¿Pensaron que me había desaparecido, verdad? Pues no. Sólo que hoy vengo con un RusUSA entregado en dos partes (tranquilos, está completamente escrito).
Es el regalo de cumpleaños de Aceite :D pero el del año pasado :_D me llevó unos diez meses terminarlo, ¡son tan complicados estos muchachos! No he podido hablar con Aceite en algún tiempo *depresión* pero... pero nada, aquí está tu regalo, lo prometido es deuda. Quizá no es tan genial, pero está hecho con mucho amor y cariño.
También debo decir que pensé mucho en mi esposa mientras lo escribía, ya que es gracias a Van que he decidido darle una oportunidad al surrealismo (si algo no te gusta y quieres que te guste, enfréntalo, al menos en el área de la narrativa). Un saludo especial a ella.
Aceite *sonrojo* eh... ¡sólo léelo y... no te burles! Lamento haber tardado tanto oalgoasí. Tiene muuuuchas cosas e ideas, no sé si las dé a entender todas... ¡pero hay FrAus! ¿Eso te gusta, no?
Escribo sin fin de lucro, sólo para demostrarle mi afecto a alguien.
Disclaimer: Hetalia Axis Powers y todos sus personajes -los que están y no están completos- pertenecen a Hidekaz Himaruya.
Junto al alba y entre hilos:
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Entró a su nuevo departamento de espaldas, apoyando los hombros contra la puerta y empujando, cargando con una gran y pesada caja llena de cachivaches, la última de la mudanza.
Salvo las cajas, todo estaba vacío.
Primero clavó un perchero junto a la puerta, para poder quitarse la chaqueta y colgarla. Se arremangó y abrió las ventanas de par en par, empezando la inspección del lugar, paseándose por las habitaciones vacías, dejando para el gran final su cuarto, (porque la ojeada que le echó nada más llegar "no contaba" según él).
Tal como lo demás estaba vacío y bañado de la luz solar que, desde la ventana, atravesaba su cuerpo e iluminaba la pared. Sonrió, porque era tan grande como le prometieron. Dejó su mochila con su ropa junto a la puerta, y se dirigió al único lugar inexplorado. Abrió ambas puertas del armario empotrado y allí, en una esquina, en el lugar destinado a los zapatos, ajeno a la luz del sol que entraba a los demás casilleros, estaba.
Abrió los ojos detrás de sus lentes con sorpresa, pestañeó un par de veces y, movido por la curiosidad, recogió la bola pegajosa y llena de pelusas.
Era pesada, además de firme y un poco blanda, con una especie de patitas gruesas y huecas. Frunció el ceño, ladeando el rostro y entrecerrando los ojos para descifrar qué clase de objeto era, cuando lo sintió y vio, en su mano, inflarse lentamente de un lado, y luego desinflarse, trasladando la hinchazón hacia la otra mitad.
Su reacción fue soltarla, haciéndola elevarse medio metro en el aire ante su mirada de repulsión y miedo, pero durante la parábola cambió de idea instintivamente y agarró el objeto antes que se estrellara contra el suelo. A pesar del asco, lo llevó hasta la cocina y lo dejó en el lavaplatos.
Intentó concentrarse en terminar la mudanza, pero como se trataba de un muchacho muy curioso, cada vez que pasaba por la cocina miraba el objeto, perdiéndole el asco poco a poco, impaciente por estar instalado y poder analizarlo.
Así, pronto lo tuvo nuevamente en una mano, al tiempo que sostenía su viejo cepillo de dientes con la otra.
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Despertó sobresaltado, mirando alrededor. Se palpó el pecho, temblándole el labio, hasta que unas risas escaparon sin que pudiera evitarlo, tan naturales como si siempre hubiesen estado allí. Escaparon como mariposas aleteando, consquilleándole desde el pecho hasta la boca, por la laringe y la faringe, tapándole la entrada al aire. Eran tantas y tan fuerte las cosquillas, y tan imposible el respirar, que entre risas se dirigió a la cocina, apoyándose en las paredes para mantenerse de pie. Tomó el primer cuchillo que encontró, lo enterró en su garganta, en la base del cuello, y la rajó unos centímetros hasta la manzana de Adán, dejando que cientos y cientos de mariposas nocturnas escaparan por el corte recién hecho, ilusionadas y jubilosas como si saliesen de la crisálida, llenando la habitación y volviéndose mariposas amarillas en cuanto rozaban la luz del foco.
