Disclaimer: Saint Seiya y sus personajes pertenecen a Masami Kurumada.

LAS DOCE TAREAS DORADAS

Capítulo 1

El plan de la diosa

Contaban los ancianos que más allá de las grandes cordilleras de Tesalia, en un lugar oculto a la vista del hombre, se encontraba el Monte Olimpo.

Se decía que su belleza estaba por encima de los sueños humanos. Un paraíso tan terrenal como divino, escondido entre las enormes montañas de piedra dorada que tintineaban bajo la luz del Sol. Una comarca mágica que la muerte era incapaz de alcanzar, hundida en las celebraciones y los excesos, repleta de seres inigualables, y rebosante de misticismo.

Caudalosos ríos fluían desde lo alto de los riscos fronterizos, creando caídas de agua de una majestuosidad que poco podría compararse con las conocidas por el ojo humano. Los campos de verde y frondosa vegetación se extendían por todo el valle; los vívidos colores de sus flores y frutos inundaban de vida el paraíso griego. Por sus praderas corrían ninfas, cuyos cánticos eran arrastrados por el viento hasta el más ínfimo rincón de la Tierra Santa. Los sátiros corrían detrás de ellas, lujuriosamente. Sus regordetas y burlescas figuras contrastaban con los gráciles movimientos de las jóvenes doncellas encantadas.

Mitológicas criaturas residían en aquel paraíso, como lo grifos que habitaban en las montañas. Detrás de las cascadas, hacían sus nidos, donde las crías escandalosas, crecían protegidas por la fuerza de las corrientes. Numerosas manadas de caballos voladores surcaban los aires acariciando con sus alas las copas de los antiguos árboles. Sus suaves resoplidos rompían la monotonía de los cielos y competían en vigor con el trinar de las aves.

Decían que ahí, el Sol todavía salía y se ponía cuando Apolo cruzaba el firmamento montado en su cuadriga de fuego; que la ira de Zeus desataba tormentas y que el arco de Artemisa aún teñía el cielo de estrellas cuando la noche se ceñía.

Pero, por sobre todo, ese era el hogar de los creadores del Universo. Esos seres divinos ante los cuales las rodillas de los mortales se doblaban. Los mismos que escribían con sus dedos el destino de una humanidad condenada. Deidades poderosas y bellas, pero tan imperfectas como el hombre. La inmortalidad les arropaba, sangre milagrosa corría por sus venas; y con todo, convulsionaban bajos sus pasiones.

La villa Olímpica era su ciudad. Una polis como ninguna, con grandes palacios levantándose por doquier; cada uno dotado de extensas tierras y parajes indomables. El oro y la plata abundaban en sus intrincados diseños. Esculturas de ellos mismos se aparecían por todo el lugar sin otra finalidad más que la de alimentar sus grandes egos. En el corazón del Olimpo, orgulloso y desafiante, se alzaba el Templo del Rayo. Una fortificación clásica, con exquisitos diseños labrados en sus altas columnas de mármol y estatuas de asombrosa perfección distribuidas por sus extensos jardines. Ahí moraba el señor de los dioses, el ser supremo y padre de la vida: Zeus.

El dios, de poder excepcional y sabiduría superior, se había erigido señor de los divinos. Las fábulas acerca de sus victorias eran por todos conocidas, y los himnos de guerra eran entonados en su nombre. Bienaventurados aquellos que contaban con su favor. Malditos los hombres de los que se había olvido. Temido y respetado, el soberano olímpico se erguía por encima de una consejo de dioses que juraban lealtad a nadie. Y, sin embargo, en un mundo de hostilidades e intrigas, Zeus se mantenía firme al mando. Su relámpago iluminaba los cielos con la misma potencia con que sus manos dirigían el Olimpo.

A su lado, su hermana y esposa, había permanecido siempre. Su difícil carácter, igualmente temido, solamente era superado por los mitológicos celos cuya reputación precedían. La oscuridad en su corazón estaba finamente oculta bajo una apariencia privilegiada. Sus ojos, azules como los cielos, se enmarcaban en un abundante cabello tan rojo como el fuego y una piel blanca e inmaculada. Contaban que competía en hermosura con las diosas más jóvenes siendo incluso envidiada por la misma Afrodita.

Usualmente cercana a su esposo, aquella mañana la diosa se encontraba irritada. Sus ojos azules, como la superficie del océano, brillaban con una rabia que restaba belleza a las facciones de su rostro. El cabello, largo y tan rojo como el fuego, caía rebelde sobre sus hombros mientras la diosa descansaba, tendida en el lecho de sus aposentos.

Escuchó la puerta de madera abriéndose, pero no se movió. Los pasos del recién llegado se oyeron con claridad y, a pesar de conocer su identidad, Hera le ignoró. En la entrada, apoyándose en el marco, Zeus observó con fiereza a su mujer. Interpretó su silencio y aquello le irritó. Se cruzó de brazos mientras soltaba un suspiró que estaba seguro su mujer había escuchado. Una vez más, no hubo respuesta por parte de la pelirroja, así que cansado de sus desdenes, el señor del rayo se dispuso a abordarla.

—Deberías dejar tus enfados de una vez por todas. —La voz profunda y calmada de Zeus se oyó con perfecta claridad. Al verla continuar con su actitud caprichosa, Zeus se acercó a ella. —Estoy cansado de tus constantes arranques de ira, Hera. No comprendo porque todo ese odio y desprecio hacía Athena. Siendo ella mi hija preferida desearía que la relación entre ustedes dos mejorara. Estar entre la espada y la pared cada vez que se encuentran juntas se ha convertido en una desagradable situación para mí. Tiene que terminar.

