Advertencias: Leer sin prejuicios... nada es lo que parece.


Criaturas Celestiales

Capítulo 1: Inferno

Paredes negras y silenciosas, suelos ásperos y húmedos, techos altos y fríos. Sin aire, sin luz. Cuánto hacía que habitábamos ese sitio, nadie lo recordaba. En realidad, los hechos evidenciaban que nunca habíamos estado en otro lugar que no fuera ese, pues al parecer todos habíamos sido nacidos allí mismo, por decirlo de alguna forma. Sin embargo, la certeza de la existencia de un mundo y una forma de vida diferente a la que llevábamos era algo inherente en nuestras mentes, además del misterioso conocimiento previo que poseíamos incluso desde el comienzo, como el habla, o el simple hecho de saber que una silla servía para sentarse, o un espejo para reflejarse en él. Al principio, lo dimos como algo dado, pero con el correr del tiempo creí notar que no era la única en preguntarme en secreto qué significaba todo aquello. Digo en secreto porque cuestionarse no formaba parte de lo que se suponía que éramos.

Las reglas eran simples: "No verás, no escucharás, no hablarás". Mientras nos mantuviéramos dentro de ellas, el viejo nos permitiría vivir, sin descontar obviamente la más importante: "No cruzarás la puerta".

En realidad, no era tan malo como sonaba. Al menos no podíamos quejarnos por el espacio, pues nuestro "lugar", como él lo llamaba, era un sitio amplio compuesto de largos pasillos zigzagueantes entrecruzados de manera confusa que conectaban numerosas habitaciones, la mayoría de ellas vacías, las cuales se nos permitía recorrer con plena libertad.

De los que quedábamos, yo era la más joven de todos, aunque creo que no me confundo al decir que esa condición no me hacía ni la más infantil, ni la menos precavida. De hecho, quizás por el simple motivo de ser la única mujer, me consideraba algo así como la hermana mayor.

Fue durante las largas charlas que solíamos mantener hasta tarde cuando me enteré que en algún momento habíamos sido siete. Bueno, no en un mismo momento, porque algunos ya no estaban más. Gula y Pereza habían fallecido en uno de los experimentos a los que periódicamente éramos sometidos. Al parecer, eran bastante débiles y fastidiosos, por los que nadie se entristeció demasiado cuando no regresaron. En cuanto a Envidia, un día decidió que escaparía de lo que ella llamaba "la prisión", y nunca se supo con certeza qué le ocurrió. El mismo día de su desaparición, el viejo explicó con lujo de detalles cómo la había detenido y torturado hasta la muerte, aunque a ninguno le resultó lo suficientemente convincente como para creer que no había logrado huir.

Pero como yo sólo conocía a aquellos tres por referencia de otros, pues mi llegada ocurrió tiempo después de dichos sucesos, la única ausencia que realmente lamenté fue la de Lujuria.

Lo que más recuerdo es que era una mujer muy hermosa y orgullosa, y disfrutaba mucho de nuestras conversaciones, aunque buena parte de ellas no lograba entender. Quizás el haber sido la primera la convertía irrefutablemente en la más sabia y la poseedora de ciertos conocimientos esenciales de los que nosotros carecíamos. Era usual en ella quedarse inmóvil y en silencio durante horas, su agraciada figura apenas iluminada por el resplandor rojizo de la sustancia contenida en los prolongados tubos que recorrían todas las paredes, nuestra única fuente de luz, pensando en cosas de las que luego jamás hablaría.

Lo que ocurrió con Lujuria sucedió demasiado rápido como para que llegásemos a comprender. Simplemente apareció un día, totalmente alterada y fuera de sí, diciendo que había descubierto la verdad que tanto temía. Luego de eso, el viejo se la llevó, y jamás volvió a mencionar su nombre.

Supongo que cada uno la extrañó a su manera, aunque tampoco hablamos mucho sobre el tema. Tal vez por temor a saber más de lo que se nos estaba permitido, lo cual fue de seguro lo que terminó por condenarla. La mejor forma de sobrevivir, era no saber nada.

—Estás muy pensativa hoy, encanto.

Risueño, Codicia me observaba de brazos cruzados apoyado contra el marco de la puerta. Sus ojos púrpura centelleaban contrastando con la oscuridad del cuarto, implícito en su mirada el ruego de que lo salvara de su usual aburrimiento.

—Nada en especial… Sólo recordaba algunas cosas.

—¡Ten cuidado con eso¡O terminarás perdiéndote en esa cabeza extraña que tienes!—exclamó entre carcajadas.—No cuentes conmigo para que luego te rescate.

—No contaba con ello.

Nos sonreímos mutuamente, como si ninguno se hubiese decepcionado de la respuesta del otro, y luego volví a enroscarme en mí misma, apoyando la barbilla sobre mis rodillas.

—Oh, vamos. No te quedarás todo el día así¿no?—refunfuñó al ver mi rostro regresar a su expresión abstraída inicial.