Una vez pudo respirar caminó hasta la salida, mientras las últimas mariposas rezagadas escapaban del corte y abrió la puerta de la cocina, dejándolas pasar al resto del departamento y dándoles pie a descubrir la ventana abierta a la noche, que ellas aprovecharon para desperdigarse por el mundo.
Dio un suspiro, con una cálida sensación en el pecho, y, cubriéndose el corte con una bufanda blanca, volvió a acostarse, sintiendo la necesidad de visitar la Tienda al día siguiente.
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Con toda la suavidad y precisión de la que fue capaz, limpió las patitas huecas una a una por dentro, descubriendo que eran tubos, que parecían estar unidos, y que eran muy flexibles. Bajo el chorro de agua quitó las pelusas y la sustancia pegajosa de la bola, sintiéndola estremecerse entre sus dedos, como si le hiciera cosquillas el agua caliente.
Le quitó el polvo y no se detuvo hasta tenerla limpia, al fin pudiendo estar seguro de qué era lo que tenía entre sus manos.
—¿Te dejaron olvidado, eh, amiguito? —le habló, sonriendo un poco—. Ya vendrán a buscarte. Mientras tanto te guardaré... en... déjame ver dónde puede ser... el refrigerador.
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A pesar de haberse dormido tarde la noche anterior y de estar con todos los músculos adoloridos, se levantó temprano, se duchó, desayunó y salió a trotar.
Comiendo un plato de tallarines con ketchup a falta de salsa de tomate, fue creando en el computador portátil un cartel, con letras de diversas tipografías, sin quitarle los ojos de encima a la pantalla.
CORAZÓN ENCONTRADO.
Si crees que este corazón es tuyo, por favor llámame al número de celular escrito abajo. Lo encontré en el departamento sobre la panadería de François Bonnefoy, frente a la zapatería de Arthur Kirkland, en la calle con abedules en la acera.
Insertó una foto que acababa de tomarle al corazón y se dio por satisfecho. Poco después estaba en un negocio imprimiendo cien copias del anuncio, que luego distribuyó por toda la ciudad, pegando la mayoría en paredes y postes.
Se sentó en una banca de una plaza, saludó al jardinero de lengua griega que cercano a él regaba, y, con los avisos restantes a su lado, tomó los primeros del montón, a los que convirtió en avioncitos de papel, que arrojó al aire para que difundieran la noticia.
Moviendo la cabeza con el ritmo de la música que escuchaba en sus audífonos, le dio forma al resto de papeles, convirtiéndolos en ranas y barquitos que dejó caer sobre el riachuelo de agua que formaba el jardinero, para luego verlos alejarse, siendo empujados por el viento o por las fuertes ancas.
El último aviso lo dobló varias veces, rascándose la cabeza de tanto en tanto y volviéndolo a desarmar, con la punta de la lengua sobresaliendo de entre sus dientes, hasta al fin poder modelar un pájaro. Lo tomó de la cola y el cuello y le hizo batir las alas, con una sonrisa, y al sentir que el pájaro tiraba de éstas por cuenta propia, lo dejó marchar.
Silbando, fingió tener una guitarra en las manos, antes de ver, en el centro de la plaza, a unos jóvenes organizando una pichanga, hacia los que corrió.
Pocas horas después, Arthur se peleó con Lovino por alguna tontería que nadie entiende, y con unas palabras mal pronunciadas, hizo llover torrencialmente sobre la ciudad, hasta el punto en que todo papel que no estuviera a cubierto vio su tinta corrida e ilegible.
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Gilbert había perdido, en algún momento de su vida, el color.
No lo tenía ni en su piel, que era blanca como el papel recién fabricado, ni en su cabello, que era blancuzco como una goma de borrar. Sus ojos tampoco tenían color, y a través de sus iris podían verse las venas que había en estos.
Una vez Iván le dijo que eso era tener un color, mas el albino le expuso sus razones para desechar esa ilusión, y aceptó que, ciertamente, si Gilbert sangraba color rojo, era la sangre la dueña del color y no él.
Tan duro fue el golpe de perder el color, que Gilbert se comprometió a dar su vida para que las personas no perdieran sus cosas. Tenía una casa enorme, llena de habitaciones cuyo orden repasaba todos los lunes, días en que también distribuía las nuevas adquisiciones entre los estantes y muebles con carteles y leyendas sobre los objetos allí guardados.
