yo esperaba. Después se tumbó boca abajo muy lentamente, al mismo tiempo que me observaba de reojo con cierta curiosidad. Me fijé en la delicada curva que formaba su espalda y concluí que realmente era una mujer muy hermosa. ¿Por qué habría decidido dedicarse a...? Bueno, era una reflexión absurda, sus motivos tendría. Noté un cosquilleo en los dedos, que se morían por tocarla, pero me limité a dibujar en el aire el perfil de su cuerpo. Me incliné y deposité un beso entre sus omóplatos. Ella dio un brinco.

R: Ni se te ocurra gemir, —le advertí—ya me conozco tu numerito.

—A las otras les gusta, a veces —replicó, mientras se encogía de hombros, con su voz fría e indiferente.

R: Pero a mí no, así que olvídate.

No le veía la cara, pero habría jurado que en ese momento estaba sonriendo.

—Como te he dicho antes, eres un tanto... excéntrica.

Volví a besarla entre los omóplatos y noté cómo tensaba el cuerpo. Intentó reprimir un escalofrío y yo sonreí: no estaba mal, para empezar. Empecé a cubrirle el cuerpo de besos: despacio, con mucha ternura, mis labios avanzaron desde el cuello hasta los hombros, luego hacia los brazos y después de nuevo hacia los omóplatos. Recorrí sus costillas con la boca y me entretuve unos instantes en el hueco al final de su espalda.

Aunque estaba disfrutando al máximo de aquella actividad, al mismo tiempo trataba de observarla. Al principio, ella dejó reposar las manos junto a la cabeza. Parecía tranquila y relajada, pero después de los primeros besos, se le puso la piel de gallina y empezó a hundir las manos en la almohada. Tenía los puños tan apretados que los nudillos se le habían quedado blancos. A medida que yo me acercaba a la zona baja de su espalda, la piel se le cubrió de temblorosas gotas de sudor, que resplandecían como gotas de lluvia.

Respiraba con dificultad, pero seguía con la cabeza enterrada en la almohada.

Muy despacio, suavemente, recorrí con los dedos el camino que iba desde su cuello hasta su culo. Se estremeció en varias ocasiones. Su respiración era cada vez más agitada, pues le empezaba a faltar el aire. Levantó la cabeza de la almohada y la dejó caer de lado, mientras cogía aire.

Aunque yo estaba convencida de que su reacción era auténtica, un diablillo se posó sobre mi hombro. Tal vez la curiosa dinámica de aquel juego al que yo jamás había jugado se había adueñado de mi mente y había anulado mis mecanismos de control, que normalmente siempre están alerta. En cualquier caso, decidí no pensar más en ello.

Aun sabiendo que cometía un grave error, la reprendí.

R: No quiero que actúes para mí... ¡ya te lo he advertido!

Se suponía que sólo era una broma, y yo estaba plenamente convencida de que ella se daría cuenta. Sin embargo, tensó el cuerpo de inmediato. Seguía boqueando, en busca de aire. Tras inspirar profundamente varias veces, se echó a temblar y acercó lentamente las manos a la cabeza.

—No, por favor —susurró apagadamente. En su voz ronca se adivinaba el miedo. «¿Qué pasa?», me pregunté. Le acaricié la espalda con dulzura, pero ella se encogió como si acabara de recibir un latigazo y se cubrió la cabeza con las manos—. No — susurró con voz grave, casi inaudible—, no me pegues, por favor.

Me quedé estupefacta durante unos instantes. ¿Y aquella era la mujer alta y fuerte que me había dado tanto miedo? Luego me recuperé de la sorpresa y la agarré por el hombro. Ella gritó, aterrorizada, pero yo la sacudí con fuerza.

R: ¡Jamás! ¿Me oyes? ¡Jamás! ¡Yo jamás te pegaría! Mírame, por favor. —Dejó caer las manos, inclinó la cabeza a un lado y bajó la mirada. Estaba despertando de una pesadilla. En cuanto me reconoció, volvió la cabeza hacia el otro lado.

—Por favor, vete. —Hablaba mirando hacia la pared—. No tienes ninguna obligación conmigo. —Hizo una pausa—. Por supuesto, no hace falta que me pagues. —Detecté amargura en su tono de voz—. Y por supuesto, no puedo evitar que le cuentes esto a alguien. —Suspiró profundamente.

Al principio, quise protestar enérgicamente, pero después me controlé, porque no era bueno para ninguna de las dos.

