Vientos de Guerra

Capítulo I – Aquel que tenía ojos dorados.

Diez mil años habían pasado desde que la Legión Ardiente atacó por primera vez Azeroth. El ejército de demonios liderado por el Titán Oscuro había casi logrado mermar la resistencia de los propios habitantes del planeta si no hubieran intervenido los Dragones Aspecto y los semidioses liderados por Cenarius; aquel que nació de Ysera, la Soñadora y Marlone, el Ciervo Blanco.
Los Kaldorei o también conocidos como Elfos de la Noche habían sido los principales defensores de Azeroth a pesar de que su reina, Azshara, los traicionó a cambio de convertirse en la consorte del Titán Oscuro y de ser la única junto a sus Alto Nato en poder vivir en la nueva era que se avecinaba bajo el mando de Sargeras.

El discípulo de Cenarius, Malfurion Stormrage junto a su hermano gemelo, Illidan, combatieron codo con codo consiguiendo que el portal que trataba de traer al Titán Oscuro se cerrara para siempre… O eso creían. Tras finalizar la conocida Guerra de los Ancestros, el menor de los dos hermanos, Illidan, creó un segundo Pozo de la Eternidad debido a que el primero fue destruido para evitar que Sargeras entrara en el planeta; siendo descubierto y condenado durante diez mil años bajo la atenta mirada de Maiev Shadowsong en una prisión lejos de los demás.

—Vas a ir verle, ¿verdad, Seleria? —La voz de Orderal Windcold hizo sobresaltar a la Elfa de la Noche que se encontraba preparando una pequeña cesta que iba llenando con comida, provocando que algunas piezas de fruta cayeran al suelo y rodaran. La joven se llevó una mano al pecho del sobresalto.

—¡P-papá…! Y-yo no iba a ver a nadie… Tan solo me preparaba la comida…

Orderal suspiró con pesadez ante la respuesta de su hija, clavando sus ocelos argentas en ella. Seleria siempre había sido una Elfa de la Noche de gran belleza. Poseía unos ojos plateados almendrados y un largo cabello azul. Su rostro parecía haber sido esculpido por la misma madre Luna, siendo sus rasgos muy femeninos. Su cuerpo era esbelto y casi parecía ser delicada como una flor, pero era atlética y fuerte debido a que desde muy pequeña se le había instruido en el manejo de la espada y el arco. Como sacerdotisa del Templo de Elune, tenía la habilidad de curar heridas y sanar enfermedades. Vestía un largo vestido blanco como la nieve que hacía resaltar su lilácea piel, dejando sus hombros y sus piernas al descubierto. Sus pies estaban cubiertos por unas sandalias blancas con un poco de tacón.

—¿Por eso estabas guardando tanta comida? ¿Para comértelo tú?

La pregunta de su padre hizo que Seleria soltase un suspiro pesado, desviando momentáneamente su mirada al hombre de cabello blanco y corto que tenía detrás de ella. Su padre era demasiado sobreprotector con ella. Desde muy joven él había servido a la casa noble de los Cresta Cuervo como soldado, ascendiendo hasta General con el pasar de los años por su increíble paciencia, habilidad de combate y dotes de liderazgo… Hasta que el líder del Torreón Grajo Negro, Kur'thalos Cresta Cuervo, cayó en combate por un traidor.

Orderal era un Kaldorei alto que sobrepasaba los dos metros. Era fuerte y musculoso. Su rostro era afilado y tenía una nariz un poco aguileña. Su ceño casi siempre estaba fruncido y su cuerpo siempre estaba cubierto con la armadura que llevó durante la primera invasión demoníaca, aunque a veces se la quitaba si recibían visitas.

Seleria rodó ligeramente los ojos antes de dedicarle una mirada de molestia a su progrenitor.

—Llevo tanta comida porque en el templo de la Luna se va a hacer una fiesta, solo eso —respondió la peliazul mientras recogía las manzanas que se habían caído.

—¿Una fiesta…? Seleria, sabes que han venido forasteros desde el este y es peligroso. No creo que vayáis a hacer una fiesta en mitad de una inminente guerra. Vas a ver de nuevo al Traido, no me mientas.

—¡El no es un traidor! —gritó dedicándole una mirada furiosa a su padre. Le dolía totalmente que juzgaran a Illidan de esa manera cuando él fue uno de los responsables de la caída de la Legión Ardiente hace diez mil años.