Conoció a Iván cuando éste fue hasta su gran Tienda de Objetos Perdidos buscando su corazón. Gilbert revisó el baúl lleno de dientes de leche perdidos, porque no le llegaban otras partes del cuerpo, nunca. Buscó también en la habitación de los sentimientos perdidos, en cada uno de los cientos y cientos de estantes que allí hay, pero tampoco estaba allí. Lo único que encontró, con gran sorpresa de su parte, fue su propia esperanza, encerrada en un frasco largo y púrpura.
Iván permaneció en la casa rodeada de alba por muchas horas, por un tiempo infinito que no podía precisar, porque siempre parecía ser de mañana en aquel lugar, hasta que encontró la habitación del tiempo perdido y pudo, al fin despertando, regresar a lo que quería llamar hogar.
Gilbert, aun teniendo que ordenar y limpiar un lugar tan grande, disponía de mucho tiempo libre, que usaba en sus peculiares pasatiempos.
A Gilbert le gustaban las aves.
Y fue paseando por el patio que encontró un espécimen único, al que acogió, y al cuál le secó con el máximo cuidado posible sus alitas de papel.
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—Cúbrete. Estás temblando como un pollito mojado —dijo, cubriendo a Iván con una manta para acompañar el guatero que éste apretaba contra su pecho.
—Es un frío distinto al de Siberia —le respondió Iván, temblando—. No te penetra los huesos, sino que se te escapa por los poros.
Gilbert trajo una botella que dejó sobre el piso. Le entregó a Iván un vaso y se sentó en una silla junto a él. Le llenó su vaso, se llenó el suyo, y anunció, como si el licor fuera para festejar:
—Tengo buenas noticias.
—¿Lenin regresó para tomar el mando?
La sonrisa de Gilbert se congeló un instante.
—Otra buena noticia. Lee —contestó, extendiéndole un papel. Iván leyó el aviso, parpadeando sorprendido, hasta llegar al número escrito al pie del texto. Levantando el rostro, observó a Gilbert, ido, casi sin comprender las implicaciones de la foto que estaba enfrente suyo. Gilbert recuperó el papel antes de que pudiera hablar y con unos movimientos calculados armó nuevamente al pajarito en recuperación.
Iván no habló. Tras reponerse, marcó el número que ahora estaba grabado en su memoria y esperó a que le contestaran.
En un departamento, en una ciudad, en alguna parte, un corazón al que el hielo de un congelador casi derrotaba, dio unos latidos de anticipación. Lentos, por su calidad de témpano cardíaco, pero delatores. En la mesa de la cocina un celular comenzó a vibrar, brillar y sonar, y su dueño atravesó la casa desde su habitación hasta él, saltando sobre el sofá con una sonrisa traviesa de niño.
Desde la tienda de enfrente, como si el dueño tuviese un sensor para cada maldad que hacía el joven, se escuchó un grito.
—¡Ya estás pisando la tapicería, no creas que no me entero!
El muchacho no hizo caso del zapatero (todos decían que estaba un poco loco y debía estarlo si decía practicar la magia) y contestó.
—¿Diga?
—Privet. Llamo por el corazón perdido.
—¡El corazón! Perfecto, ¿lo viene a buscar? Tengo una bolsa de papel, se lo puedo dejar encargado en la panadería de abajo, hoy tengo que salir —le contestó con entusiasmo, tomando un tenedor que había por allí y golpeándolo contra la mesa reiterada y suavemente.
Iván, respirando con dificultad, se arrebujó en el sillón y la manta.
—No creo que hoy pueda ir. Estoy enfermo. Quizá otro día.
Desde el otro lado de la calle con abedules, se escuchó un grito:
—¡Deja esa mesa en paz! ¡Los cubiertos son para comer!
El aludido se cambió el teléfono de oreja, caminó hasta la ventana y la cerró.
—¿Y si se lo envío embalado? —ofreció, abriendo el congelador y tomando con ambas manos el corazón casi muerto.
En el salón de la Tienda de Objetos Perdidos, por primera vez en días, Iván exhaló un hálito cálido, pero el suave calor que nacía de alguna parte de su pecho no bastaba para calentar todo su cuerpo.
—Podría perderse nuevamente —explicó Iván, siendo interrumpido por Gilbert, quien no veía un gran problema en que el corazón se perdiera nuevamente, siendo que podría aparecer al fin en su casa, sin necesidad de ir a buscarlo ni nada. Iván no le hizo caso—, prefiero tenerlo en mis propias manos.
—Me parece bien. Entonces lo guardaré en el congelador de nuevo —respondió el muchacho, un poco a regañadientes, pero cediendo.
