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Título original: The Reluctant Jezebel
Autor: Agent Orange
Traducción: Miguel Garcia - garcia.m (arroba) gmx (punto) net
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La reacia Jezabel
A las mujeres nos toca pagar el pato en situaciones como esta.
Remontémonos a Adán y Eva, y vas a ver de qué hablo. Somos las viles
incitadoras, ¿no? Podemos dejar de rodillas tanto a hombres como a
reinos, a veces con un mismo resuello. Sin ningún tipo de ayuda dejamos
todo Camelot hecho ruinas. Empezamos la guerra de Troya por el solo
hecho de estar ahí presentes. Causamos toda clase de descalabros en
las obras de Shakespeare. Y ahora esto.
La verdad, no fue mucho lo que yo hice. No hice más que tener algo con
un hombre, y después darme cuenta de que estaba enamorada de otro.
Los hombres hacen eso mismo a cada rato. Y cuando lo hacen, nosotras
las mujeres, las zorras pérfidas que somos, nos limitamos a despelotar
un poco el dormitorio, tal vez les quemamos una que otra pertenencia,
cortamos de las fotos la cara de ellos. Cosas tontas, niñerías; no voy a
mentir. Pero luego nos mordemos todo y seguimos adelante. Que se rían
de nosotras todo lo que quieran, pero, bueno, al menos es mejor que
dejar que los mongoles invadan el país de uno, o algo así.
Supongo que me adelanto mucho. Supongo que conviene partir por el
comienzo. El cual, bien mirado y pensado, está en el asiento trasero de
un descapotable, en alguna parte de lo que una vez se llamó Minnesota.
- o -
Capítulo 1: Chica de América
After all it was a great big world
With lots of places to run to
And if she had to die tryin'
She had one little promise she was gonna keep
[Al final era un mundo inmenso
Con muchas partes a donde correr
Y así debiera ella morir en el intento
Tenía una promesita que satisfacer]
- o -
—¿La estás, ehm..., pasando bien?
El chiquillo me miró con unos ojos tan de asustado, tan de ávido, que
¿cómo le iba a decir que no? ¿Cómo iba a decirle que su cháchara
incompetente me causaba más o menos el mismo erotismo o excitación
que..., pues, un muchachito imberbe de diecisiete años y sus manoseos
buscando al tuntún la ruta al coito en el asiento trasero del coche de su
papá? No se puede. Así que en vez de eso le dije "¡Aaayy, ssssíiiiiiiiii!".
Eché la cabeza para atrás, tanto para parecer que estaba gozando como
para que él no me viera la cara de aburrida. Por Dios, ¿qué hora era ya?
Hace una hora que debí haber llegado a mi casa. Mejor me apresuro
en tener el súper orgasmo. Completé mi actuación, y el niño pareció
apaciguado. Raro. Siempre los veía como hombres al conocerlos.
Hombres grandes, fortachones. En algún instante entre la cena y este
momento, siempre se revertían de vuelta a niños. Y no era que yo fuese
tan experimentada. Yo tampoco tenía más de diecisiete. Pero cuando
estaba con ellos, me sentía veterana.
Para cuando cumplí veinte, vivía en un apartamentucho de Marte, y ya
estaba bien hastiada de los niños. Sé que sueno fría. Pero yo quería de
mi vida más que cerveza en lata y el asiento de atrás. Todas quieren más
que eso, me imagino. Pero sucede que, si se es hombre, esa inquietud
te hace un visionario, un aventurero. Cuando se es una tipa a la que
por casualidad le quedan decentes los pantalones de cuero, una es un
cliché. Otra cara bonita con ganas de salir en las películas. ¿A cuántos
directores se habrá tirado para el próximo año? Sé lo que estás
pensando. Ay, pobre niña bonita. Qué terrible ha de ser tener buena
facha. Y concordaría contigo. Por cierto que no lamento mi físico, que,
por lo demás, me fue dispensado por una combinación fortuita de ADN.
Pero, como con todo el mundo, hay juicios al vuelo que la gente hace
acerca de una, basados en la apariencia. Tú tienes los tuyos. Yo tengo
los míos.
