Conspectus

La mañana en que Linda la conoció, tenía los ojos perdidos en el cielo y sus manos contra el suelo de cemento. El cielo era tan azul que su corazón era tragado por el efecto del índigo.

¿Qué edad tenía Hal? ¿Veinte años? Linda diez. Dudó en aceptar un dulce. Solían decirle que engordaría inmediatamente si los probaba.

Su mirada era inexpresiva, pero fue cruzada por un hálito lumínico cuando se cruzó con la de ella.

Linda no creía en Dios. Le tenía respeto a los monumentos levantados en su nombre, sin embargo y apreció que Halle le enseñara los más respetables en la ciudad, mientras le narraba lo que recordaba de la noche del asesinato.

El helado de fresa manchaba sus manos y las lágrimas le bajaban por la cara, en tanto los niños que no estaban presos a recuerdos oscuros corrían delante de ambas, allá en los columpios.

Si alguien le hubiera preguntado el día anterior a Halle si le gustaban los niños (con toda la inocencia posible, ningún mal pensamiento insinuado en el tono de la voz con el que los colegas de ambos sexos se le acercaban a flirtear perezosamente), la respuesta hubiese sido "no" y con sinceridad ("no" y ceja alzada, quizás, porque a qué demonios viene semejante pregunta, después de todo).

Pero Linda tenía los ojos tan sabios que parecían contener miles de años. Paralizaban al verlos, te obligaban a arrodillarte y si bien, no a jurarle lealtad eterna, casi casi.