—Y aún así, eres incapaz de comprenderme—respondió por fin, ofendida—. Sus intereses siempre han de ir antes que los míos y los de cualquiera. Incluso te atreviste a prohibir que nuevas guerras fuesen declaradas en su contra. ¡Somos dioses! Dioses atados a los caprichos mortales gracias a ti y a ella.

—¿Te atreves a cuestionarme?

—Lo hago—dijo con estoicismo—. Ese favoritismo tuyo ha llegado muy lejos ésta vez.

—Estás equivocada—murmuró mientras la miraba directamente a los ojos—. Más guerra solo significaría más sangre divina derramada. Somos dioses, sí. Seres supremos e intocables, o al menos lo éramos. No estoy dispuesto a poner nuestros nombres en duda por un simple juego. No permitiré más humillaciones.

Hera guardó silencio y agachó la cabeza pensativa.

—Entonces, ¿por qué los trajiste de nuevo a la vida? —La pregunta sorprendió al señor del rayo.

Tras la guerra contra Hades, la joven Athena se había presentado ante su trono para suplicar por la vida de sus santos caídos en combate. Él sabía la historia. Las imágenes de lo que había visto aún surcaban su mente con infinita claridad. Hombres contra dioses, desafiando un destino que yacía sellado desde el principio de la eternidad. Las batallas habían sido justas, pero las bajas lamentables. El destino de cada uno de ellos era la muerte y el dios supremo lo sabía, pero era de admirarse que un ser divino como Athena, rogase desesperadamente por sus vidas. Muchos fueron sus juicios y las consecuencias serían inminentes. Sin embargo, las lágrimas de aquella delicada criatura de cabellos lilas habían terminado conmoviendo su corazón. Aquellos jóvenes volverían del más allá y como recompensa vivirían el resto de sus vidas sin más batallas carentes de sentido entre inmaduros dioses.

Pensando en ello y en su promesa, Zeus abandonó la privacidad de sus pensamientos y miró con recelo hacia la diosa de cabellos rojos.

—¿Qué es lo quieres, Hera?—respondió con voz serena pero firme, mientras le daba la espalda.

Una sonrisa se dibujó en sus labios rosas. Poco a poco conseguiría lo que deseaba.

—Quiero pruebas, Zeus. Pruebas de que esos mortales se merecen la segunda oportunidad que les diste.

—¿Pruebas?—El dios sonrió con un toque de ironía. —¿Además de que han derrotado a nuestros dos hermanos, Hades y Poseidón, y a tu hijo Ares?

—A decir verdad, amor mío, los que vencieron fueron los llamados santos de bronce, ahora conocidos como caballeros divinos; más no he escuchado mucho acerca de los otros trece que trajiste a la vida. Esos que se vanaglorian de ser los guerreros más poderosos del mundo: La Orden Dorada de Athena.

—¿Aquellos que derrotaron a Cronos y sus titanes? ¿Los que también fueron capaces de recrear la luz del sol dentro del mismo infierno para derribar el Muro de los Lamentos? ¿De esos santos me estás hablando?—replicó Zeus haciendo alarde de toda el sarcasmo que poseía.

—¿Eso hicieron? Porque no me resulta nada impresionante comparado con derrotar a tres dioses olímpicos.

Zeus giró los ojos. Admitía que era imposible hacerla cambiar de opinión. Incluso si se hablara de héroes, su esposa nunca los había tomado con seriedad.

—Mujer incrédula, ¿qué más pruebas deseas?

Hera caminó lentamente hacia él para acomodarse en su pecho y jugar sensualmente con las barbas del dios. Susurró unas palabras en el oído de su amado y sonrió con malicia. Sin dar crédito a lo que escuchaba, Zeus retrocedió creando distancia entre su manipuladora esposa y él.

—¿Has perdido la razón? Ellos no deberían pasar por semejantes pruebas. Te recuerdo que él era un semidiós, los santos son simples mortales.

—Si son simples mortales, no entiendo el interés que puedes tener en ellos. Tú mismo has hablado de su valía. Déjales demostrarla.

Zeus frunció el ceño con evidente disgusto. Había caído en la trampa de la celosa Hera y ahora estaba acorralado.

—Como desees, pero los términos de dichas tareas serán míos para decidir. Queda prohibida cualquier intervención, Hera, ¿me escuchaste? No quiero enterarme que enviaste a alguien para complicar el camino de Los Doce. También te advierto que tendré que consultar esto con Athena. Son sus santos y se encuentran bajo su servicio.

—No tengo objeciones. —Hera le sostuvo la mirada.

"Y no te preocupes, " pensó. " Jamás te enteraras de mis planes para con ellos."

El dios del trueno se dio la vuelta para dirigirse hacia la puerta dispuesto a abandonar la habitación pero, de pronto, Hera le detuvo.

—Una cosa más—habló sin borrar un sonrisa burlona de su rostro—. Deseo estar presente cuando consultes a Athena sobre mi plan; y si fuera posible también quiero que los trece involucrados nos acompañasen.

—Veré que puedo hacer—contestó el soberano del Olimpo, deseoso de no enredarse en una nueva discusión con su esposa.

Zeus se reprochaba a sí mismo por haberle dado lugar a las ideas locas de Hera, pero en el fondo sabía que, de otra forma, ella nunca hubiese permitido que los santos dorados continuaran con sus vidas en paz. Así era siempre. Hera conseguía lo que quería sin importar las consecuencias; por lo que, mejor ahora que después, aunque él haría lo posible por mantenerla vigilada. La diosa no jugaría limpio, eso era lo único que tenía por seguro.

Dentro de su recámara, la pelirroja festejó la victoria. Le dejaría muy en claro a Athena quien era la reina del Olimpo. No le perdonaría haber humillado a los dioses de esa manera, y mucho menos que hubiesen sido viles mortales quienes se atrevieron a retar su divinidad. Los dioses siempre serían dioses y los mortales no debían más que adorarles. Esas eran las reglas y cualquiera que las infringiese, debería ser castigado.