Cogí la manta y cubrí su cuerpo desnudo. Sorprendida, se dio la vuelta y apoyó la cabeza en una mano.

—Gracias —dijo, en un tono de voz neutro. Dejó que su mirada glacial resbalara por mi cuerpo—. Y ahora, sería mejor que te marcharas.

Me senté muy despacio en el borde de la cama.

R: Pues yo creo que no.

Le levé la contraria sólo porque todo había sucedido demasiado rápido y porque no me gusta salir del cine sin haber entendido la película, pero su reacción fue un tanto exagerada. Entornó los ojos hasta convertirlos en dos ranuras que brillaban como hielo puro.

—Ya entiendo —dijo, como si estuviera muy cansada—, no eres de las que se conforman con la mitad del pastel si se lo pueden comer entero, ¿verdad? —Con un movimiento rápido, me cogió y me arrastró hacia la enorme cama—. Pues ven, que te voy a dar la otra mitad. Yo siempre cumplo mis promesas. Y encima, como antes te he dicho que no hacía falta que me pagaras, es gratis.

—Se echó a reír con desdén—. Te aseguro que jamás volverás a encontrar una prostituta con tanta clase como yo por este precio.

No se lo discutí. La desesperación que había visto en ella me había dejado completamente indefensa, y lo único que deseaba era que no me hiciera mucho daño, pues nunca he sido capaz de soportar el dolor.

Y en lo que iba de día, ya había tenido ocasión de comprobar que, efectivamente, mi capacidad de resistencia al dolor no había aumentado en lo más mínimo.

Ella advirtió mi miedo.

—Ah, o sea que estás asustada... —Para enfatizar sus palabras hizo un gesto desdeñoso con la mano—. ¿No te he dicho que yo siempre cumplo mis promesas?

Asentí, para evitar que volviera a enfadarse, pero tenía mis dudas de que yo, en su estado, hubiese podido mantener una promesa así.

Me agarró del brazo y yo reprimí un gesto de dolor. «Me va a salir un buen morado», pensé. Me empujó hacia atrás en la cama y se tumbó a medias sobre mí. Su lengua penetró en mi boca sin piedad, como al principio, pero cumplió lo que había prometido y no me sujetó las manos. Las levanté muy despacio y empecé a acariciarle la espalda; ella soltó un gemido gutural. Ahora ya no me cabía ninguna duda de que la reacción de antes había sido auténtica. Le acaricié la espalda un poco más y ella jadeó entre mis labios. Era obvio que estaba a punto de perder el control, pero primero se apartó de mis labios y me separó las piernas con un movimiento brusco. ¡Dos morados más! Se dejó caer entre mis piernas y me las levantó en el aire. Se empeñó en separarlas más y en subirlas más. Me dolía, pero se podía aguantar. Me entró con la misma brusquedad que había utilizado al penetrarme la boca con la lengua: ni preliminares, ni preparación, ni una triste caricia. Más bien todo lo contrario: los movimientos de su lengua eran más bruscos y más exigentes que antes. Cuando me separó aún más las piernas. —Dios mío, a este paso no tardaría mucho en gritar de puro dolor—, apreté los dientes y esperé a que se quedara satisfecha. En mitad de una búsqueda frenética, su lengua encontró el centro neurológico de todas las sensaciones y a mí se me escapó un gemido. De no haber sido por lo mucho que me dolían las piernas, creo que hasta me habría gustado.

Suspiré, mientras ella se tomaba un breve respiro para descansar. Después empezó otra vez: muy lentamente, trazaba círculos con la lengua alrededor de mi clítoris. Se acercaba y se alejaba, como el aleteo de una mariposa, y yo me estremecía una y otra vez. Mis sensaciones ganaron en intensidad de forma gradual.

Estaba convencida de que no tardaría mucho en pararse, pues lo único que buscaba era su propia satisfacción... y era yo quien debía proporcionársela. Cuando empecé a gemir y a levantar las caderas hacia ella, se detuvo. «Ya está», pensé, mientras trataba de contener mi excitación. Y de repente grité, pues me había penetrado hasta el fondo con la lengua como ninguna otra mujer me había hecho antes. Aquella lengua larga, que tantos problemas me había causado en la boca, me proporcionaba allí abajo auténtico e intensísimo placer. La metía y la sacaba y, entre una cosa y otra, jugueteaba en la entrada del orificio. Desde luego, conocía todos los rincones. De repente, me importó muy poco que me dolieran las piernas, que con cada movimiento de la pelvis tuviera la sensación de que me estaban clavando agujas al rojo vivo hasta en la punta de los dedos de los pies.

