Todos los personajes le pertenecen a Hidekaz Himaruya.


—Digo que lo llevemos frente a quien corresponda y que ellos se encarguen de él. ¿Por qué perder nuestro tiempo? —exclamó Arthur, desde su lugar en la punta de la mesa.

—No serán indulgentes con el chico —explicó Francis—. Dejémoslo pasar por esta vez.

—Si nos quedamos de brazos cruzados lo volverá a hacer. ¡Los niños podrían haberlo visto!

—Tiene trece años —intervino Matthew tímidamente—, los más jóvenes tienen doce, así que técnicamente él es un niño…

—Su edad no le impidió estarse masturbando entre los arbustos —recalcó Arthur—. ¿No fuiste tú quien lo vio, Michelle?

La susodicha asintió algo avergonzada, con las mejillas coloradas y mueca de disgusto.

—Así es, pero no creo que tuviera idea de que estaba siendo visto.

—¿Entonces qué? ¿Cuál es su problema? ¿Es un exhibicionista?

—Quizá alguien lo retó a hacerlo y ya —propuso Francis—. ¿No hay cosas más importantes que deberíamos estar discutiendo en lugar de esto?

—Es exactamente por eso que propuse que se lo enviáramos a alguien más.

—¿A la directora? Arthur, sabes que serían capaces de echarlo por una estupidez así.

—Lo que tú ves como una estupidez, yo lo veo como una perversión.

—Todavía estaba llorando la última vez que discutimos el asunto, ni siquiera fue capaz de hablarme.

—Entonces lo decidiremos por votación. Quienes estén a favor de enviarlo a las autoridades, que levanten la mano.

Arthur fue el primero en levantar su mano, seguido por Matthew, Michelle y Yao, quien no pronunció palabra en toda la reunión. Francis se limitó a rodar los ojos, luego levantó su mano con un suspiro. Cuando la reunión llegó a su final los estudiantes salieron de la biblioteca uno a uno, antes de que Francis pudiera seguirlos el presidente del consejo estudiantil lo detuvo.

—Bonnefoy, espero que esta que sea la última vez que me intentas desautorizar enfrente de los demás.

Su primera reacción fue fruncir el ceño, casi inmediatamente después su rostro se relajó y en él se dibujó una sonrisa por demás relajada.

—Arthur, querido, el que no tengas poder de autoridad sobre lo demás no es culpa mía.

Sin esperar respuesta, se soltó del agarre del otro y se marchó. Arthur estaba a punto de protestar, pero Yao se plantó justo en frente suyo. Al parecer había estado afuera aguardando a que saliera para poder hablarle en privado.

—Ya no deseo estar en el consejo estudiantil, Arthur —le comunicó—. Creí que sería prudente informarte que lo dejaría antes de hacerlo oficial con los directivos.

—No puedes estar hablando en serio —dijo con incredulidad.

—Al principio lo disfrutaba, pero últimamente lo has convertido en un régimen totalitario, ya nadie la pasa bien ahí.

—Puede ser que me haya vuelto un poco más severo, pero de ninguna manera permitiré que se me llame totalitario.

—¡De esto mismo hablo! Te comportas como un matón y te la pasas intimidando a todos. Deberías tenerlo en cuenta si quieres volver a ser elegido en la próxima votación. Yo estoy fuera.

Arthur lo observó alejarse y cerró la puerta de la biblioteca de un portazo, a lo que la señora encargada de ella le dirigió una mirada furibunda.

—Lo siento —murmuró respetuosamente antes de volver a la mesa que habían estado usando.

Con un suspiro se sentó a la punta y abrió uno de sus cuadernos. En él escribió:

Estimado Ferdinand:

Amigo mío, espero que el tiempo te esté tratando bien, o al menos mejor que a mí. Esto no ha de ser difícil, considerando los infortunios que constantemente debo padecer en el internado. Estamos a mediados de enero, el próximo año en esta misma fecha ya me quedarán pocos meses para ponerle fin al martirio. Al empezar a estudiar aquí creí que hallaría la paz ya que estaría alejado de casa y mi familia, sin embargo, debo confesarte que incluso esa idea inicial ha sido puesto en duda por mí. Como has de saber por mis anteriores cartas, querido Ferdinand, vivir enclaustrado en un edificio con adolescentes desquiciados es una pesadilla vuelta realidad. No hay un solo alma con la que pueda compartir mis desdichas, además de ti, por supuesto.

