Disclamer: El mundo de los Juegos del Hambre y sus personajes son obra de Suzanne Collins. Yo sólo los tomé para crear esta historia loca.


El otro lado de la cama está frío cuando intento buscar a Prim con mi mano. Seguro ha tenido pesadillas en la noche y fue a dormir con mamá. Me levanto y me pongo la cazadora de mi padre. A pesar de los años aun siento su aroma en el, y eso me reconforta un poco.

El distrito doce se caracteriza por ser uno de los más pobres y opacos, pero nunca lo he visto tan silencioso como hoy. Intento concentrarme para oír a los cansados mineros arrastrar los pies en la grava, pero nada. Camino hasta el bosque y cruzo la alambrada. Saco el arco de papá del tronco hueco que uso como escondite.

Deslizo mi mano por la madera tallada. El contacto hace que todo mi cuerpo tome posición de acción en busca de una presa. Quizá un par de ardillas, podría cambiarlas con el panadero por unas galletas para Prim.

Hoy es su primer día de cosecha y quiero que tenga algo bueno que esperar después de todo esto. Se las daré en la cena; con un poco de leche de Lady, la cabra.

Me adentro en el bosque hasta que pierdo de vista a La Veta, decido que es un buen lugar para poner una de las trampas que Gale me enseñó. Me pregunto en dónde estará. Seguro revisando que las fresas estén en buen estado para vendérselas a la hija del alcalde.

Mi primer objetivo es un ciervo que juguetea con unas hojas secas, el sonido que hace lo delata. Se ve demasiado pequeño para estar solo, considero en dejarlo tranquilo y que simplemente me lleve hasta la mamá. Descarto rápidamente esa posibilidad, últimamente no hay tantos animales grandes por aquí. Mucho menos en épocas como esta.

Pongo una flecha y tenso el arco hasta que la cuerda roza parte de mi mejilla. Apunto directo al ojo, de esa manera llegará hasta el cerebro y lo matará rápidamente sin dañar su pelaje, estoy segura que me darán algo bueno por el en el Quemador.

Suelto.

En el preciso instante en que la flecha llega al animal, una ráfaga de pensamientos me devuelve a la realidad.

Prim ha sido seleccionada en los juegos. Prim ha muerto.

Mi mente se llena de todo eso que quería bloquear y dejar atrás. Me alejo del animal lo más que puedo. Verlo desplomarse me recuerda a Rue con una lanza en el cuello; a Marvel, la primera persona que maté de manera intencional.

Camino hasta encontrarme con una cama de musgo, dentro de poco los mosquitos vendrán por el ciervo, pero no importa porque quiero auto compadecerme por un momento y soltar todo lo que tengo guardado.

Por semanas estuve perdida, simplemente me quedaba viendo la nada hasta que Sae venía y cocinaba algo para mí. No tenía ganas de llorar, simplemente olvidar. Hasta hoy, que despierto pensado en una realidad pasada.

Cuando recupero un poco de compostura, cargo al ciervo. Es pequeño pero no haber comido en días y no cazar me está pasando factura. Quiero dejarlo, tengo comida de sobra en casa y ya no hay bocas que llenar como antes.

Recuerdo el bombardeo del distrito y pienso que tal vez podría dárselo a una de las familias. Es sabido que estoy mentalmente desorientara, pero para muchos sigo siendo considerada el Sinsajo.

El símbolo de la rebelión, y ahora, el de la supervivencia. Lo odio. Me gustaría gritarle a todos que fui egoísta. Que nunca quise salvarlos, que nuca quise tomar parte en esto; que si pudiese retroceder el tiempo hubiese huido con Gale y nuestras familias al bosque.

Seco el sudor con mi manga, por cada paso que doy los hombros me pesan más.

Al llegar a la La Veta, diviso un grupo de hombres trabajando entre los escombros. Dejan las palas a un lado cuando les pido ayuda y les entrego el animal que había cazado. Me limito a decir que lo repartan entre ellos y sus familias. Temo por un momento haber hablado de más, por lo que aparto la mirada y les indico cómo despellejar el ciervo.

Es difícil alejarme de ellos sin poder sentirme culpable por las pérdidas de esos hombres. Así que me obligo a seguir mi camino hasta a la Aldea los Vencedores, el único lugar intacto en todo el distrito doce. Para llegar hasta ahí, debo pasar por la zona de los comerciantes. Se ve igual que cuando vine desde el trece; lleno cráneos y paredes de casas destruidas. Pienso en que por primera vez no hay diferencias entre la veta y este lugar. Todo es lo mismo: escombros y esqueletos regados por distintas partes. El fuego era tanto que la piel había desaparecido, simplemente quedaban huesos.

Camino hasta el árbol, ese en donde una niña con el estómago vacío se había apoyado esperando su inevitable muerte, ese donde recibió el pan que le dio la oportunidad de vivir.
Ahora es un trozo de tronco seco.
Desde ahí puedo apreciar lo que queda de la panadería. «Yo los maté», pienso. Por mi culpa murieron los Mellark.

Todo este juego de ser el Sinsajo me ha costado demasiado. Nada regresará a ser igual. Ni el árbol, ni Peeta.