Mientras acariciaba la cabeza del avecilla de papel, Gilbert vio interrumpido su monólogo con ella. La exclamación fue dicha en voz baja, pero inconfundíblemente sorprendida.
—¿Qué?
—En el congelador, para que no se pudra —explicó el muchacho, deteniéndose.
—No lo guardes en el congelador, me dará hipotermia —pidió Iván—. Ahora mismo casi no puedo respirar.
El muchacho parpadeó sorprendido, y como acto reflejo, atrajo el maltratado corazón hacia sí, para darle calor. Tomó del perchero su chaqueta y con ella lo rodeo. Desde su teléfono se escuchaba un jadeo pesado, adolorido.
Tensos segundos después, Iván suspiró con verdadero alivio, no sintiendo su pecho frío, ni olvidado como solía ser, sino cálido. Una sonrisa pequeña e infantil llamó la atención de Gilbert, quien dejó su vaso de licor en el suelo, lejos del alcance de su mano, considerando que ya había bebido demasiado.
—¿Te sientes mejor? —preguntó el muchacho a Iván, sentado de piernas cruzadas sobre el sofá, rodeando con su cuerpo la pelota que eran su chaqueta y el corazón de Iván.
—Mucho mejor, spasibo.
—¿En qué idioma hablas? —preguntó el muchacho con curiosidad, ya pasado el peligro, mientras un grito se ahogaba en el vidrio de la ventana, regañándole por hablar con desconocidos.
—En ruso —contestó Iván, como si fuera algo obvio—. ¿Acaso tú no hablas en ruso?
—¿Acaso tú no hablas en alemán? —se sorprendió Gilbert.
—¿Ruso no es lo que hablaban los esclavos?
Iván, jugueteando con el borde de su bufanda blanca, preguntó al muchacho:
—¿En qué idioma me estás hablando? ¿Cómo te llamas?
—Alfred. Mi idioma no tiene nombre, sólo se llama idioma: el idioma de los libres, el idioma del mundo. ¿Y cómo te llamas tú?
—Iván... ¿No hablarás el idioma de los corruptos, de los codiciosos?
—¿Me estás diciendo corrupto y codicioso?
—Net —respondió Iván, tan feliz.
Alfred sonrió, casi sin quererlo y a pesar de su ceño fruncido, ignorando el grito del zapatero que le decía que era un mocoso vago. El corazón, ya descongelado y feliz, latió con alegría bajo el peso de su torso.
—¿Vendrás a buscarlo?
—Dime tu dirección.
Alfred hizo como Iván pidió, pero el sonido jamás llegó. Iván le pidió que lo repitiera, aconteciendo igual.
—¡Mal hermano! —se escuchó el grito del zapatero, que estaba comprando unos dulces en el piso de abajo, provocando en Alfred un apuro que lo llevó a despedirse y cortar la llamada rápidamente. Guardó el corazón en el interior de su chaqueta y bajó las escaleras del pequeño edificio. Apenas saludó al panadero que se reía de los gritos incontrolables que Arthur soltaba de vez en cuando, y se fue.
En la Tienda de Objetos Perdidos, Iván sonrió para Gilbert, tomando la botella que estaba en el suelo, y llevándosela a los labios.
—¿No es el alemán el idioma de los enfermos, asesinos y orgullosos?
—¡De los disciplinados, trabajadores y músicos!
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Su antiguo hogar estaba más allá del infinito, rozando las estrellas. Se quitaba sus lentes y seguía un hilo solitario en dirección al cielo. Cuando niño, la altura le provocaba un vértigo que le encantaba. Bajaba corriendo las escaleras de emergencia, saltándose peldaños, y echando carreras con su sombra.
Su sombra tenía nombre.
Su sombra se llamaba Matthew.
Entonces, un día cualquiera, Alfred tuvo la idea de cambiar sus ampolletas por unas de bajo consumo. La luz amarillenta se volvió blanca, y las sombras se debilitaron.
Matthew perdió la poca consistencia que tenía y se volvió casi traslúcido, desapareciendo de a poco y en silencio, sin la valentía para reclamar su lugar entre las sombras de la casa, perdiendo cada zona en que alguien como él podía habitar.
Al poco de darse cuenta de lo ocurrido, Alfred regresó a las ampolletas viejas, sin embargo Matthew estaba ya tan debilitado, que sólo era un ligero sombreado al lado de la sombra tangible que había sido, y el hilo de ambos se sentía delgado y frágil. La imagen era tan triste, que Alfred también se deprimió, siguiendo a su gemelo hacia la evanescencia.
