LIBRES

Primera parte

Capítulo I

Ottery St. Catchpole, 1 de Julio de 1938.

Notó rápidamente la brisa fresca, típica de aquellos lugares próximos al mar y supo que estaba cada vez más cerca. Absorta y emocionada, veía pasar por la ventanilla del coche de su padre los árboles que siempre parecían saludarla con sus ramas, meciéndose al ritmo del suave viento y pudo escuchar el cálido piar de los pájaros, amaba ese sonido, que sólo en un lugar como aquel podía apreciar con claridad.

Cada verano, desde que tenía uso de razón, Hermione Jean Granger y su familia abandonaba Londres para pasar las vacaciones estivales en el pueblo natal de su padre, Ottery St. Catchpole.

Ottery era una aldea pequeña y acogedora, de pocos habitantes en donde todos se conocían y sabían y se preocupaban de las vidas de los demás. El pueblo tenía una sola plaza, una librería, un mercado pequeño donde diariamente vendían pan, pescado, verduras, frutas y carne. También contaba con una escuela, una iglesia, una carpintería, una herrería y un pequeño ayuntamiento. No había hospital en Ottery, sólo una consulta médica , pero sí podían presumir de tener un comisaría de policía que velaba por la seguridad de la aldea, aunque solamente hubiese tres agentes trabajando en ella. Había en el pueblo una única taberna, propiedad de Rubeus Hagrid, un hombre que parecía un gigante de alto que era, tenía el rostro cubierto por una espesa barba negra y su cabello, del mismo color, le sobrepasaba los hombros. Sin embargo, a pesar de su aspecto feroz y descuidado, Hagrid —como se le conocía en Ottery cariñosamente— era un tipo bonachón y amable, de toscos modales pero de gran corazón y todos en la aldea le tenían en gran estima. Vivía a las afueras cerca del bosquecillo, en una cabaña sucia, demasiado pequeña para él y su enorme perro, un viejo mastín napolitano llamado Fang.

La pequeña aldea quedó atrás y a la derecha del camino empedrado por el que Hermione y su familia circulaba con su coche. La niña tenía casi trece años, una edad difícil para algunos y encantadora para otros; para ella, sin embargo, era la edad del despertar a ciertas emociones que la acompañarían por el resto de su vida.

A medida que se acercaban a la vieja y coqueta casa de campo de su abuela, Hermione comenzó a recordar el lugar. Los verdes prados, los caminos pedregosos y en ocasiones algo enlodados y difíciles.

La abuela Granger era una mujer muy apreciada en el pueblo, tenía una de las granjas más fructíferas y ricas del lugar. Lo que más impresionaba a los habitantes de Ottery eran los maravillosos caballos de los que la anciana solía presumir. Su difunto esposo había sido gran amante de estos animales y, poco a poco, con algo de fortuna en los negocios, se dedicó a la crianza de ellos, llegando a poseer los cinco mejores ejemplares de todo el condado de Devon. Era un orgullo para la casa Granger aquellos bellos animales y, tras la muerte del viejo señor Granger, su esposa se ocupó personalmente de seguir con aquel sueño de su marido. Sin embargo, Hermione no les prestaba mucho interés a los caballos, le parecían demasiado altos y briosos, y ella siempre había preferido tener los pies en el suelo. Le gustaba observar como trotaban por el prado, pero no más allá de eso.

La muchacha sintió una alegría enorme cuando por fin pudo ver a la vieja señora Granger, de pie, junto al umbral de la puerta principal, con su impoluto delantal floreado y su cabello plateado recogido en un pulcro moño.

—Mi preciosa niña —dijo acercándose a Hermione—. ¡Cuánto has crecido desde el verano pasado! Ya eres toda una mujercita.