—Córrete —murmuró, casi inaudiblemente, entre mis muslos.

Me metió la lengua entera de nuevo, después la sacó y reanudó la danza de la mariposa alrededor de mi perla erecta—.

Córrete —volvió a susurrar, casi en tono autoritario. Y de repente, me dejé arrastrar por mil oleadas de placer enloquecedor. Me oí gritar, pero era como si mi grito no terminara nunca, mientras las oleadas de placer venían y se iban, venían y se iban. Intenté contarlas, pero eran demasiadas. Tras lo que me pareció una eternidad, me derrumbé, exhausta, y luché por recuperar el aliento. Estaba segura de que jamás podría volver a respirar con normalidad. Ella se incorporó y me mordisqueó los pechos. Aún no había recuperado el aliento cuando ella se apoyó junto a mis hombros y colocó las piernas entre las mías. Después de tenerlas separadas durante tanto rato, me dolía todo. Gruñí de dolor sin poder contenerme y ella se quedó quieta de inmediato. Levanté una mano y le aparté un mechón sudado de la frente. Ella me sonrió, un poco tensa.

R: Sigue —dije en voz baja—, no me haces daño.

—¿De verdad? —preguntó, confusa.

R: No. —Le aparté una vez más el mechón de la frente—. De verdad que no.

Empezó a moverse de nuevo, con mucho cuidado. Luego se movió más rápido y al cabo de pocos segundos jadeaba de nuevo, excitada. Noté cómo tensaba todos los músculos del cuerpo. Noté una vibración entre mis piernas y ella se corrió entre rápidas sacudidas, gimiendo sin parar. Tenía los ojos cerrados. Alargué el brazo y coloqué la mano entre sus piernas. Cuando ella se dio cuenta, abrió los ojos de golpe.

—No quiero...

R: Sí que quieres.

Con la otra mano, la sujeté con fuerza junto a mí. De todas formas, no costó mucho conseguir que cambiara de opinión.

Empezó a gemir en cuanto la toqué. Le metí los dedos muy despacio.

—Sí. —De su garganta brotó un sonido bastante rudimentario.

Se frotaba contra mi mano como si quisiera metérsela toda dentro. De repente arqueó el cuerpo y de sus labios se escapó un grito. Completamente agotada, se dejó caer hacia atrás en la cama y con la respiración aún agitada, se hizo a un lado y se tumbó junto a mí—. No hacía falta que... lo hicieras... —consiguió decir, con voz entrecortada. Me apoyé en un codo y le sonreí.

R: Sí que hacía falta. En realidad, me parece que aún quieres más.

Apretó los labios y sacudió la cabeza de un lado a otro.

Seguramente, hacía mucho tiempo que no necesitaba oponer resistencia. Me puse sobre ella de inmediato; protestó débilmente y trató de mantener las piernas juntas, pero aún no se había recobrado del último esfuerzo. Le separé las piernas con ambas manos y me tumbé entre ellas.

Aquella parte de su cuerpo era tan hermosa como el resto, y lo dije en voz alta para que pudiera oírme.

—¡Vuelve aquí inmediatamente! —dijo ella, entre dientes, a modo de respuesta.

R: ¡Ni hablar!

Me reí de su enfado. Muy lentamente, empecé a trazar un amplio círculo con la lengua. Suspiró y noté cómo se le ponían rígidas las piernas. Procedí a trazar un círculo más pequeño al mismo tiempo que presionaba más y más con la lengua. Ella capturó mí lengua entre sus caderas.

—Me vuelves loca —susurró, en voz tan baja que apenas entendí lo que decía. Proseguí con lo que estaba haciendo, mientras ella me clavaba las manos en el pelo y me sujetaba—. No puedo más... Por favor... —No aparté la boca—. ¡No puedo más! Por favor... déjame... —En su voz ronca había un tono suplicante.

Seguí acariciándola con la lengua y permití que ella buscara su propio ritmo. En esta ocasión se corrió entre convulsiones, con un grito prolongado y constante que parecía no terminar nunca.

Cuando culminó el orgasmo, se dejó caer como si estuviera muerta.

Me puse otra vez sobre ella y la besé; tenía el cuerpo empapado de sudor.

Cuando por fin fue capaz de hablar, me sonrió casi sin fuerzas.

—¿Qué me has hecho?