"No podrán negarse, ese orgullo suyo será quien les condene."

Nuevamente una maliciosa sonrisa iluminó su rostro. Las cosas salían justo como las había planeado.

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En el Santuario de la diosa de la sabiduría, santos, aprendices, e incluso la misma regente, luchaban por adaptarse a la nueva vida que se vislumbraba para ellos. Tras la guerra, los edificios derruidos habían sido reconstruidos mediante largas jornadas de trabajo que por fin veían su fin. Con todos los preparativos listos, el camino de regreso a casa por parte de varios santos dorados estaba en su apogeo.

Kiki, el aprendiz de Aries, estaba realmente emocionado por volver a su hogar. Si bien, pasar tiempo con Aldebarán era algo que disfrutaba, no resultaba divertido el compartir sus golosinas con el amistoso gigante de la casa de Tauro.

Delante de él, Mu bajaba las escaleras con dirección a la casa de Aries llevando consigo algunas de las armaduras en reparación. La guerra había dejado un exceso de trabajo para él y, aunque agradecía de corazón la hospitalidad de Aldebarán, comenzaba a hartarse de los ataques de hiperactividad que los dulces del toro dorado causaban en su aprendiz. "No es correcto mal consentirle," había dicho en alguna ocasión, pero sus palabras se perdieron en el vacío.

—Maestro Mu—preguntó inocentemente el pequeño lemuriano.

—Dime.

—¿Usted cree que Aldebarán sea una persona paciente?—preguntó mirando fijamente a su mentor.

—¡Qué cosas preguntas, Kiki!—le respondió el carnero, sonriendo—. Por supuesto que Aldebarán es un hombre paciente, de lo contrario su hospitalidad hubiese sido escasa.

"En especial con tus ataques de hiperglucemia." pensó con un suspiro y recordando las múltiples travesuras de su appendix que había tenido como principal víctima al guardián de Tauro.

—Y, ¿cree que sea comprensivo?

—Si.

—¿Qué tal vengativo?

—¡Claro que no! Pero, ¿a qué vienen todas estas preguntas?—terminó el ariano con un mal presentimiento. Su mirada se tiñó de desconfianza.

El aprendiz no respondió. Solo se limitó a torcer la boca para luego morderse los labios en señal de preocupación.

—Kiki—insistió Mu. Sin más opción, el pequeño pelirrojo exhaló.

—¿Recuerda cuando me dijo que debía practicar mi técnica de reparación de armaduras?—comenzó el pequeño. El santo de Aries asintió con la cabeza. —Pues… decidí reparar los cuernos del casco de la armadura de Tauro como agradecimiento a Aldebarán por darnos asilo pero….

—¿Pero?

—Digamos que, por accidente, la cola de la armadura de Tauro ahora es el cuerno derecho del casco—dijo apenado el aprendiz mientras corría hacía la casa de Aries.

—¡Kiki!

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En la casa de Géminis, las cosas no eran menos difíciles y los gritos no se hicieron esperar.

—¡Yo quiero la de la izquierda!

—¡La de la izquierda es mía!

—¡Ni lo sueñes! ¡Desde la derecha no se puede ver el panorama!

—¡Y eso a mi no me importa! ¡Ya te dije que la de la izquierda es mía!

Esos eran los gemelos de Géminis discutiendo sobre cuál de las habitaciones de la casa ocuparía cada uno de ellos.

Sentados en las escalinatas de la casa, Milo de Escorpión y Camus de Acuario esperaban que la discusión terminara para ayudar con el equipaje de sus compañeros. Ambos habían hospedado a cada uno de los gemelos en sus templos durante la reconstrucción del Santuario, por lo que esta sería la primera vez que Saga y Kanon vivirían juntos en años.

Las expectativas de cómo sería la relación fraterna de los geminianos eran divididas. Mu, Shaka, Aioros, Camus y Dohko opinaban que todo saldría bien y que ambos hermanos sería capaces de superar los diversos problemas que tenían. Por el otro lado, Milo, Aioria, Shura, Afrodita, Aldebarán y Máscara de Muerte estaban planeando los funerales de los santos de la tercera casa, preocupados por lo que significaba el que un megalómano y un bipolar compartieran el mismo techo. Tauro y Cáncer se sentían especialmente temerosos ya que sus templos eran los más cercanos al de Géminis, y probablemente un arranque de furia de Saga y Kanon podría enviarlos a otra dimensión.

—¡Quizás es mejor que regreses a vivir con Milo!—gritó Saga.

El santo de Escorpión reaccionó poniéndose de pie de un brinco, temiendo que Kanon aceptará la propuesta de su hermano. Camus sonrió burlonamente al ver la reacción de su amigo ante semejante comentario.

—¡ deberías regresas con Camus!—respondió Kanon a la provocación de su gemelo.

—¡Eso si que no!—contestó Camus reaccionando de idéntica manera que Milo.

—¿Ves, Saga? Ni siquiera él te soporta a su lado. ¿Por qué tendría que hacerlo yo?

Si las miradas mataran, Kanon estaría atrapado en un ataúd de hielo para la eternidad por la manera en que le vio el santo de Acuario.

—¡Porque este es mi templo, idiota!—replicó Saga.

—¡¿Tu templo?! ¡Querrás decir nuestro templo, así que los dos tenemos el mismo derecho sobre él! ¡Y yo quiero la habitación de la izquierda!

—¡Pues yo también la quiero!

Y así comenzó de nuevo la discusión hasta que el escorpión dorado, fastidiado del ir y venir de palabras, se aclaró la garganta para captar la atención de todos. Saga, Kanon e, incluso, Camus voltearon a verlo; los dos primeros guardando silencio por primera vez en varios minutos.