Hace tan sólo unos instantes, amigo mío, una de las personas que consideraba leales a mí me ha abandonado. Yao no sólo ha dejado el consejo estudiantil sino que también ha puesto en tela de juicio mi buen trato con los demás. Como tú sabes, yo no soy otra cosa sino un caballero con todas la letras, velo por esta escuela y por su bien, no me creo merecedor de insultos como los que este individuo me ha dirigido. El asunto no termina ahí, Ferdinand, sino que también está Bonnefoy. Ahora bien, ya has oído de Francis en tantas de mis otras cartas y te juro que cada día el tipo es más y más insoportable, sentiría admiración por sus dedicación si no fuera porque me exaspera. En cada clase compartida debo sufrirlo, en los patios se pasea como pavo real, y en el consejo estudiantil me desautoriza constantemente frente a mis compañeros. ¿Cómo se supone que deba soportarlo?

Mi paciencia no es infinita, ella conoce de límites y el suyo se llama Francis Bonnefoy. Si le pregunataras a cualquier estudiante (porque es conocido por todos, el maldito) te dirían que es agradable, amistoso, simpático incluso. Siempre está portando esa insufrible sonrisa de autocomplacencia, con sus pelos largos y su porte pretencioso. ¿Sabías que el pantalón de su uniforme es una talla menor a la que le corresponde? No sé qué pretende, pero le gusta llevarlo ajustado y no es que me haya fijado, son cosas que se llegan a saber. Hasta se la pasa queriendo superarme con sus calificaciones altas, no se lo voy a dejar tan fácil. Yo conozco su verdadera naturaleza, a los demás podrá parecerles un idiota sensible y de buenas intenciones, pero yo sé que dentro habita un despiadado, superficial y oportunista come caracoles. Esto último es cierto, lo he visto comer caracoles con mi propios ojos. Te deseo que nunca en tu vida debas cruzarte con un Francis Bonnefoy, querido Ferdinand.

Tras soltar un pesado suspiro, Arthur juntó sus cosas y se marchó al frío exterior. Mañana podría despachar la carta, lo que necesitaba ahora era una noche de relajación. Dejó la mochila en el cuarto que compartía con Alfred, un estudiante un año menor que él, luego fue directo a cenar. Allí encontró a Kiku, que por suerte acababa de llegar y estaba solo en una mesa. Era una de las pocas personas que podía tolerar, aunque procuraba no pasar demasiado tiempo con él, pues solía juntarse con el grupo del periódico escolar y Arthur no soportaba a ninguno de ellos. Si había algo que lo caracterizaba era su poca paciencia, así como su habilidad para ocultar ese defecto cuando la ocasión lo requería. Una de sus prioridades era mantener su reputación de estudiante modelo y joven caballero, Arthur insistía con ello aunque en más de una ocasión sus acciones contradijeran estos principios.

En el momento preciso, fuera de la esfera pública y sólo al alcance de los ojos que estuvieran en el lugar correcto a la hora indicada, era que se podía alcanzar a echar un vistazo a ese Arthur que no era más que un adolescente tan inmaduro como los demás. Quienes más lo detestaban ya sabían de sus malos hábitos y su pésimo trato. Como tantas otras noches, cuando los estudiantes iban a su dormitorios, Arthur salió de la residencia por el hueco del alambrado del jardín, detrás de los arbustos más frondosos. No habían sido pocas las veces que del otro lado se había topado con Antonio y Reneé, su novia que vivía a un par de manzanas del instituto. Se habían conocido en la salida al museo que habían realizado hacía un año, ella iba con su propia escuela, días después de ese encuentro Arthur comenzó a cruzarse Antonio entre los arbustos a mitad de la noche. Las primeras veces lo acompañaban sus dos amigos, Francis y Gilbert, desde entonces el rumor del hueco comenzó esparcirse y fue cada vez mayor el número de estudiantes que veía por las calles. Aun así, eran pocas personas en comparación a los chicos que no salían por las noches, pero esto perjudicó la imagen de Arthur, pues quedaban confirmadas sus actividades de vándalo. Cada vez que salía era para andar por los alrededores y acudir al mercado barato por unas latas de cerveza, era el único sitio sin escrúpulos en el que no le habían pedido ningún tipo de identificación y vendían hasta tarde, ese era un secreto que cuidaba con recelo.

