Descargo: al gran Tolkien, quien creó todos y cada uno de los personajes y lugares que aquí figuran, y a Alan Moore por prestarle pensamientos y coraza a la encarnación de los mismos.

Aviso: Esta ficción participa en el séptimo reto del foro "Cuando los hobbit descubrieron internet", como "cruzado" o fusión entre las obras de Tolkien y John Constantine: Hellblazer.

N. del A.: Agradezco a FromtheFuture la oportunidad de aunar dos mundos a priori tan dispares pero tan conexos en el fondo. Por problemas personales y temporales no llega a la calidad que busco alcanzar y me gusta ofrecer, pero esto es un reto, y simplemente quería comprobar que ambos universos podían combinarse y que, como en Bajo el Sol de la Toscana, a veces las ideas malísimas pueden ser las mejores.


El día que Smaug atacó Valle acabó sin saberlo con un mal peor.

Una muñeca arde entre los cascotes de unos edificios derruidos sobre una plazuela, y una niña la contempla, absorta en el fuego que a duras penas la consume.

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Cuando no era más que un mocoso, los sirvientes del asesino de mis padres nos abandonaron, a mí y a mi gemelo, a nuestra suerte en un bosque. Permanecí junto a Elurín hasta que falleció mientras dormía, acurrucado contra mi pecho, abrigado entre mis brazos, guarecidos los dos dentro del tronco hueco de un inmenso roble enfermo.

Y yo ni me enteré. Su fëa partió lejos sin que yo me diera cuenta, y me dejó solo en este mundo.

Deambulé durante días entre la espesura subsistiendo como podía, pero cada anochecer retornaba al viejo carbajo de forma insana. No quería separarme de la tumba vegetal de mi hermano, hasta que entendí que debía encontrar otro resguardo.

Había dormido en una oquedad de un tejo robusto, arropado por montones de hojas secas. Me despertaron unos escarpes que marchaban raudos levantando un sonido metálico contra la maleza. Temeroso, me asomé siquiera al borde de la cavidad del vetusto árbol y atisbé a un elda de rojos cabellos dando órdenes como poseso con un brazo al que le faltaba una mano. No hablaba en sindarin, pero supe que me estaban buscando. Contuve la respiración, rezando a Ilúvatar para que mis temblores no me delataran, y sin embargo no pude contener la orina que se vertía descontrolada pierna abajo. Fue la última vez que oré.

Estaba convencido de que habían venido a finiquitar la misión que los anteriores acólitos no habían cumplido. Y rematar a un rapaz malnutrido y desorientado era trabajo hecho.

No me atreví a salir en dos días, aun sabiendo que no había nadie en los alrededores. Por las noches los soldados desistían de continuar la búsqueda; momento propicio para poner un pie más allá del sabino que me había servido de cobijo.

Casi deseé haber caído en manos de las huestes noldorin. Al menos habría sido un final rápido.

Apenas me alejé unos pasos de mi postrer refugio cuando percibí una sombra. No era un mílite, de eso estaba seguro. Pero tampoco podía definir qué era porque con tan tierna edad lo cierto es que se es un completo ignorante. Aunque eso daba igual. Aun habiendo estudiado tampoco te preparan para asimilar lo que yo comencé a ver aquella noche de luna menguante.

La sombra se arrastraba como un gato pardo cojo acechando. Sólo que no era un gato, ni ningún felino, ni tan siquiera un animal.

Un ser deforme e inconcreto, y que inexplicablemente faltándole la tapa de los sesos, seguía dirigiéndose inexorable hacia mí.

Aquello no era correr, era volar. Adiós al bosque de Menegroth. Era un niño pero no era tonto. Y el peligro es siempre el mejor detonante para la supervivencia. Pero por desgracia, esas "visiones" se repitieron, constantes, dementes, amenazantes.

Años más tarde averigüé que mi hermana Elwing había logrado huir de la matanza que sucedió al saqueo del reino de mi padre. Una descendiente de Lúthien y Beren. Una peredhel como yo. Éramos conscientes de nuestra mortalidad, Elurín lo demostró. No obstante, hubo un instante preciso en que sufrí un cambio.

Un instante en que devine inmortal.