—Ve a molestar a Ira, no estoy de humor—dije, procurando enterrar aún más la cabeza entre mis piernas para evitar oír sus quejas, las cuales seguramente se reducirían a palabras tales como "arpía" o "amarga", o con más suerte a un simple chasquido de lengua.

Me sentí aliviada al girar nuevamente mi vista hacia la puerta y ver que ya no había nadie allí.

No es que Codicia me cayera mal, ni nada por el estilo. De hecho, tanto a él como a Ira los conocía desde siempre y, salvo días excepcionales en los que yo me encontraba de un humor terrible y ambos parecían ponerse de acuerdo para fastidiarme, solíamos llevarnos bastante bien. Es sólo que a veces necesitaba estar sola para poder pensar tranquila. Y recordar, aunque no hubiese otra memoria en mi mente más que ese sitio oscuro en el que había pasado toda mi existencia.

Estaba ya algo adormecida, perdiéndome entre imágenes sueltas y difusas, cuando sentí que alguien me zamarreaba violentamente, terminando por empeorar mi temperamento.

—¡Despierta¡Ha ocurrido algo tremendo!—logré entender entre las sacudidas que Ira exclamaba frenético, justo a tiempo para evitar que acabara mi puño en su lindo rostro aniñado.

—¿Qué sucede?—atiné a preguntar una vez consciente del todo.

Pero en vez de darme una respuesta, el crío se echó a correr por los estrechos pasillos instándome a que lo siguiera.

Realmente no me sorprendía en absoluto su exaltado comportamiento, pues era usual en Ira tener esas súbitas reacciones las cuales a veces me enternecían, pero en general acababan sacándome de quicio. Tampoco me extrañó ver al viejo echado en una de las habitaciones vacías, totalmente inconsciente y abrazado a una botella de ron como si fuese su más preciada pertenencia, tal como lo habíamos encontrado en muchas otras ocasiones.

Pero el pequeño no se detuvo allí, sino que continuó guiándome hasta el lugar en donde se hallaba Codicia señalando algo que me dejó pasmada. Aparentemente, el viejo había tomado mucho más que en las anteriores ocasiones, pues la puerta, aquella que se nos estaba explícitamente vedada, había sido olvidada completamente abierta.

—Pero qué…—fue lo único que mi estupor me permitió modular.

—¡El viejo se emborrachó y olvidó cerrarla!—exclamó Ira observándome con los ojos bien abiertos y sin haber perdido ni una pizca de su excitación.

—Creo que ya se dio cuenta de eso, Ira—sentenció Codicia en tono burlón.- Y bien, encanto… después de ti.

Lo miré fijo a los ojos sin comprender en absoluto lo que estaba sugiriéndome, hasta que un gesto de su mano señalando el interior de la puerta me hizo caer en la realidad.

—Espera, espera… ¿Estás diciendo que pretendes cruzar al otro lado?

—¿Acaso no fui lo suficientemente claro¿Es que quieres que perdamos esta oportunidad única?

—¡Estás loco!—exclamé furiosa.—¿Ya olvidaste la regla principal¡No pienso cruzar esa puerta!

—Has lo que quieras…—resopló antes de adentrarse en la negrura casi total que pareció engullírselo apenas atravesado el umbral.

Ira se apresuró para seguirle el paso, abandonándome en la oscuridad y el silencio de un sitio que era ya de por sí oscuro y silencioso, pero en el que realmente no deseaba permanecer sabiéndome completamente sola. Así que volví sobre mis pasos para asegurarme que el viejo siguiera durmiendo, y luego me encaminé a toda prisa hacia donde mis amigos se habían dirigido.

Apenas crucé la gran puerta, divisé en la espesa oscuridad una escalera de numerosos peldaños que llevaba hacia arriba, en donde me recibió una enorme habitación de peculiares características que no me pasaron desapercibidas: el techo, altísimo, se encontraba sostenido por grandes columnas de un material lustroso, y las blancas paredes, repletas de hermosos cuadros y adornos de todo tipo, estaban iluminadas por grandes antorchas que le daban un aspecto aún más majestuoso a todo aquello.

Todavía maravillada, caí en la cuenta de que seguía estando sola, pero mis nervios no me permitieron decir o hacer nada, manteniéndome inmóvil ante semejante espectáculo de belleza y novedad.

—¡Ven¡Por aquí!—la voz chillona de Ira, quien acababa de asomarse por una de las tantas arcadas del salón, me sobresaltó en extremo.

—¡Espera¡Ira, vuelve aquí de inmediato!—exclamé en el tono más bajo que me fue posible sin lograr evitar que volviera a irse por donde había venido.

Fue entonces cuando perdí lo poco que me quedaba de paciencia, virtud que no resaltaba en absoluto entre mis diversas cualidades, y comencé a aventurarme entre los amplios pasillos con el único objeto de obligarlos a regresar, tanto a él como al otro, al lugar que nos correspondía, utilizando el método que fuere.