—¿Por qué no comparten la habitación de la izquierda?—propuso Milo, alzando su dedo índice.

Los santos de géminis voltearon a verse y pensaron un par de segundos.

—¡Porqué yo quiero la habitación para mí solo!—gritaron al unísono.

—Al menos se pusieron de acuerdo de algo—comentó el acuariano, tratando de consolar a su peliazul amigo.

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Máscara de Muerte había regresado a su templo un par de semanas antes debido a que los trabajos de reconstrucción fueron más rápidos a causa de la levedad del daño estructural. Sin embargo, a pesar de la lejanía de Piscis, todavía era atacado por las alergias causadas por las rosas del templo donde se había hospedado.

Sentado con la espalda apoyada en una columna y las piernas cruzadas en posición de loto, pensaba en lo mucho que le constaría volver a decorar su templo con las máscaras de muertos. El problema era que no estaba muy seguro de cuál sería la reacción de su diosa ante su decoración. Se mantuvo perdido en sus meditaciones hasta que, de pronto, un estornudo interrumpió su monólogo mental. Malditas alergias.

—Salud—respondió una voz que se acercaba.

—Sabía que estabas cerca. Mi nariz no me miente—dijo Máscara haciendo una fea mueca al visitante.

—No exageres, ¿sí?—replicó Afrodita—. No comprendo cómo pueden enfermarte unas hermosas rosas si toda tu vida has permanecido sano entre la podredumbre de la carne.

—Soy alérgico a las cursilerías. —El cangrejo dorado habló de mala gana mientras se ponía de pie y abandonaba la habitación.

—Bien—dijo Piscis sonriendo irónicamente—. Entonces, veré que hacer con esta botella de vino que la diosa envía de regalo para aquellos que regresan a sus templos. Después de todo, eres alérgico a las cursilerías.

Máscara de Muerte se detuvo en seco, dio media vuelta y, acercándose a Afrodita, le arrebató la botella de las manos. Entonces, volvió a darse la vuelta y caminó hacia las habitaciones de Cáncer.

—Gracias—dijo con una voz apenas perceptible al santo de Piscis.

—De nada. —Sonrió Afrodita y retomó el largo sendero hasta su templo.

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Mientras tanto en la casa de Leo, Shaka de Virgo ponía a prueba la escasa paciencia del felino dorado. La convivencia con el santo de Virgo, había sido cansada y extenuante; una eternidad para Aioria. Sus hábitos era diferentes, sus gustos apuestos. Desde la comida, hasta las creencias y rituales… todo chocaba para el inusual par. Para el castaño, aquello era un suplicio que poco a poco robaba su razón.

Odiaba cuando Shaka abría ligeramente unos de sus ojos durante la meditación para demostrarle que estaba haciendo demasiado ruido. También se había visto forzado a llenar buena parte de la alacena con esas hojas raras y verduras que el rubio llamaba comida. El café había desaparecido para dar lugar al té. Las miradas inquisidoras por parte del santo de la virgen a Aioria cada vez que Marin visitaba el quinto templo, las escapadas a medianoche solo para poder conversar con la amazona de Águila y los regaños que le esperaban cuando Shaka lo descubría…era demasiado para el león.

En verdad que eran grandes amigos pero, vivir con él las veinticuatro horas del día, simplemente excedía los límites de la templanza del minino de oro. Afortunadamente y, gracias a Athena, ese era el último día de suplicio. Por el bien de su amistad, sus vidas retornarían a la normalidad.

—Agradezco la hospitalidad y las atenciones que has tenido conmigo, Aioria. —Un sonriente Santo de Virgo se detuvo a la salida de Leo; sus ojos cerrados y la calma se reflejaba en su semblante.

—Ni lo menciones, amigo. Sabes que siempre serás bienvenido para regresar... —Aioria sonrió. Por dentro, el león tuvo que hacer acopio de toda la paciencia que podía. Incluso, le palmeó en el hombro. "… en un millón de años." pensó.

—Gracias. Convivir contigo ha sido una experiencia agradable y de mucho crecimiento para ambos. ¿No lo crees así?—replicó el rubio.

El león dorado sonrió.

"¿Convivir ?Interesante palabra cuando lo único que hiciste fue sermonearme y dormir en el salón de mi templo."

—Conocer tu estilo de vida…—continuó Shaka… y Aioria seguía sonriendo.

"Ajá, ¿qué estilo de vida? ¿El tuyo?"

—Compartir contigo nuestros puntos de vista, sin duda ha sido de enriquecimiento personal… —Lo único que Shaka recibió fueron más sonrisas por parte del felino. Ni una sola palabra.

"¡¿Compartir puntos de vista?! ¡Pero si tu posees la verdad absoluta!"

—Y sentirme parte integral de la Orden Dorada. —El santo de Leo no dejó de sonreír.

"Los mismos caballeros dorados que dejaron de visitarme cuando se enteraron que vivirías en mi casa por un tiempo." Pensó con fastidio.

—Voy a extrañarte, mi amigo—finalizó el rubio. Y la sonrisa no se borró de la cara del señor de la quinta casa. —Dale mis saludos a Marin, por favor.

—Por supuesto. Le encantará recibirlos—le dijo Aioria mientras le decía adiós desde la entrada de su templo y todo sin borrar la sonrisa de sus labios. "Le fascinará saber que no tendrá que preocuparse por más sordera repentina mientras estoy con ella."

Cuando el santo de Virgo se perdió de vista, la sonrisa de Leo desapareció y un enorme rayo resplandeció sobre la quinta casa. Maldijo por lo bajo y volvió a encerrarse en sus aposentos.