La gente, por ejemplo, supone de manera automática que soy tarada.
Voy a admitir que muchas veces tengo la mirada como desenfocada, pero
se debe en mayor parte a que muy posiblemente no estoy escuchando
qué carajo dices. Eso no es idiotez. Es aburrimiento. ¿Y quién no se
aburriría? Solo hay como veinte frases de conquista en el universo
conocido, y ya las he oído todas, repetidas veces. Una sola vez quisiera
que llegara un tipo a decirme "quiero follar contigo". No le diría que sí,
pero agradecería la sinceridad. Y así al menos puedo pasar al inevitable
rechazo sin tener que estar veinte minutos parloteando boludeces. De
nuevo, sueno fría, pero imagino que la aspereza es efecto secundario
de la repetición.
Y entonces llegó Vicious. Para empezar, de verdad se llamaba Vicious.
Claro, sabía que no se llamaba así en realidad. Pero así se me presentó
él, y con la cara seria. Es más, de primera no le entendí cuál era su
nombre. Simplemente, se volvió hacia mí y dijo "Soy Vicious".
Bueno, esa era nueva, así que al menos se ganó mi atención.
—Claro, y yo soy Difícil... O Difícilus, si quieres —largué de vuelta. Andaba
ocurrente ese día.
—¿Tienes coche? —me preguntó.
Dios del cielo. Aquí estaba. Había aparecido por fin el sujeto que me iba
a pedir derechamente que follara con él. Yo estaba fuera de mí.
—Ehh, sí —dije—. Sí, tengo auto.
—Sal y arráncalo. En unos minutos, un amigo y yo saldremos de este bar.
Nos vamos a subir a tu vehículo y tú vas a conducir.
—¿Conducir adónde?
—Adonde te digamos.
—Ya. Y yo te voy a decir que te vayas a cagar.
Vicious se abrió de pronto el abrigo para revelar una pistola. Mierda.
Mil veces mierda. Pero luego hizo algo totalmente inesperado. Me pasó
la pistola.
—Ehm... —dije.
¿Qué más se puede decir, en realidad?
—Como garantía —dijo—. Te puedo asegurar que el asunto no tiene nada
que ver con sexo. Si hallas alguna prueba de lo contrario, pégame un
tiro con toda confianza.
—¿Y cuál es el asunto? —pregunté, con la voz temblándome al guardarme
el arma en la chaqueta.
—El asunto tuyo es conducirnos a mi amigo y a mí lejos de aquí, lo más
rápido que puedas, en el momento propicio. El asunto mío, puedo
asegurar que no te conviene saberlo.
—¿Y qué saco yo de esto? Además de la oportunidad de pegarte un tiro.
Vicious se abrió el abrigo otra vez para revelar un fajo muy, muy, muy
grande de efectivo. Bueno, ya. Eso ya era algo.
—¿Por qué yo? —le pregunté.
—Simple. Tienes el aspecto de la persona a quien ya nada le importa una
mierda. Entre nosotros nos reconocemos. ¿Hacemos el negocio, sí o sí?
—Veo que no tengo mucha elección sea como sea.
—¿Importaría si la tuvieras?
No, decidí en ese instante.
No, no hubiera importado. Más aún, prácticamente en el momento en
que abrió la boca, supe que le iba a entrar al asunto. Tenía que entrar.
¿Qué otra cosa iba a hacer? ¿Quedar otra vez como piltrafa en el bar?
—Bueno... Voy.
—Entonces sal ahora.
Me levanté con toda calma de la barra y salí hasta mi coche. Un
descapotable. Siempre tuve debilidad por los descapotables, pese a
todo. Lo arranqué y lo llevé con ciertos nervios hasta la entrada del
bar. Esperé unos minutos, y luego oí un montón de gritos, seguidos por
dos hombres que corrían hacia mí. El primero era Vicious. Los dos se
metieron de un salto al auto y partí, con el corazón martilleando más
fuerte y más rápido que jamás antes en un descapotable. Sentí gente
gritar detrás nuestro, y mis nuevos colegas abrieron fuego un par de
veces. Taconeé más el acelerador y salí a pelallanta del estacionamiento,
corté por delante de tres vehículos mientras patinaba entre cuatro
carriles de tráfico.
