Esa niña.

Emily se levantó, tomó un baño, se sirvió una taza de café negro, duró 30 minutos atascada en el trafico, abrió la puerta de su despachó y se sentó a trabajar. La misma rutina —o al menos parecida— la había atrapado durante semanas, meses, años o lo que fuera; haciéndola olvidar alguno que otro detalle importante, como observar el atardecer, colorear un libro, brincar la cuerda o soplar burbujas.

Quizá incluso se había olvidado de aquella vaquerita pelirroja de cabello trenzado llamada Jessie, esa que alguna vez tiempo atrás había hecho cobrar vida con el simple uso de sus manos y creatividad. Quizá se había olvidado de los detalles en su rostro como el color verde en sus ojos, el rubor en sus mejillas y la eterna sonrisa. También podría haberse olvidado del universo que había creado junto a ella en esas noches lluviosas mientras su madre gritaba del otro lado de la puerta que durmiera.

Quizá Emily se hubiera olvidado de esa niña que fue en la infancia, quizá por eso estaba ahí sentada con ese gesto aburrido.

En cambio de Jessie que no había olvidado a la niña Emily, aún entendía de instantes mágicos.