R: ¿Yo? ¿Que qué te he hecho? Nada. —La inocencia de una moza de pueblo no era nada comparada con la mía.

Se echó a reír.

—Pues no me lo ha parecido.

Tanteó la mesilla de noche y cogió un cigarrillo largo y delgado de un paquete también largo y delgado. Para encenderlo utilizó un mechero de plata con hermosos adornos y aspiró con fuerza. «Igual que en las películas», pensé.

Me miró y dijo:

—Oh, disculpa, ¿quieres uno? —Tanteó de nuevo en la mesilla de noche.

R: No, gracias —dije, haciendo un mohín—. Detesto intoxicarme en una nube de humo después de hacerlo.

—Yo tampoco suelo fumar después de hacerlo, pero hoy... es culpa tuya. Si no me hubieras dejado tan agotada... —Alargó una mano, la colocó bajo uno de mis pechos, se inclinó y lo besó—.

Hmm... —Murmuró, en tono de admiración—, es dulce como el champán. —Volvió a mirarme, esta vez atentamente—. Igual que el resto de tu cuerpo —añadió.

Después se apoyó en la almohada y siguió fumando.

Así pues, había decidido —por lo menos de momento— que yo le gustaba... ¿o quizás sólo que me soportaba? La observé de reojo: allí estaba aquella mujer increíblemente hermosa, relajada y sosteniendo el cigarrillo con una elegancia para mí inimaginable. El humo se elevaba en círculos hacia el techo con la misma elegancia, como si se sintiera obligado por los modales de ella.

Aparentemente, no me prestaba atención.

Por lo menos, se comportaba como si yo no estuviera allí. ¿Qué era lo que esperaba de mí?

Obviamente, nuestra relación de trabajo había finalizado.

Me reprendí en silencio. No quería pensar, pero no me quedaba más remedio que hacerlo. ¿Qué se suponía que debía hacer en una situación así? ¿Marcharme y ya está?

Pero eso era justamente lo que no me apetecía hacer. Quería quedarme con ella, conocerla un poco mejor, pues me había legado al alma: su vulnerabilidad, que ella había tratado de esconder tras innumerables muros de protección; su miedo, y el hecho de que hubiera elegido aquella profesión en concreto...

La observé con una expresión interrogante. Ella apagó el cigarrillo y se volvió para mirarme. Cuando advirtió mi expresión, torció un poco la boca.

—No hace falta que te reprimas.

R: ¿De qué? —le pregunté, un poco enfadada.

Tiró de la manta y se cubrió los pechos.

—Quieres saber cómo y por qué he llegado hasta aquí, por qué soy lo que soy, ¿verdad?

En cualquier otra situación, aquella mirada gélida y centelleante me habría hecho huir de la habitación. Tal y como la había planteado ella, parecía una pregunta obscena que yo jamás me habría atrevido a formular.

Guardé silencio. Ella arqueó las cejas: «Si vuelve a hacer eso —pensé—, no me quedará más remedio que besarla, aunque tenga que pagar».

—Todo el mundo quiere saber lo mismo, no creo que seas una excepción. —Miró por la ventana—. Casi cada vez que estoy con una clienta nueva, me hace la misma pregunta.

Me estremecí. La verdad es que no me gustaba mucho lo de ser una «clienta nueva».

Y tampoco me sentía como una clienta. Ella me observó con indiferencia.

—¿De verdad no quieres saberlo? —Negué con la cabeza—.

Bueno, da igual, porque nunca contesto a la pregunta.

Era obvio que quería librarse de mí, pues empezaba a estar inquieta. En cualquier momento encontraría la forma más rápida de conseguir que me marchara. De hecho, ya la había encontrado.

—Bueno, ¿has encontrado lo que buscabas? —dijo, observándome con una mirada muy profesional. En realidad, casi esperaba que me preguntara: «¿La señora desea algo más?».

No me quedó más remedio que sonreír.

De forma instintiva —¿o quizás lo tenía todo ensayado?—, ella había elegido el tema que más miedo me daba en circunstancias normales. Pero... ¿había algo que se pudiese considerar «circunstancias normales» en una relación con una mujer como ella? La tarde y lo que levábamos de noche hasta ese momento no se parecían a nada de lo que yo había vivido hasta entonces. Y, desde luego, no se iba a librar de mí tan fácilmente. —¿Te has quedado satisfecha? —Empezaba a perder la paciencia, y me lanzó una mirada escrutadora—. ¿O he hecho algo mal? —Mi silencio la ponía nerviosa—. Ya sé que no todo ha ido como tú imaginabas. —En su rostro apareció una expresión de arrepentimiento. Desde luego, no se le daba mal: estoy segura de que la mayoría de las mujeres se derretían cuando las miraba así. Cogió una agenda que había en la mesilla de noche—. Si quieres, concertamos una cita cuando a ti te vaya bien y me cuentas lo que no te ha gustado. —Desabrochó la tira negra de piel y empezó a pasar las páginas.