Pasó una hora vagando lentamente por la plaza cercana al instituto, vaciando una de sus dos latas y chequeando su celular. El lugar no estaba completamente vacío, un grupo de jóvenes mayores que él estaban reunidos en un banco cerca suyo, más lejos otras personas caminaban y cruzaban las calles, todavía era temprano para volver. La única entrada oculta que conocía estaba siendo acaparada por Antonio y su novia, supuso que podría matar tiempo caminando por los alrededores y luego regresar. Emprendió marcha sin desviarse demasiado, ya había sido lo suficientemente arriesgado al salir a esas horas sin compañía, lo último que quería era ser asaltado o atacado por un extraño. De igual forma sabía que no debía cansarse demasiado ya que cruzar toda el instituto hasta su dormitorio era un trabajo arduo, los jardines eran enormes y dentro de todo el territorio, además de los cuartos y las aulas, también cabían los comedores, tiendas escolares y centros recreativos. Si adentro hubiera alcohol, consideró Arthur, posiblemente no tendría razón para salir de esta forma.

Cerca de la escuela, por una larga avenida con altos árboles, oyó que lo llamaban. Fijó sus ojos en la calle de enfrente y vio a Francis. Un auto pasó entre los dos y un instante después se encontró a sí mismo cruzando al otro lado.

—¿Y tú qué haces por aquí? —le espetó. El joven se encogió de hombros, tenía una expresión melancólica en el rostro y llevaba las manos dentro de los bolsillos de su largo abrigo.—¿Estás drogado o algo así?

—No todos salimos a consumir sustancias, Arthur.

Volvió la mirada a la lata de cerveza que todavía sostenía y soltó un bufido, sin siquiera intentar ocultarla.

—Igualmente no me creo eso de que hayas salido a hacer nada.

—No dije que estuviera haciendo nada. Digamos que salí a pensar.

Dicho esto retomó su caminata, Arthur lo siguió.

—¿Es que acaso piensas? Eso es una novedad.

—Dices eso, pero ambos sabemos que tengo pensamientos más profundos que los tuyos.

—Eres tan profundo como una piscina para enanos.

Francis frunció el ceño y negó con la cabeza.

—¿A qué viene un comentario tan fuera de lugar? —le recriminó. Sin darle oportunidad a contestar, volvió a hablar—. He estado pensando en el poco tiempo que me queda en la escuela.

—Es más de un año.

—Aun así. Las cosas pasan y nunca se vuelven a repetir, no de la misma forma. Una vez que me haya ido, ya no tendré esto, sólo vivirá en mi memoria. Cuando tenga la edad de mis padres será un recuerdo desgastado.

Arthur lo observó con una mueca de disgusto. Se apresuró a terminar lo que quedaba en la lata y la arrojó a un tacho de basura cercano.

—Yo no veo la hora de largarme.

—Por supuesto, qué pensamiento tan original. Odias todo y no quieres tener nada que ver con ello.

Arthur detuvo su marcha.

—No hables de mí como si fuera poca cosa.

—Pero si es verdad —declaró Francis, deteniéndose también—, eres poca cosa.

—Maldito creído.

De un empujón lo estrelló contra el paredón del jardín de una casa. Francis le devolvió el golpe, haciéndolo trastabillar y que estuviera punto de perder el equilibrio.

—¿Es que acaso ya estás ebrio? —se burló.

Arthur volvió a arremeter contra él, ambos forcejearon contra el paredón sin dejar de insultarse.

—¡Te podría dejar los ojos negros si quisiera, imbécil! —espetó Arthur.

—Yo a ti también, ¿y qué? ¡Incluso así seguirías queriendo parecerte a mí!