—¡¿Para dónde, para dónde?! —vociferé.
—¡A LA IZQUIERDA!
Me metí chirriando a una calle lateral, donde se me ordenó casi de
inmediato ir a la derecha. Lo hice, esquivando por poco a una zarigüeya.
—Pronto habrá un claro a tu derecha otra vez. Parece aparcadero pero
atraviesa todo el terreno. Vas a salir a la 91. De ahí sigue lo más rápido
que puedas hasta que veas la Salida 37 y métete ahí. ¿Entendido?
Respondí haciendo un viraje repentino a la derecha, hasta el claro.
Achiqué los ojos al irme acercando a la autopista, alistándome para
entrar por el empalme como jamás humano alguno había entrado por
los empalmes del mundo. Taconeé otra vez el acelerador y entré casi
volando a la autopista, y corté de inmediato hasta el carril izquierdo,
causando la furia de unos cuantos camioneros. Le mostré a uno el dedo
medio por puro impulso, al virar otra vez al carril derecho. Zigzagueaba
entre las hileras del tráfico, peligrosamente, con toda soltura. Jamás
creí ser capaz de conducir así, aunque nunca había tenido la necesidad.
Tampoco había mucha necesidad ahora. Podía haberlos baleado a los
dos. Pero, no sé por qué, esto parecía la mejor opción. Vi la salida, torcí
hasta ella y Vicious me indicó que bajara un poco la velocidad.
—Con calma —dijo.
Así lo hice, y conduje despacio hasta el frontis de un restorán, y
estacioné. Estacioné como si nada. Como si viniéramos a comer pollo
con papas fritas. Los dos hombres se bajaron rápido del auto e indicaron
que los siguiera. Me guiaron en silencio hasta una limosina..., una
limosina..., donde por primera vez pudimos llegar a mirarnos. El otro
sujeto, el compañero, bueno..., tenía pinta de haber nacido en la parte
de atrás del coche de su papá. Pero Vicious... no tenía ni la más remota
ansiedad en los ojos. Pero tampoco los tenía desprovistos de emoción.
Nada más los tenía cautelosos. Hacía mucho tiempo que yo no miraba
a un hombre a los ojos sin saber de inmediato lo que estaba pensando.
La limo partió rápidamente en dirección opuesta a la que habíamos
llegado.
—Tienes tu talento para el volante —dijo el compañero con aire de
holgazán—. ¿Lo haces seguido?
—Creo que la verdadera pregunta es —me salió al paso Vicious antes de
que pudiera contestar— si lo harás seguido.
Me pasó la plata. Toda. La tenía toda en mis manos.
—Emm... Me haría falta otro auto —señalé lo obvio, todavía inspeccionando
mi reciente ganancia monetaria.
—Siempre tendrás otro auto —contestó Vicious. ¿Sonreía? Sonaba como
si sonriera, pero no se le veía en ninguna parte de la cara.
—Entonces, yo creo que... me interesa.
Me sentía distante de mis propias palabras, como si otra persona las
estuviera diciendo. ¿Me interesa? ¿Así de simple? ¿Qué me pasaba?
—Genial —dijo el compañero, sonriendo—. Bueno y, ¿cómo te llamas? Se
me hace que debería decirte algún nombre cuando te grite instrucciones
desde el asiento de atrás.
—Difícil —contestó Vicious por mí—. La dama se me presentó como Difícil.
El compañero pareció tenuemente divertido:
—Bueno, Difícil, yo soy Spike. Bienvenida al Club de los Nombres Idiotas.
No solo soy el presidente, también soy miembro.
Por Dios, de verdad que era un payaso con pose de jaranero, solo que
armado con pistola. Prácticamente intercambiable con cualquier otro tipo
de cada bar en que he estado. Vicious me lanzó una mirada casi de
disculpa mientras me dejaban enfrente de mi casa.