Aquello era absolutamente increíble: ¡me estaba ofreciendo la posibilidad de introducir mejoras!

R: ¿De qué tienes miedo? —le pregunté.

Se quedó paralizada. En su mirada vi, mucho más claramente que en su reacción o que en cualquier palabra que pudiera haber dicho, que acababa de poner el dedo en la llaga. Se encerró en sus propios pensamientos con la intención de recuperar la compostura.

—Bueno, ¿concertamos una cita o no? —preguntó, mientras pasaba las páginas de la agenda sin prestar atención. Se volvió para mirarme una vez más: en sus ojos había una mirada que quería decir: «No tengo ni idea de lo que quieres». Me recordaron los limpiaparabrisas de los faros de un coche de lujo: tienes los faros sucios, les das una pasadita, y hala, ya están limpios.

Me dedicó una sonrisa de complicidad.— Si tienes motivos de queja, es mala publicidad. Y la mala publicidad es mala para el negocio. —Me recordó una conversación que había mantenido recientemente con un vendedor de coches, que se presentó exactamente de la misma manera. Sin embargo, aquel hombre quería venderme un coche, no su cuerpo—. Llámame cuando quieras —dijo, mientras cogía una tarjeta.

R: ¡Oh, no! —me lamenté—. Lo que me faltaba, que encima me des tu tarjeta de visita.

Se echó a reír, encantada, y me pareció que su risa era sincera.

—Sabía que te molestaría —dijo. Cogió un lápiz, escribió algo en la tarjeta y me la dio.

Era una tarjeta blanca, muy elegante, escrita a mano y sin inscripción alguna, a excepción de los caracteres grandes e inclinados que había en el centro. Ni nombre ni dirección, sólo los números. Realmente, aquella tarjeta era el colmo de la discreción.

La miré: en las comisuras de sus ojos aparecieron delicadas arrugas provocadas por la risa.

—Las tarjetas de visita no son muy habituales en mi trabajo —me aclaró, entre risas—. Lamento decepcionarte.

Y allí estábamos: dos mujeres que acaban de acostarse juntas y descansan desnudas en la misma cama, como si estuvieran tomando café en una cafetería de lujo. Imaginé una escena un tanto surrealista: «¿Quieres un poco más de azúcar?», «No, gracias, prefiero otro orgasmo. Pero que no sea brutal, que esta tarde tengo hora en la peluquería».

Ya no tenía motivos para quedarme, por mucho que me costara admitirlo. Sin embargo, quería volver a verla. ¿Cómo? ¿Cómo clienta?

¡Jamás! Y en ese caso... ¿existía la más remota posibilidad de que volviéramos a vernos? Me quedé mirando la tarjeta que tenía en la mano y, poco a poco, me di cuenta de que me sentía incómoda en aquella cama. Sin embargo, la noche podría haber sido muy agradable: dormirnos juntas, despertarnos juntas, unos cuantos mimos, un poco de sexo... Noté de nuevo un cosquilleo por todo el cuerpo.

Me observó y yo le devolví la mirada por el rabilo del ojo. No, estaba claro que ella jamás haría algo así. Y también estaba claro que yo tenía que salir de allí lo antes posible.

Ella, sin embargo, siguió observándome atentamente y antes de que yo tuviera tiempo de pensar en mi próximo movimiento, me dijo:

—Voy a ducharme. ¿Prefieres ir tú primero...?

Su tono profesional, educado y atento me dolió. Sin duda, aquella era la despedida definitiva. Negué con la cabeza en silencio, sin mirarla. Ella se puso en pie y yo la miré mientras se alejaba: me fijé en su andar garboso y saboreé todos y cada uno de sus movimientos.

Cuando cerró la puerta tras ella, me levanté de la cama y me vestí a toda prisa. Ya en la puerta, me giré por última vez. Oí el rumor del agua y contemplé la cama: estaba segura de que pasaría mucho tiempo antes de que olvidara aquella noche.