Acto seguido jaló de sus cortos cabellos, lo que le costó un golpe en el costado del cuerpo. Continuaron tirando y golpeando lo pudieron del otro hasta finalmente soltarse y dejarse caer en el cordón de la vereda. Ambos respiraban con dificultad, descubrieron que no era buena idea entrar en calor en una noche tan fría cuando estaban en el exterior. Francis fue el primero en hablar.

—Quieres parecerte a mí —insistió, tosiendo—. Pero también me quieres a mí. No sabes qué quieres de mí, pero lo quieres de todas formas.

Arthur sacudió la cabeza enérgicamente, aún respirando con pesadez.

—No es así.

—Claro que sí, ya lo sé.

Con movimiento lentos, Francis se aproximó, deslizando una mano a lo largo de su brazo, hacia arriba, hasta alcanzar su hombro. Su cálida respiración chocó contra el rostro de Arthur mientras se inclinaba hacia él.

—¿Qué mierda haces? —le preguntó con un hilo de voz.

Francis no respondió, le rozó la mejilla con la nariz, la cual sorprendentemente era tibia al tacto. El delicioso aroma de su cabello le hizo cerrar los ojos a Arthur y allí donde había estado la nariz sintió un delicado beso. Oía su corazón latir a toda velocidad en su pecho, se atrevió a abrir los ojos cuando Francis le acarició los labios con los suyos, sin hacer ningún otro movimiento. Para entonces con la otra mano le acariciaba la línea de la mandíbula y Francis podía pensar en sólo una cosa.

Te tengo donde quiero y no haces nada para evadirme. Ya gané.

Arthur tenía los ojos clavados en él, lo miraba tan bien como podía a una distancia tan corta.

Ya estás donde querías, hazlo de una vez.

Sin terminar de acortar la distancia aún, Francis ladeó la cabeza, con el pulgar le tocaba la barbilla.

Sé que lo quieres y no te voy a dar el gusto.

Las manos de Arthur se deslizaron por su cintura hasta rodearlo con los brazos, revestidos con su gruesa campera verde musgo. Lo estrechó contra sí.

Vamos, hazlo, te mueres de ganas. Y yo también. Más vale que nadie nos vea.

Si algo le faltaba, era sentir la anticipación en el estómago y el hecho de ser sujeto por Arthur lo logró. Sus labios se siguieron tocando en un mero roce. Ya no era el único que llevaba las riendas, nunca lo había sido.

Me derrito en tus brazos y ni siquiera así lo haces, cejudo.

Bésame. Bésame. Bésame ahora que sino nunca más te dejo hacerlo.

Francis separó sus labios, a punto de hacer algo, cuando Arthur coló entre ellos los suyos. Al instante dieron rienda suelta a un beso que ambos ansiaban. Sentados en el borde de la vereda, bajo el manto de la noche, acariciaron el cuerpo del otro y probaron el sabor de su boca incansablemente. Francis le afirmó el rostro con ambas manos para que no se alejara ni un centímetro, mientras Arthur enredaba sus dedos en ese cabello que tanto decía detestar. Un auto pasó enfrente de ellos y no lo notaron. Cuando pasó una camioneta, un poco más fuerte y rápido, finalmente se soltaron.

Arthur se secó los alrededores de la boca que le habían quedado húmedos tras el beso, ninguno de los dos se alejó.

—Ya ves que entonces sí te gusto —murmuró Francis, todavía con una mano sobre su hombro.

De un movimiento brusco, Arthur se la sacó de encima.

—Esto no cambia nada —respondió—. Que sepas besar no significa que quiera algo contigo.

Francis soltó una risa, negando con la cabeza.

—Lo que digas. Espero que lo hayas disfrutado. Mi punto ya está probado.

Sin mucha más ceremonia, se puso de pie, sacudió sus ropas y se alejó caminando. Quizá volvería al instituto, Arthur no lo sabía. Después de un rato se paró y fue directo al mercado de antes. Esta vez compró una botella de algo más fuerte y bebió lo que pudo en el camino de vuelta. No había rastro de Antonio y su novia, tampoco de Francis. El alcohol ya había comenzado a hacerle efecto, por lo que se le dificultó un poco la tarea de cruzar por el alambrado. Una vez adentro sintió un repentino desinterés por ser visto, caminó a lo largo del amplio jardín sin el menor cuidado y cruzó todo el camino hasta su habitación del mismo modo. En ese momento no lo pensó, pero esa noche tuvo suerte de no ser visto.