Quizás hubiesen desaparecido ambos de no ser por unos conocidos, que juntaron dinero y les compraron el departamento que estaba sobre la panadería, en un lugar donde la luz del sol les proveería más sombras de las que tenían.
Matthew, demasiado traslúcido para poder moverse, agradeció el gesto y se durmió, sin volver a despertar, dejando a la transparencia invadir su cuerpo sin oponerse a ella.
Parecía tarde para ayudar a su sombra, sin embargo, Alfred y su profesión por salvar a los demás siguieron adelante, y ahora que la mudanza ya estaba concretada, quedaba enhebrar a Matthew a su nuevo hogar.
Subió las escaleras de emergencia durante kilómetros. Tantos, que el aire se hizo liviano y frío, y la ciudad se volvió pequeña como un botón. Cuando las estrellas, estáticas a su lado, eran pequeños puntos de luz que podía alcanzar con la mano, entró a su antiguo hogar.
Las luces, encendidas estratégicamente para crear más sombras de las necesarias, no había ayudado en nada a Matthew que, sin la figura que lo proyectaba, sólo podía intentar ocultarse bajo las sábanas.
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Hubo un tiempo, antes de perder su corazón, en que Iván tuvo un amor. Lo descubrió una mañana, cuando despertó atado a la cabecera de una cama, con un increíble dolor de cabeza. Ella le entregó una aspirina y un vaso de agua. Cuando dijo que se sentía mucho mejor que antes de tomar el medicamento, ella le dijo que eso era a causa del amor.
Ella le dejaba vagar por el departamento, siempre con la esposa de cientos de eslabones que lo ataban a la cama. Le cocinaba la comida que le gustaba, le cantaba las canciones que le agradaban, y alababa cada palabra que decía y cada acto que realizaba.
Con el largo y fino cabello cayendo por su espalda, su buena figura, muñecas delgadas y blanco cuerpo, Iván la encontraba bonita como una muñeca, y como a una muñeca la trató, tocándola con cuidado de no romperla, peinándola y vistiéndola.
Puesto que nunca le dijo su nombre, Iván la llamó Tú en sus palabras y Ella en sus pensamientos, y así estuvo bien, porque cuando le preguntaron quién le había secuestrado durante meses, no pudo dar una respuesta.
Luego vino el movimiento, ella escapando y dejándolo solo en una noche demasiado oscura para dar detalles. Al despertar, la interrogación fue todo lo contrario a lo que Ella le enseñó que era el amor. Y volvieron a dormirlo.
Por mucho tiempo supuso que su corazón se lo habían quitado ellos, que buscaban a la muñeca de sus juegos en ese tiempo que creyó feliz, pero una vez revisado todo el lugar a costa de la vida de quienes se opusieron, un escalofrío le recorrió el cuerpo al comprender la verdad.
Ella se había llevado su corazón, y lo había escondido para que nadie más lo tuviera.
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Al despertar, Alfred remeció a su sombra con la esperanza de despertarla de su sueño ininterrumpido, mas al comprobar que no se podía, negó con la cabeza y se levantó a preparar el desayuno.
Bajó a la panadería de François pensando que, quizás, algo bueno para comer podría despertar a su sombra. Al final de las escaleras, en su casilla del correo, encontró un paquetito envuelto en papel craft, con dos únicas palabras escritas con letras irregulares y esforzadas en la cara superior:
«Para Alfred»
Lo recogió, curioso puesto que nunca recibía más paquetes que los de encargo por sus compras. Pocos minutos después estaba sobre su cama, sentado de piernas cruzadas junto a Matthew con un pan dulce a medio comer en su mano y la bandeja del desayuno entre ambos, servido para la sombra.
El paquetito, sobre su regazo, esperaba paciente a que le quitara sus cordeles para revelar su regalo oculto. Alfred lo abrió, absolutamente atraído por lo desconocido, desarmando el nudo de cordel y deslizando el papel craft como si de un caramelo se tratase, revelando una bufanda blanca con una pequeña mancha de sangre.
El paquete traía una nota, y en ésta se veía el dibujo de un corazón sonriente envuelto por una bufanda.
Alfred, comprendiendo, envolvió el corazón con la bufanda, amoldando un nido para el órgano.
El corazón, al contacto con su nido se sintió menos solo, y latió feliz y con anticipación al sentir una esencia conocida y familiar en la bufanda.