En efecto, Hermione Granger había crecido bastante en el último año, aunque aún le quedaba mucho para ser una mujer como tal. Su cuerpecito era delgado y poco desarrollado, tenía el cabello de color castaño igual que sus ojos, pero aquella mata de pelo era complicada, demasiado enmarañada. Por eso su madre trataba de dominarlo a base de apretadas trenzas que ella aborrecía hasta decir basta. Había sido educada en un colegio de señoritas en Londres, su padre, que trabajaba para el gobierno británico con un puesto más que considerado, podía permitirse el lujo de enviar a su única hija a uno de los colegios más prestigiosos de la ciudad. Allí le habían inculcado la mejor y mas distinguida de las educaciones, sin embargo, Hermione distaba mucho de ser una muchacha refinada y frágil, educada para ser una buena esposa; ella conservaba un carácter fuerte y decidido, era inteligente y muy estudiosa y no deseaba llegar a ser únicamente la esposa de algún terrateniente rico, sino una mujer capaz de valerse por sí misma en medio de un mundo hecho por y para los hombres. Era un fiel reflejo de su cabello, aparentemente controlado pero, en el fondo, salvaje. Por supuesto aquellos eran sus pensamientos secretos, nunca se le ocurriría contárselo a nadie y mucho menos a sus padres o a sus perfectas amigas del ilustre colegio, porque sería un auténtico escándalo.

—Ha sido un viaje muy pesado, mamá —expresó el señor Granger mientras depositaba un beso sobre la mejilla de la anciana.

—Te estás acostumbrando a las comodidades de la gran ciudad, querido, y eso no es nada bueno.

—Algo que le repito constantemente —añadió la joven señora Granger saludando a su suegra con un cariñoso abrazo.

—Vamos entrad en la casa que he preparado bizcocho y té.

El bizcocho de la abuela Granger era uno de esos placeres de la vida que todo ser humano debía probar alguna vez antes de irse al otro mundo, o eso, al menos, era lo que pensaba Hermione mientras le hincaba el diente al esponjoso dulce. A pesar de que la señora Granger era una mujer de una posición bastante holgada, gracias al trabajo y el buen ojo para los negocios de su difunto marido, gustaba de realizar algunos quehaceres de la casa. Solía ocuparse de preparar los guisos y los sabrosísimos bizcochos que tanto deleitaba a su única nieta. Solía tener dos trabajadores a su cargo; uno de ellos llevaba casi media vida con ella, la señora Fawcett, que solía ayudarla en los trabajos más pesados de la granja como limpiar, lavar la ropa y recoger hortalizas y frutas del huerto, a cambio, la anciana señora Granger le entregaba un jornal que, junto con el que el señor Fawcett traía a casa como agente de policía, suponía un gran alivio económico para una familia que contaba únicamente con una hija de la misma edad que Hermione, llamada Sarah. Los Fawcett eran un matrimonio que sobrepasaban ya los cincuenta años, por problemas de salud de la esposa, la pequeña Sarah llegó al seno familiar de forma tardía pero llenando aquel hogar de una enorme felicidad.

Aquel día, la señora Granger había dado la tarde libre a la señora Fawcett, por eso ninguno de los recién llegados tuvo la oportunidad de saludarla.

—Ya lo haréis mañana cuando llegue bien temprano —comentó la anciana—. Lo peor es que me he quedado sin mozo en las caballerizas y en las labores del campo. El joven que contraté, un muchacho atolondrado llamado Bob, recibió una oferta de trabajo como calderero para una fábrica en Plymouth y se marchó hace un par de días. Tendré que buscar a alguien pronto pero, entretanto, podrías encargarte tú de los caballos, Henry.

El señor Granger enarcó una ceja, su hija ahogo una risa. Henry Granger Jr. no había heredado esa afición por los caballos de su padre, no obstante, se le daba bien cuidar de ellos.

—No será por mucho tiempo —añadió la anciana al ver el gesto de resignación de su hijo.