—Parece que lloverá esta tarde—se dijo Shaka y apresuró el paso hacia la casa de Virgo.

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Para el antiguo maestro las cosas eran más complicadas de los que pensó al principio. Ya no era más el antiguo maestro, ahora solo era Dohko de Libra; uno más de entre los jóvenes santos dorados. Por supuesto que, con más de doscientos años de diferencia, los temas de conversación eran limitados entre él y los otros, sin mencionar que el pasar el último siglo con la vista fija en las cascadas de Rozán, alienado del mundo, había mermado cualquier contacto con la modernidad. Se sentía pasado de moda.

Desde su resurrección se había dedicado a leer acerca del mundo exterior. Trataba de hacerle conversación a cuanto santo que pasara por su templo para conocerlos mejor. Incluso pedía a su discípulo, Shiryu, que le hablará de los que hacen los jóvenes normales, cosa que el pobre dragón desconocía, puesto que le concepto de normalidad le había sido ajeno por un largo tiempo. También se había esforzado por asistir a todas las reuniones sociales organizadas por los santos dorados con el único fin de tratar de encajar entre ellos. Lo había intentado todo; y, a pesar de sus esfuerzos, se seguía sintiendo solo. Entonces, cayó en cuenta de que forzar la situación no era la mejor solución para sus problemas y decidió dejar que las aguas tomaran su curso de nuevo.

Ese era el plan de acción: esperaría.

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—¡Por fin!—festejó un victorioso Aioros de Sagitario.

—No sé, Aioros. —Shura de Capricornio analizó la situación con detenimiento. —Me parece que esté levemente torcido hacia la derecha—comentó observando una fotografía que pendía de la pared.

—¡Yo creo que está perfecta! Así que no me vengas con tus preciosismos porque hemos perdido toda la mañana colgando este retrato. —Resopló, apartando los mechones de su frente. —Juro, Shura, que si vuelvo a escuchar "esta chueco, más a la izquierda, más abajo, no está centrado" vas a conocer lo que se siente ser atravesado por la flecha de Sagitario—replicó el castaño, visiblemente cansado de las constantes quejas del santo de Capricornio, al mismo tiempo que imitaba su voz y sus gestos.

—¡Joder! Que solamente trataba de ayudar a que tu salón tuviera mejor aspecto, pero si no quieres pues me largo.

Shura se dio la media vuelta y salió de la casa novena casa bastante ofendido. Mientras, viéndole alejarse, el joven Sagitario rió con travesura pensando en lo infantiles y sensibles que podían ser sus compañeros.

Sintiendo que el hambre lo mataba, Aioros se dirigió hacia la cocina de su templo en busca de una merienda que calmara su apetito, no sin antes detenerse un momento a mirar la fotografía que recién había colgado de la pared. En la imagen, la joven diosa Athena se encontraba sentada en su trono a los pies de la estatua del templo principal. Junto a ella, a su derecha, el Patriarca Shion y a la izquierda el santo divino de Pegaso. Los demás santos divinos también se encontraban en la primera fila, dos a cada lado del Patriarca y de Pegaso. Detrás de ellos, los siete santos dorados de las primeras casas luciendo orgullosamente sus armaduras, y en una tercera fila, estaban los restantes.

No pudo evitar sonreír al recordar la renuencia de sus compañeros cuando se les informó que deberían tomarse una fotografía oficial por orden de la diosa regente. Prácticamente fueron llevados a base de engaños a los pies de la estatua por los santos divinos, y una vez en la presencia de su señora, no tuvieron más opción que enfrentar su destino. Demasiado orgullosos… demasiado renuentes al cambio.

Entonces, el sonido de su estómago pidiendo alimentos lo devolvió a la realidad. Perezoso, se encaminó a la cocina en busca de un refrigerio de medio día. Aún faltaban unas cuantas horas para que se sirviera el almuerzo.

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Desde la ventana del templo principal, Saori observaba en silencio su Santuario. Podía sentirse el cambio en el ambiente. Aquel aire de tensión y de violencia que por mucho tiempo lo inundó era sustituido por el dulce aroma de la paz y de la alegría que, aunque frágil, comenzaba a colarse en los corazones de sus habitantes. Si bien, tenía que admitir que todavía existían unos cuantos roces entre sus santos, las cosas había mejorado substancialmente en el último mes.

Cuando trajo de regreso a Aioros las dudas le asaltaron acerca de la reacción que se desencadenaría entre él, Saga y Shura. Afortunadamente, y como una bendición, el noble corazón de santo de la sagita perdonó las afrentas de las que fuese víctima, suavizando considerablemente los roces entre ellos y su hermano menor, Aioria. Ahora Shura y Aioros habían retomado su amistad donde la habían dejado y, poco a poco, Saga había comenzado a perdonarse a sí mismo y a formar parte de sus compañeros; al menos en apariencia.

Para Afrodita y Máscara de Muerte ganarse la confianza de los otros había sido aún más difícil. Ellos, conociendo toda la historia desde el principio, decidieron mantener la mentira viva por tantos años que el precio a pagar era alto. Sin embargo, a raíz de los eventos frente al Muro de los Lamentos y la aparente humildad con la que habían tomado su regreso a la vida, resarcía lentamente los daños causados a la confianza para con ellos.

Pero, sin duda, tener a Shion de vuelta era una de las mayores fortalezas del plan de recuperación de la joven deidad. Los santos le respetaban y querían, puesto que para la mayoría de ellos, el lemuriano tomaba la forma del padre al que nunca habían conocido. Así también, una sabiduría tan vasta como la suya, resultaba de tremenda ayuda para un diosa de la sabiduría que recién comenzaba a entrenarse en el arte de convertirse en un ser divino.

