Besarse es algo tan habitual que ni siquiera recuerdan la primera vez. Es algo familiar. Como la evasión de impuestos o la sonrisa descarnadamente honesta (aunque no se sea honesto).
La apariencia es lo que importa, hijo, la gente sólo cree lo que ve.
Lo que sí recuerda Peter es la primera vez que supo que algo en la manera en que juntaba los labios con los de su hermano e intercambiaban fluidos estaba definitivamente mal.
Él tenía 8 años y era la primera vez que alguien había dicho no a alguna de sus peticiones y/o excusas acompañada de caída de ojos y sonrisa de medio lado (con hoyuelos incluidos).
La profesora no le había creído cuando le había dicho que un perro se los había comido. Peter no entendió porque no lo creía; la excusa era totalmente creíble, la había inventado su hermano el día anterior después de tenerle entretenido toda la tarde jugando a médicos. Por supuesto, Nathan era el médico y Peter la enfermera.
El caso es que la profesora no le había creído. Habrase visto.
Así que se dirige inmediatamente a buscar a su hermano. No está muy seguro si va a echarle la culpa por no haber inventado una excusa mejor (que no por haberle impedido hacer los deberes) o para quejarse de la profesora y exigirle a su hermano que haga algo. (Peter a esa edad estaba convencido de que su hermano podía hacer cualquier cosa. De hecho, aún hoy lo cree.)
La misma profesora que tuvo la desfachatez de no creerle fue la que abrió la puerta del baño de caballeros justo en el momento en que Nathan consolaba a Peter a la manera Petrelli. Con mucha lengua y mucho tacto, con ojos cerrados y palabras susurradas al oído de una forma que un niño de 12 años no debería saber hacer.
La mirada reprobatoria de la profesora parecía tener más que ver con el hecho de que fueran hermanos que con cualquier otra cosa.
Esa también fue la primera vez que se dio cuenta de lo que significaba ser poderoso y tener influencia.
Significaba no sólo ni un comentario sobre hermanos besándose (nunca más), sino también una disculpa por entrar al baño de caballeros y otra por hacer llorar al pequeño Pete.
Cuando llegaron a casa no hubo reproches sobre besos en lugares públicos ni sobre besos en sitios de la cara que no son las mejillas.
Lo que sí hubo fue una larga y tediosa charla sobre los deberes que había que hacer y sobre engañar a los profesores.
-Y si lo haces por lo menos hazlo bien, por el amor de Dios. ¿Se los comió un perro? ¿A que clase de gilipollas se le ocurre dar esa mierda de excusa?
-Arthur esa boca
Y esas cosas.
Y puede que no hubiera charlas, pero tampoco fueron necesarias.
No hubo más besos de consuelo. Con un abrazo apretado y la cara húmeda por las lágrimas. Tampoco hubo besos de felicitación; apenas un casto roce y los ojos cerrados. Ni siquiera hubo besos de reconciliación, de esos que se daban con los ojos abiertos y las manos en las mejillas del otro.
Porque no hubo más besos.
Sólo quedaron los cuerpos dándose calor por la noche, las caricias en el pelo después de una pesadilla, las piernas que se rozan en el sofá, los susurros contra el cuello tratando de consolar, las manos entrelazadas cuando cruzaban la calle.
Y las ganas.
Cuando al final vuelven a caer (bastantes profesoras y excusas después) los besos no tienen nada de consuelo ni felicitación. Es un beso de reconciliación de esos que solían darse cuando eran pequeños. No lo haré más, prométeme que no te vas a volver a alejar, te quiero, eres mi hermano.
Claro que, ahora utilizan la lengua y las mejillas son ligeramente ásperas.
Y saben que deben separarse cuando alguien entra en el baño en el que están (y empieza a parecer una puta tradición).
La apariencia es lo que importa, hijo, la gente sólo cree lo que ve.