La conversación se vio interrumpida por unas chillonas voces infantiles que se oyeron a través de la ventana abierta del salón de té de la señora Granger. Inmediatamente, Hermione apartó el visillo de color crema que decoraba la ventana de madera y se asomó a ella. Allí estaban todos, tal y como los recordaba. Eran cinco niños aproximadamente de su edad. Tres de ellos eran chicas, una rubia con el pelo despeinado, la nariz llena de hollín y vestida con pantalones. Tenía los ojos azules muy abiertos y con un punto de locura reflejada en ellos, se llamaba Luna Lovegood y era la hija de un inventor que vivía a las afueras de Ottery, en lo alto de la colina. Todos decían que estaba loco y algunos incluso lo asociaban a la extraña muerte de su esposa cuando la pequeña apenas contaba con nueve años.
Otra de las niñas tenía el cabello tan rojo como el fuego, ondulado y recogido en una coleta, llevaba un vestido ajado y unos zapatos de chico sin cordones, sus ojos, del color de las hojas en otoño, eran vivos y muy hermosos. El rostro de aquella chica era bello y salpicado de graciosas pecas.
La tercera parecía mayor que las otras dos, su pelo tan castaño como el de Hermione y sus ojos tan oscuros como una noche de verano. Vestía más pulcra que las otras chicas, con ropa adecuada a su edad y a su sexo, en los pies calzaba unos zapatos muy femeninos y con un brillo deslumbrante.
Junto a ellas se encontraba un chico casi de la misma edad que Hermione, llevaba gafas, escondiendo tras las lentes unos brillantes ojos verdes. Una extraña cicatriz en forma de rayo decoraba su frente sobre la que caía alborotados mechones azabaches.
Tras el pequeño grupo había otro muchacho con la espalda apoyada en un árbol. Se parecía sospechosamente a la chica pelirroja, su cabello tenía el mismo color, pero era alto y delgaducho. Mordisqueaba una ramita seca con desdén mientras sus ojos azules miraban, absortos, las puntas del césped que sobresalía por la verja de la granja de la señora Granger. Su rostro también estaba cubierto de pecas y su ropa estaba vieja y gastada por el uso y los continuos lavados.

—¿Puedo ir con ellos, papá? —preguntó Hermione presa de la ansiedad.

—¿Has terminado tu merienda, hija?

La joven asintió nerviosamente con la cabeza, su padre, entonces, le dio permiso para abandonar la mesa. Presta, la niña salió como alma que lleva el diablo de la casa y corrió a través del jardín hasta que llegó a la verja, donde los otros niños se mostraron entusiasmados al verla. Todos menos el muchacho que mordisqueaba la ramita, él apenas se movió del árbol.

—Mi madre dijo que vendrías hoy, tu abuela le dio la tarde libre.

Había hablado Sarah Fawcett, la chica con el vestido menos remendado y los zapatos más brillantes.

—Tienes que contarnos tantas cosas de Londres —exclamó la niña pelirroja, cuyo nombre era Ginevra Weasley, pero todos solían llamarla simplemente Ginny.