En conclusión, la vida regresaba lentamente a un lugar que había permanecido hundido en el dolor y la oscuridad por años. Y ello, inundaba de gozo el corazón de Saori.

Sobrecogida por sus propios pensamientos y las emociones que en ella despertaban, la heredera Kido sonrió sin siquiera darse cuenta. Recorrió por enésima ocasión sus dominios mientras soltaba un suspiro tan delicado que delataba la tranquilidad que la llenaba en esos instantes. Se sentía feliz… se sentía en paz.

Entonces, de la nada, un poderoso cosmos se ciñó sobre el Santuario. No se leía agresividad ni maldad en él, pero su sola presencia impresionaba aún a la misma diosa. Intentado tranquilizarse, logró descubrir al dueño de semejante energía: su padre, el rey del Olimpo, Zeus. En cuestión de instantes, la elegante figura del Señor de Rayo tomó forma ante ella. Siempre le había impresionado y ese día no era la excepción. Saori le sonrió tímidamente y presentó sus respetos mediante una breve reverencia.

—Padre. —Agachó la cabeza.

—Me alegra verte de nuevo, joven Athena.

—También me alegra, señor mío. ¿A qué debo el honor de tu visita?

Por un momento, Zeus se detuvo y la observó con ternura. Pero ella sabía que él no se presentaría en su Santuario solo para saludar. Detrás de esa inesperada visita había algo más y, probablemente, la razón de su presencia no iba a ser de su agrado.

—Hay algo que quisiera hacer de tu conocimiento—dijo Zeus—. Acerca de los Doce. Los santos dorados.

La mirada de la diosa cambió radicalmente con solo escuchar la frase que salió de la boca del dios de trueno. Respiró profundamente tratando de guardar las apariencias y luego respondió.

—¿Qué pasa con ellos?

—Me temo, pequeña, que su resurrección no ha sido tomada con bien por algunos dioses— contestó—. Se han levantado interrogantes alrededor de ellos.

—¿Quiénes son esos dioses que se atreven a cuestionar al más poderoso entre ellos?—cuestionó cruzándose de brazos y con el ceño fruncido. Sin importar la respuesta de su padre, Athena sabía de quienes hablaban.

—Eso no es de importancia por el momento…

—¡¿Qué no importa dices?!—terció la joven diosa—. ¿Por qué les desean la muerte? ¿Por qué cuestionan sus acciones y, peor aún, tus decisiones? ¿Será que…les temen?

—La razón va más allá de ello.

—Entonces, explícame. —La joven Kido adoptó una postura desafiante. Se irguió y levantó el rostro con desafiante actitud.

Zeus suspiró profundamente. En los ojos grises de la chica comenzaba a verse el destello de la Athena mítica a la que conocía a la perfección y cuya personalidad siempre le había representado un reto.

—Ellos reclaman que tus santos no son merecedores de dicho regalo, que sus hazañas no compiten con las de los santos divinos; y por lo tanto, el trato debería ser diferentes con ellos.

Por primera vez en mucho tiempo, la diosa se quedó muda. No comprendía como aquellos egoístas inmortales se atrevía a juzgar a sus caballeros tan cruelmente. Ella misma conocía bien los méritos logrados por ellos, lo cual incrementaba la furia que sentía en su alma ante semejante injusticia.

—Y, ¿tú crees lo mismo?—preguntó con los ojos fijos en su padre.

—Si lo creyera no les hubiese traído de vuelta.

Para Saori, aquella falta de humanidad era difícil de comprender. Ella nunca convivió con sus iguales. Jamás tuvo contacto con alguno que no fuera Poseidón, Hades o Zeus, pero le eran familiares los caprichos y egoísmos del día al día de los dioses. Su padre no había llegado tan lejos solo para hablar. Estaba segura algo había sido pedido a cambio.

—¿Qué tenemos que hacer esta vez? ¿Cuál de ellos es el enemigo a vencer?—siseó con marcada rabia.

—Hera quiere someterlos a pruebas con el afán de que demuestren que el regalo de la vida es uno que merecen.

—¿Por qué no me sorprende que sea ella?—comentó Athena—. Esas pruebas de las que hablas, ¿en qué consisten?

—Para poder responder esa pregunta necesito que tanto Hera como tus santos dorados estén presentes.

—De ninguna manera. —Meneó la cabeza. —Yo escucharé la propuesta y decidiré lo mejor para ellos.

—Ella quiere estar presente y que ellos nos acompañen.

—Me sorprendes, padre. ¿Acaso no comprendes sus verdaderas intenciones? —Le miró con incredulidad y enfado. —Mis santos, como los guerreros que son, nunca se negarían a realizar cualquiera que sea la misión que esa loca esposa tuya haya elegido para ellos. Su orgullo no se los permitirá—reclamó.

—Manda por ellos, por favor. Dejemos que sea su palabra.

—¡He dicho que no!—exclamó ofuscada.

—Confía en mí. —La interrumpió Zeus. —Las reglas del juego las pongo yo.

Athena apretó los puños. Se sentía frustrada y relegada a un papel de observadora. Pero, por sobre todas las cosas, la preocupación de verlos en peligro de nuevo podía más de lo que hubiese deseado. Con una última mirada iracunda, asintió sin estar lo suficientemente convencida sobre la decisión que estaba tomando. Sin soltar una sola palabra, salió de la habitación para ir en busca de su Patriarca. Para su suerte, no tardó en encontrarle.

Shion la vio acercarse y le ofreció una graciosa reverencia al mismo tiempo que en sus labios se dibujaba una sincera sonrisa. Aunque a medias, y con mucho esfuerzo, la pelilia le devolvió el gesto.

—Por favor, convoca a la Orden Dorada. Quiero verles en el megarón a la brevedad posible—le solicitó sin más explicaciones.