—Lo es, Seleria, quieras o no reconocerlo. Él creó el segundo Pozo de la Eternidad, abriendo de esa manera una nueva entrada para los demonios. Han pasado diez mil años, ¿cuándo piensas olvidarle? Sabes mejor que nadie que ese amor que sientes por él, jamás será recíproco.

—¡Lo sé! ¡Ya lo sé…! —Murmuró antes de tensar la mandíbula de la furia que sentía en esos momentos.

Los Elfos de la Noche solo se enamoraban una vez en su vida, era muy extraño que volvieran a hacerlo si su compañero sentimental moría… Pero ahora era imposible. Eran inmortales por la bendición que los Dragones Aspecto hicieron sobre Nordrassil, el árbol que creció sobre el segundo Pozo de la Eternidad. Entre aquellos dones estaba la inmortalidad y la eterna juventud, limitando de aquella manera que los Elfos de la Noche pudieran tener descendencia.

Seleria apretó los puños y respiró como pudo. Ella sabía mejor que nadie que aquel que ella amaba estaba enamorado de la Suma Sacerdotisa, Tyrande Whisperwind. Se había enterado una noche cuando ella se había armado de valor para confesarle sus sentimientos, descubriendo a Illidan salir de la tienda en la que se encontraba la Suma Sacerdotisa hecho una furia tras ser rechazado por esta.
Desde aquel día ella supo que su amor por Illidan no iba a ser correspondido, pero le daba igual con tal de poder estar cerca de él.

La peliazul cogió aire y lo soltó muy lentamente por sus pulmones antes de coger la cesta.

—Me voy.

—Si la Celadora te descubre intentando ver a Illidan, es muy probable que a ti te encarcele por desacatar sus órdenes —respondió Orderal con los brazos cruzados, observando cómo su hija se dirigía hacia la puerta de la casa—. Y si te encarcelan… Que sepas que no voy a hablar por ti, ya eres mayorcita.

Seleria chasqueó la lengua y salió de la casa, cerrando la puerta tras de sí. Se dirigió al establo de detrás de su casa todo lo rápido que pudo, acercándose al gran felino que aguardaba pacientemente.

—¡Siento haberte hecho esperar, Lune! He tenido unos pequeños problemas.

El Sable de la Noche estiró sus patas delanteras mientras se estiraba, bostezando ampliamente antes de ver cómo la peliazul abría su cuadra para que él pudiera salir.
Seleria ajustó bien su silla de montar y apretó bien los cinturones para que no se moviera, subiéndose después encima del felino.

Lune rugió con fiereza antes de salir corriendo hacia el norte, hacia los Túmulos subterráneos que estaban bajo las raíces del gran árbol de la vida. Allí se encontraba la prisión de alta seguridad que custodiaba Maiev y mantenía encarcelado a Illidan desde hacía diez mil años.
Al llegar a la entrada, Seleria guió a Lune hacia unos arbustos para que el felino se escondiera. Lo último que quería es que a su Sable de la Noche también le descubrieran allí. Tomó la cesta y cogió aire, dudando unos segundos en entrar. Aquello ya lo había hecho otras veces, ¿por qué ahora titubeaba? Acercó su rostro un poco y al no ver a nadie en la entrada, se adentró en aquella cárcel de la cual era imposible escapar.

Sus ocelos argentas escrutaban aquel lugar con total cuidado, recordando los pasos que otras veces había dado para no molestar a los druidas de la zarpa que allí yacían durmiendo durante milenios y a otras criaturas que habitaban bajo tierra.
Giró primero a la derecha y luego a la izquierda, tomando el tercer pasillo cuando hubo una bifurcación. Su corazón se aceleró al ver las rejas que separaban la prisión de los túmulos, sintiendo por un momento que se le iba a salir del pecho. Sabía perfectamente que aquella no era la entrada principal, pero si quería ver a Illidan, debía colarse.

Generalmente siempre estaban dos celadoras vigilando que nadie osara acercarse si no tenía un permiso especial. La peliazul cerró los ojos y concentró la magia que poseía en su interior. Durante su niñez había practicado la magia arcana para impresionar a Illidan, pero se había dado cuenta demasiado tarde de que intentara lo que intentara, jamás acapararía su corazón.

—¡Ishnu-falah-farah! —exclamó la peliazul antes de que su cuerpo empezara a brillar, transportándose al otro lado de las rejas.