Se arrebujó en ella, del único modo en que un corazón puede hacerlo (latiendo y latiendo para que el movimiento lo enterrara entre los pliegues) y allí quedó, ronroneando en su hogar.
Alfred cogió el nido de bufanda y el corazón ronroneante, y los guardó bajo las sábanas, junto al cuerpo de su sombra, para que Matthew sintiera los latidos de vida junto a sí mientras él no estaba.
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Al salir de casa de manera definitiva, Alfred llevaba una carta en su bolsillo y sus lentes colgando del cuello de su camiseta.
Las calles, todavía manchadas por los ríos de tinta, eran utilizadas por conocidos y desconocidos que, ignorantes de su mundo, iniciaban sus propios días. Cada calle tenía un nombre, y cada nombre a su vez se dividía en números. Juntos, el nombre de la calle y el número del edificio, establecían una dirección que las personas usaban para no perder el camino.
Pero el paquete de esa mañana no tenía dirección alguna a la que recurrir.
Alfred tenía su propia forma de guiarse, incluso sin direcciones, y antes de recurrir a la ayuda de terceros, siguió el camino hacia Iván, llegando hasta las últimas casas de la ciudad, e incluso más allá.
Sin embargo, tuvo que devolverse al comprobar que el hilo del corazón de Iván, tal como lo demostraba su altísimo nivel de tensión, estaba más lejos de todo lo que conocía, y que Iván estaba a una mayor distancia que cualquier persona de la ciudad que hubiese salido de viaje.
Viendo que por su cuenta no podría llegar hasta Iván, y que realmente tendría que enviar la carta, se colocó sus lentes y se dirigió a su destino inicial.
Una vez en la oficina de correo, Alfred pidió hablar con el cartero que le había entregado el paquete. Quien se presentó ante él le preguntó con una sonrisa qué era lo que quería saber.
—Esta mañana llegó un paquete a la panadería de Bonnefoy —empezó a explicar—, sin emisor. Necesito saber de quién es y, de ser posible, su dirección.
—Lo recuerdo, fue fácil saber para quién era —respondió el cartero, mas luego frunció el entrecejo levemente, mirando hacia donde intuía estaba el rostro de Alfred, con una cierta extrañeza en sus ciegos ojos verdes—. ¿Seguro que no tenía emisor?
—No tenía emisor alguno —levantó sus cejas tras el marco del lente, resaltando sus palabras—, sé quién lo envió, pero necesito saber dónde vive.
—Chaval, no sabría decirte de dónde vino... —el cartero pareció pensarlo un poco, acariciándose su mentón con sus dedos tostados—, ¿tienes aquí el paquete?
— No, pero tengo esto —respondió, extendiéndole la carta que llevaba en el bolsillo. El cartero, nada más sentirla entre sus manos, sonrió con sincera felicidad.
—¿Qué dice? —quiso saber, sosteniendo el sobre con cuidado—. No, olvídalo, ya lo sé —interrumpió a Alfred antes de que pudiera hablar, pasando sus dedos por sobre las únicas dos palabras escritas en el sobre.
«Para Iván»
—Se la haré llegar —prometió sin dudar ni un segundo, guardando la carta en su bolso, junto a muchas otras.
—Pero no tiene dirección —intentó razonar Alfred, sin comprender, mas el guiño del cartero de cabellos negros le decía que no se preocupara.
—Típico de quienes hablan el idioma de los mojigatos —le comentó, a modo de despedida—. Para quienes hablamos el idioma de la pasión no hace falta una dirección para saber a donde deben llegar las palabras dichas desde el alma.
—¿Le harías llegar un paquete junto a la carta?
—Depende de lo que contenga. No transportamos nada perecible o vivo, no queremos hacernos responsables de tragedias —le explicó el cartero—, aunque yo he causado más de alguna —comentó, pícaro.
La carta se fue, mas poco importaron las palabras que en ella estaban escritas o las buenas intenciones de Antonio, el cartero, puesto que al día siguiente, a primera hora, la respuesta era tan ilegible para Alfred como había sido su carta para Iván.
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En vista de la inutilidad de los letras escritas, tanto Iván como Alfred aceptaron por acuerdo tácito que la palabra hablada era el único método de comunicación factible.
—Privet.
—Hello —Alfred, extendiendo una cartulina sobre el suelo, se acomodó el celular en el hombro —, ¿cuándo vienes a buscar tu corazón?