Los Weasley eran una familia muy numerosa y todos, sin excepción, tenían el cabello del color del fuego. El matrimonio tenía siete hijos, de los cuales, Ginny era la única mujercita. En orden cronológico los nombres de los varones eran los siguientes: Bill, el mayor, un joven responsable pero de carácter afable, trabajaba en la herrería del pueblo como ayudante. Charlie, el segundo, tenía la cabeza menos amueblada que el anterior, era bromista, le gustaba la aventura y el riesgo y guardaba un secreto del que nadie, ni siquiera su propia familia, era conocedora. El siguiente en el orden era Percy, el más serio, responsable y aplicado de todos —y el único de ellos con novia— cualquiera que lo conociese a él y a su familia no podría asociarlos salvo por el color de su cabello. Percy soñaba con ir a la universidad, pero la precaria economía de su familia coartaba sus sueños de ser alguien importante en la vida. Los dos siguientes, el cuarto y quinto respectivamente, bien podría ser un sólo número porque ambos constantemente discutían sobre quién de los dos había asomado la cabeza al exterior antes. Eran gemelos, Fred y George se llamaban y sus únicas aspiraciones en la vida era fastidiar al resto de sus hermanos, sobre todo a Percy y a Ron. Ron era el más pequeño de los varones, un joven inseguro, acomplejado por sus hermanos mayores, presa de las bromas de los gemelos y de los constantes desaires de Percy. Aquel era el muchacho pelirrojo que apoyaba la espalda en el árbol y mordisqueaba la ramita seca. Con los Weasley vivía Harry Potter, un joven huérfano, del que el matrimonio se había hecho cargo después de que los tíos del niño se mudaran a otro condado y éste se negase a acompañarlos. Harry nunca se había sentido querido por la hermana de su madre y el esposo de ésta, así que los Weasley decidieron acogerlo en el seno de su familia, proporcionándole un techo y un plato en la mesa. Una boca más era un duro trago para ellos, pero saber que el muchacho era un desdichado junto a su verdadera familia era mucho peor para la buena fe de la señora Weasley. Para los tíos de Harry, librarse del niño fue un alivio y, por ello, no pusieron objeciones a la solicitud de los Weasley, firmando todo lo que ellos quisieron y cediéndoles la tutela del menor.
Los padres de Harry habían muerto en un incendio que un rayo provocó una noche de tormenta, cuando él era apenas un bebé, y de aquel terrible momento quedaba sobre su frente una marca como recuerdo.

—No pensábamos que vendrías tan pronto, te esperábamos a mediados de mes —comentó Harry subiéndose las gafas que habían resbalado por su nariz.

—¿Me trajiste lo que te pedí? —preguntó Luna, la jovencita rubia, con impaciencia.

—Pues claro que sí —aseveró Hermione metiéndose la mano en uno de los bolsillos de su vestido y sacando unas pequeñas semillas—, lo que no consigo averiguar es para que diantres quieres esto. Mi padre dice que aquí, tan cerca del mar, no crecerán bien.

—Pues mi padre dice que sí, veremos quién tiene razón —comentó Luna con voz dulce sin sentirse ofendida.

Luna tenía un carácter afable, nunca se enfadaba y era tremendamente positiva. En el pueblo había quién la miraba con cierta lástima, pensaban que la desafortunada muerte de su madre y la fama de excéntrico de su padre, habían ido tallando el extraño carácter de la niña. Era inteligente y muy despierta, solía dar buenos consejos y siempre estaba ahí para cuando alguno de sus amigos necesitaba de su ayuda. Al principio le costó integrarse en el grupo de aquellos niños, pero una vez estos entendieron y aceptaron su delirante forma de pensar, pasó a ser una más de ellos.

—Hola, Ron —saludó Hermione directamente al joven Weasley que aún no había pronunciado palabra.
—Hola —dijo él escuetamente y luego añadió—. Ginny me voy al rio a pescar con Charlie y con Bill, díselo a mamá. ¿Vienes Harry?

—Ahora no, Ron, quizás más tarde —contestó el niño de cabello azache.

—Como quieras.

Ron separó su espalda del árbol y comenzó a andar por el empedrado camino alejándose de ellos.

—No le hagas ningún caso —recomendó Ginny haciendo una mueca de resignación con el rostro—, ya sabes cómo es.

Hermione se encogió de hombros con desdén. Conocía a Ronald Weasley desde que eran muy pequeños y siempre había sido un chico algo tímido y escurridizo, pero por el contrario resultaba un muchacho divertido y valiente cuando era necesario. En los últimos años, Ron había cambiado un poco, hablaba menos, apenas bromeaba y siempre parecía estar de mal humor. Así que Hermione comenzó a tener una relación de amistad con él un poco más distante que con los demás niños. No es que le importase mucho aquel muchacho pelirrojo, flacucho y desganado, simplemente, a veces, conseguía que el carácter enfadadizo de Ron, le enojase e irritase mucho más de lo que debiera.

—He pensado —comenzó a decir para tratar de olvidarse de la extraña actitud del pelirrojo— que me gustaría visitar a Hagrid.