Su frente se perló de sudor por el esfuerzo. Aunque había sido solo un hechizo, su magia se había debilitado con el pasar de los milenios y el que su raza hubiera dejado de depender de lo arcano para centrarse en el druidismo. Se limpió el sudor con la manga de su vestido y se adentró lentamente por los pasillos de la prisión.

Sus ocelos argentas miraban de un lado a otro, temiendo no ser vista ni por los celadores ni por otros encarcelados en aquel lugar. Avisar de que había un intruso era sinónimo de acortar la pena de cárcel. Seleria cerró momentáneamente los ojos, fundiéndose con la penumbra que había en aquel lugar.

Su respiración se agitó unos segundos cuando la vio. Allí estaba Maiev Shadowsong, caminando enfrente de ella mientras era acompañada por su fiel mano derecha, Naisha. La peliazul se quedó quieta, tapándose la boca por temor a ser escuchada. La Celadora se paró en frente de la sacerdotisa, clavando su mirada en ella.

—¿Ocurre algo, lady Maiev? —preguntó Naisha al ver que su líder se había quedado mirando fijamente una pared.

—No, no es nada. Creía haber visto algo. Prosigamos, en nada tendremos que salir al exterior para defender nuestras tierras. Por lo visto han divisado Orcos y Humanos en las costas del este.

Naisha asintió en silencio a las palabras de su líder, caminando a su lado cuando ésta emprendió de nuevo la marcha. Seleria se quedó aún quieta con el corazón encogido. Por un momento había pensado que Maiev la había visto.
Tras calmarse continuó su camino, llevando una marcha más tranquila. Si la Celadora se iba, eso significaba que la gran mayoría de sus seguidoras irían con ella y sólo se quedarían los guardias de la entrada y los que hacían rondas en el cruce de pasillos.

La piel se le erizó ligeramente al sentir la gran cantidad de magia acumulada en un único lugar, acelerándosele de nuevo el corazón con cada paso que daba: Finalmente había llegado a la celda de Illidan.
Aquella sala cercada era mucho más diferente que las del resto de presidiarios. Esta era mucho más pequeña y estaba repleta de runas de contención que impedían que el Elfo de la Noche pudiera realizar algún hechizo para intentar escapar. Runas anti-hechizos y otras que impedían que Illidan pudiera sentir hambre o sed. El corazón de la peliazul se encogía cada vez que veía al hombre que amaba encarcelado como a un perro.

Se acercó en silencio a la entrada de la prisión, quedándose a escasos centímetros de las rejas. Illidan caminaba de derecha a izquierda, apenas pudiéndose mover nueve pasos desde la posición en la que se encontraba. Apretó ligeramente el asa de la cesta, sintiendo que sus nudillos tornaban a un tono pálido.
Sus ojos se abrieron de par en par cuando vio que el rostro de Illidan se quedaba fijo en ella. La Elfa de la Noche no pudo evitar morderse suavemente el labio inferior al ver el rostro del Cazador de Demonios. Aún a pesar de haber pasado diez mil años, Illidan le seguía pareciendo tan apuesto como el primer día. Su pelo negro sujeto en su habitual coleta alta, su puntiaguda nariz y su perfecto mentón seguían intactos. Los ocelos argentas de la sacerdotisa se posaron en la venda que ocultaba lo que antaño fueron los ojos dorados del varón; los cuales fueron quemados por el mismo Sargeras a cambio de ofrecerle al antiguo hechicero más poder.

Ahora Illidan era ciego muy a su pesar, pero gracias a eso ella podía colarse de vez en cuando y hacerle compañía aunque ella se mantuviera callada. Jamás se había atrevido a hablarle. Aún conservaba la vergüenza de haber sido rechazada diez mil años atrás sin haberlo podido intentar antes.
Sus ojos plateados bajaron poco a poco a medida que observaba los tatuajes viles que tenía el Elfo de la Noche. Agachó ligeramente la punta de las orejas antes de agacharse y colar la cesta con fruta en la celda al pasarla entre unas rendijas.

De nuevo su mirada se posó en él, sintiendo por unos segundos que él realmente la estaba viendo. Sonrió con cierta pena al recordar lo de su ceguera y se alejó en el mismo silencio con el que vino hacia el lugar por donde había llegado, arrepintiéndose muy en el fondo de su corazón no haberse atrevido a decirle un ''te amo'' cuando pudo.