El lemuriano la observó con recelo. La conocía poco, pero estaba seguro que algo le preocupaba.

—Cómo ordenes, princesa—respondió Shion pero la extraña actitud en la diosa capturó de inmediato su atención—. Perdona la indiscreción, señora ¿sucede algo malo?

—Aún no lo sé—respondió visiblemente consternada.

El antiguo santo de Aries la miró alejándose con extrañeza. Procedió a cumplir con la orden de la diosa de la sabiduría, sin embargo en su mente repetía una y otra vez las palabras su diosa. La preocupación que emanaba del cosmos de Saori había terminado poniendo sus sentidos en alerta, a la vez que un desconcertante aire de incertidumbre caía sobre él.

"Orden Dorada, su diosa les convoca a su divina presencia."

El mensaje se envío claramente, resonando en las cabezas de cada uno de los trece gracias al cosmos.

Cesaron sus actividades y las regias armaduras fueron invocadas para vestir a sus señores. Uno a uno, fueron abandonando la protección de los templos para encaminarse hacia la cima de la colina zodiacal, donde espera la diosa a la que debían lealtad.

Pronto, dentro del Gran Salón, trece santos dorados se enfilaban listos para rendir honores a su diosa. Los ropajes resplandecían como el Sol evidenciando la fortaleza y el poder de cada uno de los jóvenes que las vestían mientras las inmaculadas capas blancas flotaban suavemente llevadas por la cosmo energía que les envolvía. Ahí, de pie junto al trono de la diosa, montaron guardia en espera que la joven se mostrara ante ellos.

Transcurrieron varios minutos y nada sucedió. No había señales de la deidad y tampoco estaban claras las intenciones detrás de la premura con la que fueron llamados. En silencio, se guardaron las dudas, pero no pasó mucho antes que las preguntas surgieran con inquietud.

—Maestro, ¿sabe cual es el motivo de esta reunión?—preguntó el escorpión.

—Lo lamento, Milo. No. —Meneó la cabeza. —Mi única instrucción ha sido reunirles aquí.

Cruzaron miradas sin saber que esperar exactamente de aquella contestación. Las reuniones doradas, habitualmente solían programarse con anticipación y, hasta ese día, desde el regreso a la vida, nunca se habían adelantada o solicitado de manera inesperada como en ese momento. Los nervios que Shion luchaba por aplacar no traían consigo esperanzas para los jóvenes guerreros, sin embargo el silencio que se había sentido al principio estaba de regreso y amenazaba con no volver a romperse.

Solamente cuando las cortinas carmesí situadas detrás del trono se corrieron y la delicada silueta de la diosa apareció entre ellos, fue cuando la afonía terminó. Al lado de Saori, flanqueándola, un hombre alto, de imponente aspecto y mirada penetrante se dejó ver. Su nombre e identidad podrían ser desconocidos, pero el poder que emanaba de él dejaba entrever su estatus como ser divino e igual que su propia deidad.

Sin ningún titubeo, como era costumbre entre ellos, los trece hincaron rodilla al ver a la chiquilla pelilila acercándose al asiento reservado para ella. Cuando estuvo de pie frente al trono, tras una ligera reverencia de Shion, Athena miró hacia sus guerreros. Una tímida sonrisa adornó su rostro.

—De pie—ordenó.

Ellos obedecieron si perder el aire altivo y orgullo que les caracterizaba. Una mezcla de incertidumbre y alivio les invadió al sentir próximo la revelación del secreto que celosamente guardaba su diosa. Pero para lo que seguía, ninguno de ellos estaba preparado.

—Shion, ¿podrías dejarnos solos, por favor?

Los intentos del lemuriano de guardarse su asombro fueron en vano. Siempre, sin ninguna excepción, había estado presente en cada reunión de la Orden Dorada. Era indispensable… o, al menos, lo había sido hasta esa ocasión. Con todo, mantuvo la compostura y acató sin protestas la orden de su diosa. Se despidió con una reverencia y sus pasos se dirigieron hacia la salida, donde la pesada puerta de madera resonó al cerrarse detrás de él.

—Mis santos, me temo que las noticias no son buenas el día de hoy—comenzó la diosa sin sentirse completamente segura del rumbo que esa conversación tomaría. Las sonrisas, irónicas y al mismo tiempo resignadas, de los trece no se hicieron esperar. —Primero, permítanme presentarles a nuestro señor, Zeus. Él estará acompañándonos durante esta breve conversación y, sin duda, es parte fundamental de lo que tenemos que hablar.

El asombro volvió a verse relegado por el orgullo puesto que ningún gesto traicionó los pensamientos de sus dueños. Aunque se sentían deslumbrados por la presencia del máximo dios ante ellos, subsistía esa urgencia de peligro que solía crearse al pensar en el Olimpo y sus retorcidos planes para con ellos y la humanidad en general.

El rey del Olimpo, en un gesto de pura caballerosidad, agachó levemente la cabeza a manera de saludo para los santos.

—He escuchado de ustedes y presenciado sus proezas, jóvenes guerreros. Créame cuando digo que estar en compañía de ustedes es un honor para mi; solamente me entristece que las condiciones para que nos encontremos no sean las mejores.

Las palabras del dios, aunque sinceras, traían consigo un connote que evocaba emociones indescriptibles para los santos atenienses. No hubo respuesta de su parte, puesto que las palabras parecían haberse esfumado de sus labios; inclusive Shaka, quien poseía la rara virtud de hablar con rapidez y propiedad, se había quedado sin habla.

—Es nuestro honor, señor. —Reaccionó, apenas para escupir las palabras acompañadas de una escueta reverencia que los demás imitaron.

—Ahora, Padre, creo que es el momento de llamarla.