—Es una pregunta interesante —Iván, caminando hacia la Tienda de Objetos Perdidos por el camino que separaba a Gilbert del resto del mundo, sonrió un poco apenado—. ¿Eso preguntabas en tu carta? No la entendí.
—Dude, no importa —Alfred, con un plumón, dibujó una gran hoja de alerce sobre la cartulina—, tampoco comprendí la tuya.
—Entonces no comprendes el idioma de la igualdad.
—¿Ese es tu idioma? —el muchacho de lentes se detuvo extrañado—. Mi vecino habla el idioma de la igualdad también —comentó. Rió un poco—. ¡Entonces también hablas el idioma de los cursis!
—¿Yo? Net. Estás confundiéndolos.
—Tranquilo, no le diré a nadie —le restó importancia Alfred, con un movimiento de mano que Iván no podía ver.
—Net, realmente te estás confundiendo —insistió Iván, mas luego sonrió, divertido—. Vi tu idioma, era el de los cerdos capitalistas.
—¡Oye! —una pieza cayó en el pensamiento del muchacho—. ¡Ya sé cuál es tu idioma! — tomó unas tijeras largas y empezó a recortar la cartulina—. Es el idioma de los putos comunistas.
—Da, podría decirse que lo es.
Con un mohín de disgusto, Alfred hizo de la cartulina sobrante una pelota y la arrojó al basurero.
—Entonces llévate pronto tu corazón, yo no lo quiero cuidar.
—¿Por qué no? —preguntó Iván, apenado.
—¡Porque es un corazón comunista! —exclamó Alfred, como si fuera una causa obvia.
—¿Eso es algo malo? ¿Significa que yo soy malo?
—Por supuesto que es malo —Alfred movió la tijera en círculos, buscando por dónde empezar a recortar más detalladamente—. Claro que... todavía no te conozco. Pero hablas el idioma de los comunistas, debes ser malo.
—Yo no soy malo... o no creo ser malo al menos. ¿Cómo sabes qué es malo?
—Porque me enseñaron —se lamió el labio, intentando concentrarse en lo que cortaba, sin lograrlo.
—¿Y crees todo lo que te enseñan?
—No es simplemente creerlo, las cosas son así.
Hubo un silencio. Matthew, sintiendo a su lado un dolor que no era suyo o de su figura, abrazó al corazón y su envoltorio.
—Es bueno confirmar que lo que nos enseñan es verdad. Te estás comportando como un cerdo —soltó Iván, sin un rencor notorio en su voz, mas sí con firmeza.
—Espera, espera —Alfred dejó las tijeras de lado y tomó su celular, parándose—. No me estoy comportando como un cerdo.
—Te niegas a cuidar un corazón, eso es de cerdos.
—¡Es un corazón comunista! —explicó, caminando hasta su habitación.
—¿Qué tiene de comunista un corazón? —quiso saber Iván—. ¿Acaso tú no tienes uno?
Alfred, por inercia, se llevó una mano al pecho, mas sí, allí estaba: el latido de su propio corazón.
— Sí, tengo un corazón. Lo que no tengo es una sombra.
Desde el otro lado de la línea, y aún pisando por el camino de alba eterna, Iván sonrió.
—¿Tienes un corazón capitalista? ¿Por eso dejas a otro corazón que está débil sin cuidado?
—Claro que mi corazón es capitalista, pero no por eso es cruel. Antes que económico o político, es humano —contraatacó el de lentes, destapando con ansiedad a su sombra. Verle dormir le calmaba.
—¿Sabes? El mío también es primero humano. ¿Cuidarías un corazón humano?
En sueños, la sombra movió los labios, susurrándole sus penas a otro ser incompleto. Alfred, sorprendido, tardó en responder.
— Maldita sea, comunista —empezó con una sonrisa de lado en cuanto pudo hablar—. Si nuestros antepasados nos escucharan, se revolcarían en sus tumbas.
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Le llamó una noche, apenas abriendo los ojos. Alfred, que ya comenzaba a dormirse, sonrió como no hacía desde hace mucho.
— Matty... —Le habló, acariciándole el rostro con una mano que pretendía ser liviana. Su sombra gimoteó un poco, intentando asir algo con las manos.
No bastó con tomárselas y apretarlas, ni con susurrarle ni abrazarlo, porque Matthew necesitaba una única cosa para calmarse. Matthew necesitaba la fuente que había mantenido su cuerpo caliente y sus latidos a un ritmo regular cuando la casa estaba sola y él no era más que un bulto desesperanzado bajo las sábanas.