Alfred ya estaba en la cama, como era de sueño pesado no notó a Arthur entrar tambaleando por la puerta. Consideró ir a dormir, pero la idea fue rápidamente reemplazada, escondió la botella que traía detrás de la cama y se llevó consigo un libro. Sin saber a dónde más ir, su embriagada mente optó por el baño más cercano. No vio a nadie alrededor y no era de extrañar, eran casi las tres de la mañana. Se sentó en el suelo y al momento de hacer contacto sintió arcadas que no tardaron en convertirse en vómito. Limpió su boca con el dorso de la mano, debería quitar el vómito del piso antes de irse. Mientras se limpiaba recordó el beso con Francis. ¿Le habría gustado tanto como a él? Inútilmente buscó a su alrededor por una lapicera.

—Ferdinand —dijo en voz alta—, si tuviera algo con qué escribirte ahora mismo, lo haría. Se suponía que sería una noche de relajación y no... No eso. Y no es que me culpe a mí mismo, ¿qué más se suponía que hiciera? Deberías haberlo visto, ¡estaba aquí! —exclamó llevándose la mano derecha frente al rostro, justo contra la puta de la nariz—. Y luego... Luego estaba por todos lados —al pronunciar estas palabras restregó la mano contra su cara, luego la dejó caer sobre su libro—. Te lo juro, Ferdinand, mi cuerpo estaba a punto de volar en pedazos y ahora es mi cabeza la que estalla. No sé qué pensar y mañana... no sé qué haré.

Arthur echó la cabeza hacia atrás y soltó un largo y perezoso gemido.

—No quiero verlo. Que desaparezca, ¿por qué él no estaba ebrio? Hubiera hecho las cosas más sencillas, quizá se hubiera olvidado para esta hora, o quizá nunca hubiera pasado. Si nunca nos hubiéramos besado entonces no sabría cómo son sus labios, al menos tengo eso ahora. Quisiera agarrar su cara y aplastarla y hacerla desaparecer, es tan... tan... Si tuviera su mano aquí y ahora, si estuviera sentado al lado de mi vómito... seguramente le daría asco, es una maldita princesa, pero es así como es el muy desgraciado. Si fuera cualquier otro no sería lo mismo, no, no tendría sentido. Es que es eso mismo, Ferdinand, no puede ser otro porque entonces no sería tan... Argh, es insoportable, pero a la vez es... Sabes, si no estuviera él todo sería tan fácil, pero tan aburrido.

Volvió la vista al libro que todavía sostenía en su regazo, tras unos segundos leyó el título y soltó una risa.

—Esto no es poesía. Maldita sea, una vez que me siento romántico y traigo un libro de magia.

Lo pensó por un instante y entonces lo golpeó firmemente con el dedo índice.

—Esto es mi solución. ¿Quién sabe? Quizá era este libro el que quería.

Pasó las páginas una por una, mirándolas perezosamente, sin leer realmente su contenido. Una vez cansado de este proceso abrió el libro por la mitad y de allí recorrió las hojas con exasperación, había hecho su objetivo encontrar un hechizo de olvido para lanzarle a Francis, sin embargo, su tarea no surtió efecto.

—Qué pérdida de tiempo —dijo para sí, sus ojos escaneaban las palabras que tenía enfrente—. ¿Quién necesita un hechizo para...?

Se detuvo y continuó leyendo en silencio. Se mordió los labios, pensando seriamente en el hechizo descrito en el libro, no tardó en ponerse de pie. Con el dedo índice repasó las palabras a la vez que las leía en voz alta, arrastrando cada sílaba debido a su estado de ebriedad. Al finalizar sopló el papel y un polvo flotó por los aires. Arthur se quedó mirándolo sin moverse, hasta que fue sobresaltado por un ronquido proveniente de uno de los cubículos del fondo del baño. Seguidamente oyó a alguien caerse, una maldición y por último vio a Lovino Vargas salir por el pasillo.

