Descargo: La inercia a escribir en los descargos que no me pertenece nada casi me hace que os lo vuelva a poner de nuevo. Pero en este caso es diferente. Fiel a mi estilo de hacer un millón de cosas adicionales (esquemas, hojas, fichas, etc.) de las historias que me obsesionan —la de Mosquetero en este caso en particular— he decidido hacer una "ampliación", "anexo" o "cosa" en el que cuento diferentes puntos difíciles de la vida de Bèatrice (si no sabes quién es este OC, te invito a leer la historia principal). Por esa razón, dado que prácticamente lo único que se menciona de la obra de Dumas es al capitán de los mosqueteros creo que el único que en algún caso merecería llevarse algo de los derechos sería él (y cada vez que me acuerdo que el personaje de Treville es histórico se me quitan las ganas de darle nada). Dicho esto —y que podría pasar por un original mío perfectamente si no fuera por este pequeño detalle— no me parece mal revindicar trama y personajes de esta historia, que por algo son creaciones de la menda, plasmados en el presente Word con sangre, sudor y lágrimas. Sí. Soy una exagerada. Y me gusta. Asumidlo.


Presunción de inocencia

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I

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H/Look to the stars by Gothic Storm

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Siendo sinceros, hacía años —décadas incluso— desde la última vez que Jean Armand había pisado una iglesia. Probablemente, la última vez que había atravesado el pórtico de una de ellas había sido el de la catedral de Saint Marie allá en Trois Villes, y apenas sí era capaz de recordar el momento exacto en el que lo había hecho o las circunstancias que allí lo habían conducido. Pero era algo que no le quitaba el sueño: asumía que la causa última había sido el empecinamiento de una madre, la suya, que velaba por el alma del que tenía por destino ser capitán de la guardia de los mosqueteros.

Tampoco hasta ese momento se había preocupado demasiado en considerar cuestiones que le parecían más propias de tener o no fe que de necesitar meditación o reflexión alguna, tales como la existencia de Dios, los ángeles o Lucifer. Y en su caso particular, la fe en un creador omnipotente que se preocupaba por el bienestar de sus vástagos brillaba clamorosamente por su ausencia… muy a pesar de la insistencia plúmbea de Isabelle. Ni que decir tiene que con los años la pobre no tuvo más remedio que resignarse. Aún temerosa de Dios, terminó asumiendo la labor de rezar con auténtica devoción sus plegarias y —con más fervor aún, si era posible— las del despreocupado de su hijo.

Durante sus primeros diecinueve años de vida, enérgicos y vitales como diecinueve soles, su única preocupación había sido igualar a su padre en fama y coraje. Prácticamente había nacido con la ropera bajo el brazo, circunstancia que había alentado a Jean du Peryer a enseñarle el arte de matar al prójimo sin remordimientos. Tal fue su única ambición, nada más osó pedirle a la vida… Hasta aquella noche. Solamente la luna vigilante que partía el año por la mitad fue testigo del sobrenatural hechizo: un ángel se le reveló cual epifanía y desde entonces (y hasta ahora) el Señor de Trois Villes nunca más pudo apartar su mente de él.

La primera vez que Jean Armand vio a la que sería el gran amor de su vida —certeza que le arraigó en el corazón nada más posar sus ojos claros en la silueta casi etérea de la muchacha, y a la que el tiempo no tuvo más remedio que dar validez y razón a causa de la célebre testarudez innata del mosquetero— fue durante el gran baile celebrado en el palacio del Louvre a principios del verano del año 1600 de Nuestro Señor. Por aquel entonces el mundo en su totalidad era aún joven e inocente, y nadie relativo a nuestra historia era conocedor aún de las oscuras razones y maniobras del soberano francés para tan superfluo dispendio.

En realidad, nadie las conocería hasta algunos meses después. Habrían de esperar como mínimo hasta la víspera de la Natividad, cuando el propio monarca anunció a sus súbditos su compromiso con la Médici pocos días antes de llevarse a cabo el matrimonio por poderes. Sólo entonces Francia entera fue consciente de cómo su país había caminado por la cuerda floja sobre el abismo de la bancarrota: si hasta el momento Enrique se había contentado con permitir matrimonios ventajosos de jóvenes pertenecientes a la nobleza con extranjeros a cambio de que la dote fuera a parar a sus arcas, como una maniobra retorcida del vil destino el mismísimo rey se había visto obligado a venderse a la Banquera como una mera prostituta que se ve en necesidad de liquidez inmediata. Eso sí, no sería hasta mucho más tarde, con su hijo Luis ya sentado en el trono, que el ya Capitán Treville supo de todo esto. Ni de estos tejemanejes reales ni, obviamente, cómo su querida Bèatrice se había visto afectada por estos chanchullos.

En cualquier caso, volviendo a la narración de lo que nos ocupa, no fueron tales intrigas las que harían recordar a Jean Armand aquella magnífica velada. Cierto es que cuando entró a palacio para hacer la última guardia de la tarde con Belgard, le pareció que estaba todo mucho más bonito y que se habían esmerado particularmente en el salón del trono. Pero claro, él tampoco era un experto en tales cuestiones… eso sin contar que el par de años que llevaba rodeado por la austeridad del cuartel general le había hecho olvidar el buen gusto y los lujos que al que lo malacostumbraba su señorío. En cualquier caso, lo único que pudo deducir de todo aquello, sin pararse a pensar más en ello, fue que a los franceses debía de irles muy bien.