—¿Cómo supieron...? —farfullé.
—No te preocupes —dijo Vicious.
Y ¿sabes qué? No me preocupé.
- o -
En vez de eso me desplomé sobre la cama y empecé a sopesar las
consecuencias de mis varias opciones. Pese a la posibilidad de haberte
dado la impresión de enamoriscada, perdida en los ojos de él, etcétera,
en realidad era todo menos eso. Vicious me había intrigado, sí. Y sí, iba
mucho tiempo desde que un hombre me había siquiera picado el interés
más allá de un polvo utilitario. Pero esos factores estaban muy abajo en
la lista de los pro, si es que llegaban a la lista.
No me hacía ideas falsas sobre lo que había ocurrido esta noche. Lo que
fuese que hubiera pasado en ese bar, era muy ilegal y con toda
seguridad muy violento. Para todo efecto práctico, yo había consentido
y facilitado el actuar de un par de asesinos. Sería una maravilla suponer
que se trataba del tipo de delincuentes simpáticos, coquetones, de las
películas viejas de Redford y Newman, que robaban a los ricos para dar
a los pobres, que hacían justicia propia en una sociedad injusta. Habría
sido muy fácil en ese momento lanzarme en un discurso de "El pueblo
unido jamás será vencido" y justificar punto por punto lo que estaba
considerando seriamente hacer. Podía haber hecho que todo pareciera
una especie de aventura libertaria.
Pero sabía que no. Incluso entonces, sabía que no. Podía achacarle
esta noche a la adrenalina, pero ya hacía mucho que se me había pasado
el efecto. Si iba a aceptar esta oferta, tenía que aceptar todo de ella,
incluido el hecho de que me convertiría en una persona mala.
La pregunta principal era si de verdad yo quería ser una persona buena.
O la pregunta más principal aún, si es que algo puede ser "más principal":
¿era ya una persona mala? Tuve familia alguna vez, pero nos habíamos
aburrido todos uno del otro, completamente hastiados de lo poco que
teníamos para ofrecer. En el estado antes conocido como Minnesota,
las rubias bonitas eran o Miss Estados Unidos o se embarazaban a los
diecisiete. Yo no tenía ninguna de ambas condiciones, y por tanto mi
familia no sabía qué hacer conmigo. Ni contaba yo con el impulso de una
ambición por el éxito. Aborrecí el colegio con una pasión al rojo vivo, y
no podía concebir pasar cuatro años más de clases. Y aun si era capaz
de sobrellevarlos, no harían más que dejarme del otro lado de un título,
sin dirección y con una montaña de deudas. No me producían interés las
finanzas ni los bienes raíces. Nunca quise ser enfermera por miedo a la
responsabilidad, y carecía de la soltura de habla necesaria para la
abogacía. No era ninguna maravilla con los niños, si bien no los odiaba.
Lo mismo con las mascotas.
Nunca fui voluntaria en nada y nunca le di una moneda a indigente
alguno. Jamás había estado enamorada y, hasta donde podía imaginar,
jamás me habían amado a mí. Así que ¿qué moral concreta podía tener?
Claro, tenía un sentido básico de lo que estaba bien y lo que estaba mal,
pero entre los ladrones también había honor, y eso no los convertía en
santos. De momento, yo no era virtuosa ni maligna. Simplemente existía
en una especie de limbo perpetuo, y ya era hora de elegir un bando. Así
que elegí. Elegí el mal a sabiendas, no por una confusión de niña, ni por
el azul de los ojos de un hombre. Elegí el mal porque pareció emocionarme
más que cualquier otra cosa antes, porque me pareció que así sería yo
más útil a alguna causa, y, lo más importante de todo, porque el mal me
quería a mí. El bien nunca ofreció algo así. Tal vez esa es la gracia del
bien, que no hace ofertas. Una tiene que ir tras él. Francamente, no
sentía el interés. Y así, a la noche siguiente cuando contesté el teléfono,
me saludó una voz sintetizada, que me dijo que un Buick verde me
esperaba en el aparcadero del restorán Connors. Y fui.