—¿Qué mierda te pasa? —exclamó con furia, sin siquiera saber a quién se dirigía—. Algunos estamos intentando dormir.

Se detuvo en seco al ver a Arthur y su expresión de pocos amigos. Casi al instante se fijó en el vómito que todavía estaba en suelo, arrugó la nariz con disgusto y rápidamente dio media vuelta para abandonar el baño. Arthur le quitó importancia al incidente, de seguro recién había despertado. ¿Por qué dormía en el baño? Poco le importaba la respuesta, para él los italianos estaban dementes. Limpió el suelo con un poco de papel para manos y se marchó con el libro bajo el brazo.

Notó que de repente tenía mucho sueño, pero no podía irse a la cama todavía, le faltaba algo para acabar con el hechizo. Subió las escaleras y fue hasta el dormitorio de Francis. En una maceta cercana escondió en libro, luego golpeó la puerta un par de veces sin siquiera tener en cuenta el horario ni lo fuerte que llamaba. Gilbert, el compañero de cuarto, no tardó en aparecer en el umbral, su expresión de sueño cambió a una de enojo al ver a Arthur.

—Y yo que pensaba que era algo importante, ¡son casi las cuatro de la mañana, Kirkland!

—Si, lo sé, no importa eso, ¿está Francis?

—Ese tipo duerme como un tronco —dijo con un bufido. Luego se fijó en la apariencia de Arthur y en su aliento—. Dios mío, ¿estás borracho? —exclamó con una risotada, completamente despejado ahora.

—Claro que no, ¡estoy más sobrio que tú! —respondió ofendido—. Despiértalo ya, tengo que hablar con él.

—Da igual, no hagan mucho ruido que en un par de horas debo levantarme para hacer ejercicio.

Acto seguido se metió de nuevo en el cuarto y gritó el nombre de su amigo, sacudiendo su hombro para despertarlo. Desde afuera Arthur escuchó los quejidos de Francis tras haber sido abruptamente interrumpido, hubo una corta discusión hasta que finalmente salió a su encuentro.

—Ugh, de verdad eres tú —murmuró con cansancio. Francis llevaba sólo un par de pantalones largos, ni remera ni medias. Lo miraba con los ojos entrecerrados y con su cuerpo recargado contra la pared—. ¿Qué quieres, Arthur?

Tardó un momento en reaccionar, se aclaró la garganta y al hablar se esforzó en parecer lo más sobrio posible.

—Sal afuera un minuto, no queremos molestar a Gilbert, ¿no?

—Me estoy muriendo de frío, dime ya qué es lo que quieres.

—Bueno, yo...

Lanzó una mirada adentro, Gilbert estaba en la cama, posiblemente dormido. Se sacó la campera con dificultad, intentando coordinar los movimientos, y se la extendió.

—Ten, ponte esto.

Francis suspiró pero le hizo caso de todas formas, se colocó el abrigo, se puso las pantuflas que estaban junto a la puerta y salió.

—Ya está. Mira, si lo que quieres es otro beso o golpearme por el beso, eso no va a pasar, no estoy de humor.

Arthur no prestó atención a sus palabras, tomó su mano izquierda y colocó la suya propia en la cintura de Francis, instándolo a bailar. Éste no estaba completamente despejado aún, por lo que no supo cómo reaccionar ante el inesperado movimiento.

—¿Cuántas cervezas tomaste? Véte a la cama de una vez —ordenó con creciente mal humor.

Dieron dos vueltas y Francis le puso fin al baile con un fuerte empujón. Soltó un gruñido y se masajeó los ojos antes de mirarlo por última vez.

—Buenas noches, Arthur.

Sin decir más volvió a su dormitorio. En ese instante ninguno de los dos notó que se había quedado con su campera.

Puede que me estés juzgando, Ferdinand, pero yo no me juzgo a mí mismo. Ni siquiera me importa Francis así que no pretenderé que esto fue bueno para él en algún aspecto. Aunque sí tenía razón en algo, no sé lo que quiero de él. Pero sé cómo conseguirlo.