Y maldita la gracia, porque nadie me preguntó mi opinión. Supongo que cuando Manwë decretó que mi hermana y su marido podían escoger bajo qué raza ser contados, desconocía mi existencia o me tenía por muerto. No habría estado de más que el tío se hubiese informado un poco.

Yo viviendo un calvario personal, rodeado de demonios y siervos de Melkor que vagaban libres sobre la faz de la tierra (media) ocultos a la vista de los demás salvo de la mía, y el señor de los Valar se muestra magnánimo y permisivo y me concede inmortalidad.

Con dos narices.

Reparé en ello cuando intenté suicidarme porque no aguantaba más. Veréis, el gran problema de ser un elfo es que o mueres en combate o mueres de pena. Quitarse la vida ni siquiera se concibe. Sí. Ya sé que perjuran que Maedhros se tiró a no sé qué volcán porque no soportaba la culpa y el dolor que le producía esa joya indeseable. Chorradas. El desgraciado se volvió loco. No considero suicidio cuando te inmolas no estando en tu sano juicio.

En cambio, yo estuve muerto durante un breve espacio de tiempo que a mí me pareció una eternidad, mas la capacidad curativa que había adquirido involuntariamente superaba con creces la de un mortal corriente, y los cálculos salieron mal. Abrí los ojos sin comprender muy bien por qué, pero para mi desgracia ya estaba maldito, condenado por haber pretendido repudiar el mayor don de Eru.

Y lo jodido es que si no me matan, me va a tocar apechugar hasta el fin de los días, la Dagor Dagorath, la Segunda Música de los Ainur o como diantres convengan en llamarlo, y luego ya veremos qué pasa conmigo.

Por lo pronto, después de mi intento fallido juzgué conveniente congraciarme de nuevo con el Creador, y me dediqué a combatir las sombras en su santo nombre.

"Y una mierda."

Bueno, Galadriel no lo expresó exactamente así, muy fina ella. Pero me había calado.

A los Valar no les salían los números. Mi fëa había hecho acto de presencia en las Estancias de Mandos pero como llegó se fue, y eso les mosqueó un poco. Se las apañaron para hacerle llegar a la Dama Blanca un mensaje. Y pese a que ya nadie me podía conocer por Eluréd, porque me había renombrado como Bronwë —"constante" en sindarin—, la hija de Finarfin acabó dando conmigo. Fácil, cuando se tiene amigos hasta en el infierno, al contrario que yo. No soy un tipo muy sociable. Por mi pasado y esas cosas.

Mi reunión con ella fue tensa cuanto menos. Básicamente me confirmó que a partir de entonces debía rendirle cuentas. Y me objetó que en realidad mandaba a los demonios de vuelta con Morgoth porque aspiraba a ganarme mi ingreso en Aman. Interés puro y duro. Cómo no.

"Algo totalmente impropio de un elfo."

Ya. Me lo vas a comparar con las matanzas que llevaron a cabo tus apreciados familiares, ¿no? Elfa sabelotodo…

Por deferencia, no divulgó la noticia de que estaba vivo, pero me recomendó proveerme de aliados que me ayudasen en mi particular lucha por el Bien.

Y yo actué en consecuencia… Renegando de mi especie. Cualquiera con dos dedos de frente se habría percatado ya de que Melkor prefería a los Segundos Hijos, eran más fáciles de corromper. Por lo que infiltrarse como uno de ellos era una estrategia bastante útil para enfrentar sus veladas fuerzas.

Me amputé parte del cartílago de mis características orejas élficas, y me cosí los extremos. Aquello quedó como un churro, pero daba el pego para hacer creer que pertenecía a los Edain. Me corté el pelo y empecé a fumar como un descosido (hojas desecadas y trituradas de árnica y eucalipto, dado que para la Galenas Dulce me tuve que esperar una edad y media a que la trajeran de Númenor), lo cual también casaba con los gustos de los Hombres; los elfos siempre han sido reticentes a probar la hierba para pipa. Malo para los pulmones, argüían. A mí sinceramente se me daba un ardite; no podía enfermar.

Viví largo tiempo como un miserable, cínico y descastado, pero cumplía con mi cometido y eso bastaba.

Hasta un día concreto en que fallé, y a aquella chica se la tragó la Oscuridad.