—Pero está en la taberna y allí no nos dejan entrar —puntualizó Sarah frunciendo el ceño.

—Pues nos quedaremos en la puerta y desde allí le haremos señales para que salga —propuso Luna mientras que con sus ojitos azules seguía el caminar de un grupo de hormigas cabezonas.

—Entonces, en marcha —exclamó Harry alzando el puño entusiasmado.

—¿No necesitas pedirle permiso a tu padre para ir al pueblo? —preguntó Sarah, que era una niña muy responsable.

—Tienes razón, debería hacerlo para evitar que luego me regañen —admitió Hermione, que corrió nuevamente hacia dentro de la casa. Salió un minuto más tarde, sonriendo de oreja a oreja, mientras gritaba—. ¡En marcha!

Uno tras otro los niños emprendieron su camino hacia el pueblo por el sendero empedrado. Sarah era la única de todos aquellos niños que vivía dentro de la aldea, el resto, tenían granjas en los alrededores. Luna era la que vivía más lejos de todos, cerca de la colina que colindaba con el pueblo vecino. Los Weasley tenían una modesta granja con algunos animales como vacas, gallinas y cerdos muy próxima a la gran casona de la señora Granger. Para llegar al pueblo desde allí, primero debían caminar por el sendero empedrado y luego pasar sobre al caudaloso rio para después adentrarse en el bosquecillo. Una vez que dejaban atrás la frondosa arboleda podía ver la aldea repleta de vida. Apenas era una caminata de veinte minutos pero para los chicos siempre suponía una aventura y, por eso, adoraban bajar al pueblo cada vez que tenían opción para ello.

Durante el trayecto, Hermione les contó a las chicas más interesadas, Ginny y Sarah, sus peripecias en Londres. Les habló sobre su distinguido colegio y sus estiradas amigas, aunque se aseguró en dejarles muy claro que nunca las antepondrían a ellas dos. Sin darse apenas cuenta, salieron del pedregoso camino y llegaron al río que debían cruzar a través de un puente de piedra muy viejo y gastado.

—¡Mirad! Son mis hermanos —gritó Ginny haciendo aspavientos con la mano—. ¡Bill! ¡Charlie!

Dos jóvenes pelirrojos, que se encontraban debajo del puente sentados en unas piedras cerca de la orilla del rio, giraron la cabeza al unísono. Portaban en sus manos cañas de pescar bastante usadas y a su lado tenían una cesta de mimbre de la que sobresalían las cabezas y colas de algunos peces.

—¡Bienvenida a Ottery un verano más, Hermione! —saludó el mas joven de los dos, Charlie.

—¡Gracias!

—¿A dónde vais? —pregunto Bill, haciendo un brusco movimiento porque parecía haber picado algo en su caña, fue una falsa alarma.

—Vamos a la aldea, Hermione quiere saludar a Hagrid —explicó su hermana—. ¿Qué tal la pesca?

—Hemos tenido días mejores, esperamos a Ron ¿sabéis algo de él?

—Por allí viene —dijo Harry señalando con el dedo hacia un muchacho que se acercaba a los dos que pescaban—. Salió antes que nosotros, debe haberse entretenido por el camino.

—¡Pásalo bien, Hermione! Y saluda a Hagrid de nuestra parte —pidió Charlie mientras dejaba un poco de espacio en la piedra para que su hermano Ron se sentase.

El más pequeño de los Weasley agarró una caña de pescar, colocó el cebo en el anzuelo y la lanzó al rio. Los demás niños cruzaron el puente y se adentraron en el frondoso bosquecillo.

El bosque era un lugar bastante sombrío y húmedo y por la noche daba mucho miedo cruzarlo, a pesar de que nunca había pasado nada extraño en él. Pero era de día y todos iban acompañados unos de otros, de esa forma no había cabida para el temor.

—Mirad —exclamó Ginny señalando con el dedo hacia una pequeña cabaña que se encontraba a bastante distancia de ella—. Algo se ha movido allí.

