Su estatura sobrepasaba los seis pies, y su abrigo de cuello alzado le hacía parecer tan extraordinariamente enjuto que daba la impresión de ser aún más alto. Este tenía la mirada aguda y penetrante, y ello, junto a sus rasgos afilados, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. Sus movimientos eran intrépidos. ¿Sus pasos? Decididos.

No era la primera vez que veía a aquel hombre, y apostaba lo que fuera a que no sería la última. Ignoré la foto del susodicho que enmarcaba la cartera, la abrí y cogí el dinero que guardaba, tanto en la billetera como en un compartimento secreto que no había tardado en encontrar.

―La hostia… ―masculló el desgarbado joven que se encontraba ante mí.

―¿Suficiente? ―inquirí, sosteniendo el dinero en el aire.

―Para lo que tengo y más. ¿En cuántos lotes lo quieres?

―¿Cuánto llevas encima?

―Medio gramo.

―Lo quiero todo. En una semana, más. Misma hora y lugar.

Él asintió. Cerramos el trato e intercambiamos una bolsita de plástico con contenido ilegal y varios billetes. Sin una palabra más, nuestros caminos se separaron: sus pasos le llevaron a perderse en la noche, y los míos a ascender hasta el puente bajo el que había sucedido el furtivo encuentro.

Paseé al lado de la barandilla con dejadez, palpando rítmicamente el bolsillo del pantalón en el que había depositado la droga. El nerviosismo aumentó a la par que los golpes en mi pierna. Mis pensamientos derivaron en temas oscuros, tal y como constantemente ocurría; sin embargo, no era el tema el que me hundía, sino la forma de tratarlo. Buscando una nueva manera de defenderme de los hechos, había encontrado en los chutes una nueva perspectiva a la hora de ver las cosas. Esa travesía resultaba menos dolorosa de atravesar, y el letargo al que me conducía era… Para qué engañarnos, agradecidamente inestimable.

Mis ojos vacíos y oscuros como dos pozos negros naufragaron en el río hasta tocar tierra. Esta, de rasgos pálidos, estaba salpicada por arenosas pecas. Olas de melena oscura, aleonada y rizada, nariz redondeada y labios carnosos pincelaban el resto del lienzo. Ladeé la cabeza, observándome: no era hermosa, no en ese momento. Mis pómulos resaltaban en contraste con mis mejillas hundidas, estaba despeinada y desarreglada, con las ropas ajadas, excesivamente delgada, y mi mirada lucía muerta. El único movimiento que manifestaba mi cuerpo era aquel relacionado con la anticipación que me consumía ante el peso de la droga.

Droga… que había conseguido gracias a él.

La cartera volvió a mis manos, y las tarjetas y documentos identificativos se traspapelaron ante mis ojos cansados. Papel pulcramente doblado, letra estilizada. Sherlock Holmes, firmaba. Un suspiro quebró mis labios. Tras ello, devolví las cosas a su escondrijo y di las gracias en silencio al conocido desconocido.