No fue necesario decir más. Una potente luz invadió la habitación, cegando con su resplandor a todos los presentes, sin embargo los santos no se inmutaron. Aquel cosmos también tenía origen divino, más el aura que irradiaba distaba mucho de la de Zeus, ya que se sentía el rencor y la envidia de su dueño.

Un pestañeo después, envuelta por la luz, Hera apareció. Lo engañoso de su belleza no consiguió evitar que la oscura naturaleza de sus intenciones fuera presentida por los santos.

—Athena, es un placer ver tu lindo rostro de nuevo, pequeña. —Sonrió con sorna.

—Hera—saludó la diosa de la guerra. Su respuesta fue escueta y falta de emoción alguna.

—Por fin tengo la oportunidad de conocer a los que llamas tus santos dorados. Debo admitir que tienes buenos gustos para elegirlos—dijo la diosa con una lasciva sonrisa en los labios mientras sus ojos iban de santo a santo, examinándoles sin ningún tipo de discreción.

—Suficiente, Hera—ordenó Zeus al notar la morbosa actitud de su consorte.

Visiblemente molesta por la reprehensión pública, la diosa miró con ojos afilados a Zeus. Éste pasó por alto la fiereza de su mirada y decidió seguir adelante con el motivo de su visita.

—Santos, el motivo de nuestra presencia no es uno que me enorgullezca. —Zeus se detuvo para mirar de reojo a su pelirroja acompañante. Ella, a modo de burla, amplió su sonrisa. —Últimamente, ciertas dudas han surgido respecto a la oportunidad que se les dio de volver a la vida. Estás voces de protesta demandan pruebas de que dicho regalo no ha sido dado sin razón aparentemente. Dichas pruebas serán voluntarias. Solo se realizaran si ustedes así lo desean.

Miradas de incredulidad aparecieron en los santos. No entendían lo suficiente, sin embargo era seguro que las cosas no saldrían bien en ningún caso.

—¿Podrán elegir? —Athena fue la única que expresó las dudas de sus santos.

—Por supuesto.

—Me parece que nadie está comprendiendo adecuadamente. Permítanme explicarlo mejor— terció la reina del Olimpo—. La duda en concreto es que, ninguno de ustedes, es merecedor del regalo de la vida. Ustedes no fueron quienes dieron fin a las batallas y tampoco los determinantes para que Athena saliera vencedora en este ciclo de guerras santas. Por lo tanto, no deberían ser tratados del mismo modo en que a los santos divinos; no hasta que demuestren su valía por medio de las misiones que les serán encomendadas. Todo esto, tal como dijo Zeus, solamente si ustedes aceptan.

Para cuando hubo terminado de hablar, el daño estaba hecho.

Como el fuego atizado por la brisa, los corazones de los santos ardieron en indignación con cada palabra que salió de la venenosa boca de la diosa. ¿Quiénes creían que eran para considerarlos no merecedores de vivir? Con sus manos ellos había matado dioses antes, ¿acaso eso no significaba nada? ¿Entregar sus vidas para salvar al mundo y a su diosa no tenía valor? Ellos eran santos. Eran los Santos Dorados de Athena, la élite del Santuario. Eso no iba a terminar así. Les demostrarían a esos estúpidos dioses lo que la voluntad y el corazón humanos podían lograr y lo harían sin importar el precio.

Saori miró a sus santos y sus santos la miraron a ella. Conocía esas expresiones. Sin importar lo que decidiera, ellos no iban a permitir que su honor fuera insultado de esa manera, harían que aquellos que los juzgaron se tragaran sus palabras. No permitirían más injurias.

—¿Qué tenemos que hacer?—respondió Dohko, sosteniéndole la mirada a Hera en señal de reto.

Había vencido.

Hera sonrió con malicia. Sus ojos azules centellaron al mirar hacia Zeus y a Athena, mientras la mueca burlesca de su rostro se matizó con ironía.

—¿Han escuchado hablar de Heracles y sus doce tareas?

-Continuará…-

NdA: ¡Hola, estimado lector!

Bienvenido a este fic. Habrás notado que estas a punto de embarcarte en una historia larga, con una trama densa y llena de aventuras. Desde ahora te prometo que las horas de lectura valdrán la pena, está es mi historia consentida de todas las que escribo. En ella encontrarás acción, aventuras, drama, romance e incluso unos toques de humor. Es mi deseo que disfrutes lo máximo de tu lectura y que, si te apetece, te atrevas a escribir tus comentarios acerca del desarrollo de la misma. Los comentarios, los favs y los follows son las mejores recompensas que tenemos los fickers con respecto a nuestras historias. Compartir historias es un proceso recíproco. Nos fascina saber la opinión de nuestros lectores al respecto.

Quisiera también agradecerte tu comprensión. Comencé a escribir esta historia hace varios años y desde entonces, mi estilo literario ha crecido y cambiado muchísimo, así que es posible que notes dichos cambios en el desarrollo de tu lectura. Debes saber que esto no afectara el trama de la historia y tampoco será un obstáculo para que disfrutes de ella.

Me he propuesto la dantesca tarea de editar y mejorar las redacción de los primeros capítulos. Sin embargo, la falta de tiempo me ha llevado a que éste sea un proceso lento y tardado. ¡Espero conseguirlo lo más pronto posible! Gracias también por tu paciencia.

Asimismo, ante la inminente llegada de Soul of Gold, quisiera aclarar que esta historia está planteada en un universo donde el trama de Soul of Gold no existe. De hecho, esta situada inmediatamente después a la Saga de Hades, considerando la muerte de los Santos Dorados.

Habiendo hecho las observaciones importantes, te agradezco que te tomaras el tiempo de llegar hasta aquí. De todo corazón, espero que la lectura sea de tu agrado y confío en que no va a desilusionarte. Muchas gracias por leer y miles de gracias por comentar.

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