—Deja de decir tonterías —le regaño Sarah quedándose quieta de repente.

—No son tonterías, Sarah, George y Fred lo han visto —comento Harry poniéndose de puntillas para poder mirar mejor a través de las frondosas ramas de los árboles.

—¿Ver, a quién? —preguntó Hermione intrigada.

—Al hombre deforme —contestó Luna entretenida con una mariposa que se posó sobre su respingona nariz.

—No hay ningún hombre deforme.

—Sí lo hay, Sarah, Fred dice que le falta una pierna, que sus ojos se salen de las órbitas y está lleno de cicatrices.

—Siendo su hermana y sabiendo cómo es, no sé como te crees una sola palabra de lo que dice Fred, seguro que se reía de ti.

—¿Alguien puede explicarme de quién habláis? —inquirió Hermione cruzando sus delgaduchos brazos sobre el pecho.

Harry se puso a su lado y susurrándole como si temiese que alguien les oyese comenzó a contarle la historia.

—Hace como seis meses un leñador vio como salía humo de la chimenea de esa cabaña que lleva años abandonada. Al principio pensaron que podría ser alguien que hubiese entrado en ella pero luego el pueblo se enteró que un hombre muy extraño se había instalado allí. Nadie lo ha visto, nadie sabe qué aspecto tiene…

—Excepto Fred y George —interrumpió Sarah rodando los ojos.

—Sí, excepto ellos. Un día los dos estaban cazando conejos cuando lo vieron salir muy temprano. Aún se me pone la piel de gallina sólo con recordar la descripción que hicieron de él. —Harry cerró los ojos mientras notaba como una sacudida le hacia temblar de pies a cabeza.

—Mis hermanos quieren hacer un día una expedición para averiguar quién se esconde en esa cabaña. Ron y Harry también irán con ellos, y yo.

—No, tú no puedes ir, Ginny, eres una chica —aseveró Harry alzando la barbilla con autoridad.

—Soy más valiente que todos vosotros juntos, iré y Sarah también.

—Ah no, a mí no me metas en esto, yo sí soy una chica y las chicas no hacemos esa clase de locuras.

Ginny resopló fastidiada. Ella era mucho más capaz que cualquiera de sus hermanos, incluso que Harry, pero por el mero hecho de se una chica le impedían enfrentarse a situaciones que cualquiera independientemente de su sexo podría afrontar.

—La valentía no depende de si eres hombre o mujer —expuso Hermione—. Yo también iré.

Ginny soltó un gritito de alegría y abrazó con fuerza a su amiga, logrando que las trenzas de Hermione se deshiciesen un poco y su salvaje cabello asomase.

—Estáis locas, yo no tengo que demostrar nada —protestó Sarah alzando la nariz—. Salgamos de aquí, este lugar no me gusta.

Unos minutos después, el sol volvió a pegar con fuerza sobre las cabezas de los niños, habían dejado atrás el sombrío bosque y ya podían ver los tejados de las casas de Ottery.

Cuando Hermione entró en el pueblo, un año después de la última vez, le dio la sensación que únicamente habían pasado unos días desde que se marchara de allí. Todo estaba igual, no había nada diferente y eso es lo que le gustaba de aquella aldea. Pasaron por delante del mercado, que estaba cerrado porque únicamente funcionaba por las mañanas, y pronto se encontraron frente a la taberna de Rubeus Hagrid. Ninguno se atrevió a entrar y se quedaron en la puerta esperando que algún cliente la dejase entreabierta para que Hagrid pudiese verlos, puesto que el barbudo hombre no permitía la entrada de ningún niño a su local.

Tuvieron que esperar bastantes minutos hasta que, finalmente, un hombre bajito y rechoncho salió de la taberna. Tenía los mofletes muy rojos y la punta de la nariz también, se quedó frente a los niños mirándolos con curiosidad.

—¿Qué hacéis aquí, mocosos? —inquirió trabándosele la lengua.