Visto en perspectiva, tal despilfarro era totalmente lógico si tenemos en cuenta que los invitados del rey además de ser numerosos eran importantes. El conde de Noailles —al que Jean Armand conocía de vista por el trato más o menos cercano que tenía últimamente con su padre— había traído a París algunos de sus amigos italianos, Puigdemont era portador de noticias de los españoles e incluso en alguna sala podía escucharse algo de sueco (sorprendentemente, ya que su católico rey seguía sin tragar a Enrique por esa ocurrencia que había sido el Edicto de Nantes). Todos ellos hombres de indudable valor y renombre, unas credenciales que le llevó olvidar menos tiempo que el que las mozas tardaron en encender los candiles del palacio cuando la noche se les echó encima.

En silencio, con la espalda bien recta y la mano salvaguardando la empuñadura de la ropera, se debatía internamente si debía aventurarse a preguntar a su compañero por sus andanzas con Clèmence. Bouchard y él mismo lo habían debatido hasta la extenuación para finalmente decidir mantenerse al margen y dejarlo estar. Acordaron no entrometerse en la vida sentimental de su amigo por el momento, por la amistad que a los tres les unía. Pero él no podía evitar sentirse infame al no hacerlo: si finalmente Belgard seguía en sus trece, las cosas podrían acabar muy mal. Temía que se les fuera todo de las manos.

Tan absorto estaba, meditando indeciso sus opciones y las consecuencias de cada una de éstas, que no se percató del grupillo de damas que pasaban frente a ellos de camino a la gran sala de la recepción. Las ignoró como solía hacer siempre, para exasperación de Belgard que sí que las había echado el ojo. Su amigo seguía sin acostumbrarse a esa apatía suya que, en sus palabras, le hacía desatender las "flores del jardín". Pero simplemente no le interesaban, las encontraba tan aburridas como las rosas de los parques por los que paseaban. Prefería centrar la atención en mejorar su puntería para acabar con las bromas estúpidas de Bouchard.

Un chavalín que no parecía muy orientado, cruzó corriendo el pasillo chocando con una de ellas y armando un pequeño alboroto. La dama en cuestión, que llevaba un vestido amarillo chillón y que más tarde se revelaría como la insufrible Condesa de Foucault, se molestó en exceso y regañó al infante con modos no muy corteses. El incidente en sí no quedó en mucho más… salvo porque una de las acompañantes de la condesa, que había permanecido callada hasta el momento, se arrodilló junto al pequeño e instó a las demás a continuar su camino sin ella.

—Qué espléndida eres, Trice... Sobre todo cuando no es tuyo el vestido estropeado —dijo la condesa más para sus compañeras que para la propia interesada, aún airada y emprendiendo de nuevo el camino hacia la recepción.

No creo necesario describir el estado, mezcla de aturdimiento y felicidad extraña, que le invadió al ver por primera vez a Mlle. Bèatrice Blanchard, condesa de Villette. Le dedicó una sonrisa radiante, como si de algún modo el comportamiento ruin de su amiga le avergonzara tanto que sintiera la necesidad de disculparse incluso ante ellos. Estaba en una nube.

Mi capisce adesso, si Le parlo in italiano? —La voz trémula de la muchacha le sacó de su estado de ensimismamiento, para divertimento de Belgard—. Scusi ma, come si chiama Vostra Eccellenza?

Alphonso.

Bel nome, Alphonso. Mio nonno anche si chiamava così. Il mio nome è Bèatrice. Ma che cosa Le acade, Eccellenza?

Quella signora mi sta urlando, Bèatrice? Credo di sì, mi urla a me.

Le dico un segreto? —Bèatrice se acercó al niño y le susurró algo al oído. Al instante ambos rieron. Luego retomó el tono inicial, abandonando ese coqueto y teatralizado secretismo—. Vuole che La aiuti a trovare sua madre, Alphonso?

El pequeño tomó la mano de la muchacha para seguirla al interior de la sala de recepción. Justo cuando pasó a su lado tuvo la mala suerte de tropezar, haciendo que la chica también trastabillara y tuviera que apoyarse en su brazo para no caer. Se disculpó algo azorada y siguieron su camino. Probablemente nadie más se percató de la sonrisa amable que le dedicó por las molestias y que atesoró en su recuerdo: era únicamente suya.

—Es guapa —admitió Belgard tras echarle una mirada de arriba abajo— Oh, vamos… te ha sonreído y todo, ¿me vas a decir que no lo vas a intentar siquiera?

Para el resto de los mortales, fue algo nimio y trivial, digno de poca o ninguna consideración. Bien pudiera ser tachado de bobería, coincidencia o un mal encuentro fortuito que acabó con una reprimenda a un zagal despreocupado y un dobladillo descosido. Pero para ellos dos, aquel choque fue la piedra angular que le dio al fin sentido a su anodina existencia. Todo a su alrededor empezaba a cobrar sentido: Treville sintió que su respiración dependía exclusivamente del aleatorio pestañeo de una desconocida, y Bèatrice supo que lo único que necesitaba realmente para templarse era hundirse en el azul vibrante de la mirada del mosquetero.