Mientras transitaba los corredores evitando distraerme con aquellos detalles que se me hacían tan extravagantes, intentando lograr un equilibrio entre velocidad y prudencia, oyendo las pisadas de Ira y evitando que se oyeran las mías, finalmente arribé al cuarto que esos dos habían elegido de manera aleatoria y entre tantos otros para husmear. Antes de irrumpir en ella, pude ver a través de la doble puerta semiabierta una amplia cama de oscura madera finamente tallada, cubierta por sábanas sedosas delicadamente estampadas que se entrelazaban formando moños en las puntas. Sobre ella, Codicia se hallaba sentado concentrado en hojear un grueso libro de tapas marrones.

—¡¿Qué se supone que hacen?!—inquirí una vez dentro, llevándome una mano a la frente al ver cómo Ira rebotaba divertido sobre los resortes de la cama, haciendo un estruendo terrible.-Tenemos que regresar inmediatamente, o sino el viejo…

—¡Relájate, encanto!—me interrumpió Codicia levantando la vista.—¿Has visto todo esto? Si te amargas tanto, no podrás disfrutarlo… Además, el viejo va a estar dormido por un buen rato.

—No pretendo arriesgarme tanto.

Codicia suspiró en señal de aparente derrota, y poniéndose de pie para acercarse a mí y alcanzarme el libro que tan ensimismado había estado leyendo instantes atrás, dijo:

—De acuerdo, de acuerdo. Si tan preocupada te tiene, entonces regresaremos enseguida. Pero antes, échale un vistazo a esto que acabo de encontrar. ¡Sólo un segundo!

Asentí a regañadientes ante su súplica, tomando el susodicho libro sin dejar de mirarlo fijo con aire amenazante, pues estaba comenzando a odiar de verdad aquella incómoda situación de peligro. Pero cuando bajé mis ojos y éstos se encontraron con la página indicada, no pude evitar olvidar momentáneamente el problema en el que estábamos metidos, e incluso recuerdo haber dejado escapar un casi inaudible chillido de sorpresa.

—Es… ¡Lujuria!

—Así es—asintió.—Y éste debe ser el viejo.

Lo que decía al tiempo que su dedo señalaba en la fotografía al hombre que se hallaba sentado a un lado de nuestra vieja amiga parecía tener sentido, pues a pesar de aparentar unos veinte años, las similitudes físicas eran significativas y la antigüedad del retrato de cierta manera ayudaba a confirmar su suposición.

—Pero es extraño…—dije, frunciendo el ceño.

—¿A qué te refieres?

—A la situación de la fotografía. El viejo jamás la hubiese abrazado de esa forma, creo. Más que Lujuria, pareciera como si fuera su esposa.

—Porque esa no es Lujuria—observó de pronto Ira, asomando su pequeña cabeza por encima del libro.

—¿Qué dices¿No ves que es ella?

—No… Mira, no tiene la marca.

Ante la explicación del niño, Codicia y yo nos miramos atónitos. Claro que la vergüenza de no habernos percatado antes de semejante detalle pasó desapercibida ante el hecho de lo que aquello implicaba: definitivamente, esa no podía tratarse de Lujuria.

No sabíamos con certeza lo que significaba, pero era evidente que el que todos poseyéramos esa marca indeleble e inalterable en alguna parte de nuestros cuerpos se relacionaba misteriosamente con nuestros singulares atributos. De alguna manera, suponíamos normal en un ser humano el inevitable envejecimiento y muerte, tal como sucedía con el viejo. Pero ni el tiempo, ni los tóxicos, ni el fuego ni las lesiones nos afectaban de manera permanente. O por lo menos, hasta el momento mi cuerpo había sido sometido a todo aquello y aún se mantenía intacto, aparentando hacía ya mucho tiempo no más de quince años de edad.

Mientras examinábamos la fotografía, intentando asignarle una explicación coherente, mi mente era surcada por sospechas sin mucho sentido, aunque poco a poco parecían ir encajando macabramente en el rompecabezas en que todo aquello se había estado transformando.

Pude notar en la expresión de Codicia ideas similares, pero supuse que al igual que yo no se atrevería a compartirlos. Al menos no en ese momento, porque de repente nuestros pensamientos fueron interrumpidos por un grito lejano que nos era familiar.

El viejo, ya despierto, de seguro nos había buscado y no hallado en donde se suponía debiéramos estar. Aterrada, dejé resbalar el libro de mis manos al tomar conciencia de ello.

Continuará...


Holas!

Aquí presentando mi nuevo y(creo) más extraño fanfic.

Espero que les haya gustado, porque la verdad le tomé bastante cariño escribiéndolo y creo que me quedó bastante bien.

Dudo que tarde en actualizar porque los otros capítulos ya están escritos, aunque tengo que hacerles algunas correcciones.

Saludos! Nos vemos en el próximo P