El susodicho, ya fuese porque se sintiese atraído por los gimoteos que le necesitaban, o porque debían repartirse la atención entre dos indefensos, rodó lentamente hasta caer del velador con un ruido sordo. Alfred se levantó, sobresaltado ante el posible daño que podía recibir el segundo ser a su cuidado.
Lo levantó, tropezando con los pliegues del cubrecamas que caían sobre el suelo, y le limpió las pelusas que se le habían encaramado. Lo rodeó con su bufanda blanca, intentando ser tan cariñoso como pudo, y dándole nuevamente la vuelta a la cama, sonrió por fin eufórico.
Su sombra estaba despertando.
Lamentablemente parecía estar sufriendo lo que su descanso anterior había mantenido tras la inconsciencia, y de lo que les había protegido.
A Alfred, de escuchar sus quejidos, y a Matthew, de sufrir su enfermedad.
Tras dejar el corazón entre ambos Alfred volvió a recostarse, y Matthew, quien no había dejado de buscar aquella suerte de bastón, se tranquilizó al sentir cerca suyo el latido al que se había acostumbrado.
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—No quiero verte llorando sólo porque estaré fuera unas semanas, es indecoroso y, tratándose de tu llanto, escandaloso.
—¿Llorando yo? ¡Estaré al fin libre de tu yugo, cher! Te estoy viendo sonreír, ¿qué te causa tanta gracia? Soy un cazador, sabes que no me podrás detener estando lejos.
—Es difícil creerle a alguien que se debate entre reír y llorar.
—Roderich, amour, si tanto me extrañarás puedes hacer ambas.
—Escuchen semejante barbarie. Y ahora te permites sonreír; ya nadie sabe qué esperar de quienes hablan el idioma de los caprichosos y dramáticos... ¿te quedarás callado mucho rato más? En fin, esa sonrisa tierna que tienes ya habla bastante de por sí.
—Vuelve pronto.
—Cómo dije, ya no se sabe qué esperar de ti.
Alfred bajó las escaleras con la mochila al hombro, sujetándose de la baranda para no caer. Llevaba prisa, mucha, porque ahora que Matthew estaba despierto, debía darle los cuidados que necesita.
Al pie de las escaleras estaban Roderich y François, la pareja del piso de abajo, conversando en un tono de voz bajo, íntimo, como el que Alfred usaba para hablar con Iván por teléfono cuando Matthew, en los últimos días, dormía una siesta.
—No soy yo el que está llegando tarde a tomar el tren.
—Por supuesto que no.
Quizás si se hubiese entretenido unos minutos con el correo, o se hubiese detenido a saludarlos más que con un ademán de su mano, se hubiese enterado de que su vecino del primer piso nuevamente se quedaría solo, e incluso es posible que, si se hubiese detenido a escuchar el intercambio de opiniones entre Lovino y Arthur enfrente de la zapatería, hubiera estado prevenido para lo que ocurriría esa noche.
Tener a su sombra despierta había significado más problemas de los que ya tenía. El primero fue el aumento de bocas que alimentar, y la reducción de tiempo para hacer el dinero que implicaba el tener que alimentar, literalmente, a esa boca.
El segundo fue la dependencia, aparente al menos, que los dos seres a su cargo tenían entre sí. Haber dejado a Matthew por periodos largos de tiempo con la única compañía del corazón de Iván había significado un progresivo acostumbramiento a sus latidos, lo que, al menos por el momento, se manifestaba en la necesidad de la sombra por tenerlo cerca.
A pesar de ello, Alfred no podía dejar de notar un tercer problema, tan natural que, si no lo angustiara, pasaría desapercibido para cualquiera. Existían choques entre su sombra y el corazón, choques que, ya fuesen caprichos o necesidades, herían a uno cuando placían al otro, como ahora, en que el piano del piso de abajo tocaba una melodía aprendida de memoria.
El corazón quería escucharla, y Matthew necesitaba dormir. Si cerraba la ventana y la puerta, el corazón bajaba su frecuencia cardíaca. Si las mantenía abiertas para que el sonido entrase, su sombra tiritaba y estornudaba.
Ese primer desencuentro se repetiría todas las noches en que François, tras fingir todo el día, cayese en su tragedia de amores ausentes, y se sentase cerca del piano a imaginar que Roderich estaba allí, tocando.
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¿Qué les espera a Alfred y su sombra, a Iván y su corazón? Díganme qué imaginan en un comentario :D
