A mi querido descubridor [seas quién seas]:

Mi nombre es Erwin Harlet y tan solo tengo veintiún años cuando te escribo esta carta a pesar de no conocer quién serás o de donde vendrás o como encontrarás este mensaje que tantas dudas me ha causado para narrar lo ocurrido. Solo espero que si me juzgas, yo no esté aquí para verlo o escuchar los reproches que tengas que decirme en tus pensamientos. Tampoco espero que lo esté ella que, pobre ingenua, se entregó a mis brazos sin saber que era yo y no otro el que la besaba apasionadamente en el guardarropa de un amigo nuestro; en una de sus reuniones. Aun así, también voy a escribirle a ella porqué al fin y al cabo ha sido ella la única capaz de volverme loco como nunca antes otra mujer o Nanaba, más bien, había causado en mí. Fue curioso, incluso, cuando nuestros ojos chispearon al mismo tiempo al vernos. Como en un cuento de hadas catastrófico o hechizado de amor romántico que tan pronto empezó tan pronto acabó.

Mike [mi querido hermano al que espero y deseo suerte aunque sé que tiene de sobra y al que deseo que no lea jamás estas palabras que traen tan mal augurio a alguien cómo nuestra familia] se prometió el primero de todos nosotros pues, al ser el mayor, era natural algo como aquello. Su mujer era alguien convencional, de esas muchachas bonitas que ves en todos lados junto a sus vestidos recatados y sus sonrisas de terciopelo a pesar de que no desea sonreír por alguna insatisfacción que les causa la vida junto a sus padres. Que, de hecho, eran amigos cercanos nuestros desde que yo tengo memoria. Poco después me comprometí yo. Quizá celoso de que me hablara siempre tan magníficamente de su esposa.

Nanaba fue la escogida y la indicada según mi madre. Poseía belleza, aptitudes, intuitiva también [aunque mi madre solía reconocerlo como inteligencia escondida, algo que yo acepté inclusive si no me encontraba del todo de acuerdo con la afirmación que siempre daba si podía].

Me casé a los dieciocho años con un traje de cachemir negro y palabras alentadoras de mi querida abuela [de la cual Reiner, que es mi querido niño, ha heredado todos sus rasgos] que, al vernos a ambos tan rubios, tan blancos y tan de ojos azules, dijo que tendríamos a los muñequitos de porcelana más adorables del planeta.

Y así pasó el tiempo rápidamente. ¡Fíjate, que ya tengo veinte años pasados y ni siquiera me he dado cuenta de cuando los cumplí!

Un buen día, mi adorable hermano pudo regresar del extranjero y asistir a alguna de mis reuniones junto a la bonita de su mujer de la que nunca pienso pronunciar nombre ni de mis manos o mi boca; la vergüenza puede conmigo. Y consigo, trajo a una pequeña niñita. ¿Tanto tiempo había pasado que ya tenía una niña a la que querer y cuidar? Lucette era su nombre. Había sido adoptada por el matrimonio que formaba mi hermano y su esposa mientras se encontraban haciendo negocios en Rusia él. Su familia había perecido en un incendio y tenía dieciséis años. Yo les felicité. ¡Claro que sí! ¡Mi hermano era un santo! Y su mujer sin nombre, ¡también!

Desconozco las razones de por qué me ocultaron a mí la verdad, pero cierto es que la sociedad hubiese hablado mucho del asunto y les hubiesen arruinado tal y como esta solía hacer. Pero toda la mentira solo produjo un mal peor del que merezco ir al infierno mismo.

Un buen día, nuevamente, Lucette y yo comenzamos a hablar sobre lo bonito de su natal Rusia [o que yo creía así]. Le gustaba mucho los libros de Historia de nuestro país y las innumerables guerras que hemos perecido la superaban hasta el punto de las lágrimas. A mí me agradaba oírla canturrear canciones de cuna a la embarazada tripa de su madre los días que yo iba de visita con Nanaba, que se quedaba igual de asombrada frente a la joven.

Ciertamente retrato lo poco que hacíamos, Lucette siempre andaba correteando por la calle o discutiendo asuntos de mujeres con sus amigas o la misma sirvienta personal que se le había asignado y quién fue quién me reveló la verdad. Desgraciadamente, siendo tarde y viéndonos a nosotros dos a través de la cerradura, manteniendo un amor imposible y prohibido no por el mero hecho de considerarse impropio o inmoral, sino porque era trato del diablo hincarme dentro del cuerpo de Lucette. Tardíamente comencé a rezar y a pedir perdón a Dios, por qué no lo hizo. Es más, me envió una prueba del delito justo a mi amante menor de la que ya no me encontraba tan orgulloso. Porqué así como caí me volví a levantar, y así como vi que no era lo que creía me marché. Caprichosa e intolerante, ¡manipuladora! ¡Lucette era el Diablo y mi semilla la dejó embarazada del Anticristo! Sin duda, cuando me lo dijo, me quedé horrorizado ante su maravilla de ser madre y de brincar un bombo frente a sus padres que, al descubrirlo, la enviaron lejos, lejos. No sé a dónde, porqué ellos no me lo dijeron y menos Lucette.

Algún tiempo después, cuando ya brincaba a mí querido niño Reiner en mis rodillas, recibí un telegrama de parte de Mike que hacía mención a que Lucette había muerto durante el parto y que el pequeño abandonado iría a vivir con ellos.

Sabiendo que estuvo terriblemente deshonesto ejercer esa expresión, aliviado suspiré ante la muerte de la muchacha. Nanaba jamás lo sabría, y Dios parecía haberme perdonado con aquel acto cruel pero justo.

Ahora, ya es hora de que tú, mi querido descubridor, seas quién seas, descubras la verdad de mis actos malignos a manos de tal Lilith. Lucette ya conocía nuestra verdad y… Horrores me cuesta ahora confesar el crimen.

Mike no se casó con alguien cualquiera. Se casó con la muchacha que llevaba a la niña Lucette en su vientre. La mujer de la que no puedo pronunciar el nombre era la madre de Lucette y no solo su salvadora. Mike era su papaíto y no solo su salvador. Había estado viviendo en Rusia, en un lujoso internado perteneciente a su tía materna, porqué Mike no se atrevía a confesar su desliz con la que acabaría casado antes de estarlo. ¿Me entiendes ahora querido lector de mis pesadillas? Lucette era mi sobrina. Y yo era su tío. Y ahora un hijo brinca por las paredes de su hogar, probablemente sin conocer la verdad de acto tan impío.

Verás gotas en esta carta homónima porqué lloro desesperadamente. ¿Qué será de ese pequeño mencionado? ¿Y de mí? ¿Qué será de mí…?

Ahora sé que Dios no me ha perdonado por lo que hice. Me ha castigado con un progenie del demonio, hijo de una súcubo tentadora como Lolita, que me perseguirá en pesadillas y que espero evitar si jamás veo a Mike.

Seis meses han pasado desde la llegada de aquel telegrama.

Solo espero dormir esta noche, mi querido descubridor que morboso lo habrás leído todo, picado por tu curiosidad innata; propiamente humana. …Cometiendo así mis errores de joven curioso.

Te agradece quién no saber qué decir,

Erwin Harlet.