—Queremos hablar con Hagrid —expuso Harry dando un paso adelante—. ¿Podría decirle que estamos aquí?

El hombre se tambaleó un poco mientras miraba al niño fijamente, sin decir nada se giró, entreabrió la puerta y gritó.

—¡Eh! ¡Hagrid! ¡Tienes la puerta infectada de críos, dicen que quieren hablar contigo!

Sin dedicarles una sola mirada, el hombre rechoncho se alejó de ellos dando traspiés y farfullando por lo bajo.

Unos segundos después, la puerta de la taberna volvió a abrirse y Hagrid, que bien podría medir más de dos metros, asomó su peluda cabeza por ella. Cuando comprobó quienes eran los que lo solicitaban, una enorme sonrisa curvó sus labios.

—¿Qué os tengo dicho? No podéis venir a mi taberna —les regañó con voz dulce.

—Lo sabemos, pero es que tenemos una sorpresa, Hagrid —exclamó Luna con los ojos muy abiertos.

—¿Una sorpresa? Veámosla.

Harry se apartó y detrás de él apareció Hermione con el cabello despeinado y una sonrisa de oreja a oreja.

—Pero ¡qué ven mis ojos! Si es la señorita Hermione Granger.

La niña se abalanzó sobre él y rodeó con sus bracitos lo que pudo de aquel fornido hombre. Hagrid soltó una grave carcajada mientras que con sus enormes manos tapaba por completo la espalda de la muchacha.

—Me alegra mucho verte de nuevo, Hagrid.

—Es agradable ver que otra vez se completó vuestro pequeño grupo. Espero que pases unas buenas vacaciones, Hermione. Pero la próxima vez visitadme en mi cabaña, no quiero líos con vuestros padres, ¿de acuerdo?

Los niños asintieron al unísono y, tras intercambiar unas palabras con el enorme hombre, se despidieron de él y pusieron rumbo de nuevo a sus casas. Sarah, fue la única que no les acompañó, puesto que vivía en el pueblo. El resto desanduvo los pasos andados y llegaron hasta sus hogares antes que el sol se ocultase en el horizonte.

Hermione cenó con mucha avidez, la caminata y la emoción de volver a ver a sus amigos le habían abierto el apetito. Aquella noche se durmió escuchando el añorado cri cri de los grillos y el hermoso cantar del ruiseñor que anidaba en el jardín de la maravillosa granja de su abuela, iba a ser un verano fantástico, igual que los anteriores.


Hola!

Cuando acabé Londres dije que tal vez no volvería a escribir nada más, que una vez terminado Volver a empezar dejaría de escribir y así lo tenía decidido, hasta que me di cuenta que no podía despedirme de todo esto con un Dramione (entiéndanme, no tengo nada en contra de esta pareja, es más me ha encantado escribir sobre ellos pero soy Romione de pura cepa y no puedo, ni quiero evitarlo). Por ello pensé que escribiría mi último Long fic y que sería, por supuesto, sobre Ron y Hermione.

Esta historia es un AU (qué novedad, ¿no?) pero tiene la particularidad de que lo escribiré en dos partes separadas por un hecho importante y muy trágico acontecido en Europa.
Quiero que sepáis que mucha culpa de mi decisión de escribir esto es de sk8girl59 (Ana) que a través de twitter me preguntaba una y otra vez qué para cuándo un nuevo Romione, si tenéis que agradecer esta historia a alguien es a ella.

Gracias!

NA: S. Fawcett es un personaje de JK Rowling, se nombra en varios libros. Es una chica Ravenclaw y la he elegido a ella porque según JK vivía con su familia en Ottery St Catchpole, o muy cerca. Nunca se dio a conocer su verdadero nombre, así que yo la he bautizado como Sarah.

Disclaimer: Todos los personajes de este fic, excepto aquellos que no os suenen de nada, son propiedad de JK Rowling (sólo ella pudo crear algo tan maravilloso).