VEINTE MANERAS DE DECIR "ADIÓS".
by Silenciosa.
Disclaimer: No me pertenece South Park. Todo lo que hago lo hago por y para el disfrute de mi jodida imaginación y la de aquellos que me leen. Nada más.
Serán veinte capítulos. Veinte historias que no tienen nada que ver entre sí. Tratarán diferentes temas: desde el amor al odio, empleando a diferentes personajes de South Park. Tened una buena lectura.
CAPÍTULO I. Eterno retorno.
Crossover. South Park + Sandman by Neil Gaiman: Kenny x Death.
(Realizado: 24 - 05 - 2009 ― Revisión: 18 - 03 - 2014)
"¿Qué sucedería si un demonio te dijese: Esta vida, tal como tú la vives actualmente, tal como la has vivido, tendrás que revivirla una serie infinita de veces; nada nuevo habrá en ella; al contrario, es preciso que cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro vuelvas a pasarlo con la misma secuencia y orden y también este instante y yo mismo. Si este pensamiento tomase fuerza en ti, te transformaría quizá, pero quizá te anonadaría también... ¡Cuánto tendrías entonces que amar la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa sino esta suprema y eterna confirmación!"
La Gaya ciencia, Friedrich Nietzsche.
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―¿Te puedo preguntar algo?
Después de transcurrir unos minutos, sintiendo cómo ella me analizaba ―de pie y estática cual escultura antigua―, por fin había decidido tomar las riendas de la palabra.
―Dime ―dije empleando un tartamudeante balbuceo.
Yo me encontraba tirado en el suelo; incapaz de mover ni siquiera un ápice de mi cuerpo. Entre paralizado y convulso, tragaba mi propia sangre. Abrigué la posibilidad de que mis pulmones se hinchaban debidos a esta sustancia. Describirlo sería difícil para alguien que no se encuentra frente a tal estado pero, dicha sensación, sería como si... como si hundieras una esponja hasta el fondo de una bañera colmada de agua. Del mismo modo, mis pulmones se sentían pesados, cargantes e insufribles.
Ella, que aún me observaba, se arrodilló a mi lado y, empleando un movimiento grácil, cerró su paraguas de color negro; dejándolo finalmente aparcado en el suelo. Luego ―y tomándome a mí desprevenido― inclinó su ovalado a la par que blanquecino rostro hacia el mío propio, deslizó una de sus manos de porcelana y la posó delicadamente sobre mi frente ensangrentada. Permaneció en estado reflexivo; maquinando ideas en su cabeza en las que yo tenía prohibido el acceso. Esta actitud se prolongó según me quitaba algunos de mis mechones rubios que estaban entorpeciendo mi visión.
En aquel momento vacilé. Sí. Estaba al borde de la muerte, ahogado miserablemente por mi propia sangre, y no tenía otra mejor reacción sino la de vacilar con un carcajeo apagado y débil; como si la situación formara parte de una broma de mal gusto. Al darme cuenta de ello, hice de tripas corazón y aguanté estoicamente el embiste de dolor recorriendo mi columna vertebral. ¿Alguna vez has tenido que hacerte una punción lumbar? Me refiero a ese pinchazo que se somete en un punto estratégico de la columna con motivo de sacar una pequeña toma de líquido cefalorraquídeo. Imagina si no lo has vivido, entonces, miles agujas como ésa asestarse en tu carne como puñaladas; de un extremo a otro de tu cuerpo indefenso. Y si no lo logras imaginar, toma una pequeña rama de un árbol y pártela en trocitos. Luego hazte a la idea de que el resultado, una ramita desfragmentada en trozos, es tu propia columna vertebral.
No puedo asegurar de que en aquel momento estuviera llorando... ¿o tal vez sí? No lo recuerdo con certeza. En vez de eso, había preferido concentrarme en el semblante que ella me ofrecía con su presencia. Me concentré en contemplar sus rojizos labios: rojos como chispas de fuego que podrían originar, con el mínimo soplo de aires, lenguas ciclópeas de fuego. Dichos labios parecían estar siempre supeditados a un sonrisa dulce, acogedora. Para ser honestos, era la sonrisa más hermosa que había visto en mi vida. Escasearían las palabras para poder definirla con exactitud. La cuestión era, sin duda, el poder apreciarla en persona y sacar cuentas propias. Asimismo, observé el desorden natural de sus cabellos negros; tan opacos como la profundidad que describían su mirada. ¿Tendría pupilas? O... ¿serían sus propios iris los que se confluían y se fundían armoniosamente con sus pupilas? No; tampoco podría estar seguro de si era una cosa u otra.
Ella suspiró condescendiente, sin borrar su sonrisa, advirtiendo mi análisis visual.
―¿No te cansas de esto?
Dudé para mis adentros durante breves segundos. ¿Cuántas veces había muerto? ¿Y cuántas veces había notado aquel mismo tropel de grotescas sensaciones, del pitar de mis oídos ante la pérdida de orientación o del apestoso olor a sangre que teñía la blancura impoluta de la nieva debajo de mí? Negué con la cabeza aun sabiendo que ello requería de un costoso esfuerzo por mi parte. Entreabrí mis labios que estaban humedecidos por el calor de mi sangre y le dije sin desviar la vista del magnetismo de su mirada:
―La pregunta es ―tomé costosamente aire. Un aire que no parecía haber llegado a su destino― si tú no te cansas de mí.
Ella carcajeó divertida; de la manera más adorable que podría describirse.
―Yo no me canso de nadie. Y mucho menos de ti.
¿Que quién era ella?
Un ankh egipcio colgaba a modo de colgante en torno a su cuello; su vestimenta, negra como la noche; su piel, blanca, carente de melanina; ojos delineados sutilmente con lápiz negro. ¿Quién hubiese dicho que La Muerte, la mismísima encarnación del pavor humano, la disponedora de los límites de la existencia y la causante de que todo tuviese una fecha de caducidad, pudiera ser así? Una chiquilla que parecía ser, más bien fan de Siouxsie Sioux. ¿Cómo podía dar yo cabida al pensar que la mismísima y cual temida presencia pudiese albergar una sonrisa afable y encantadora? ¿A quién demonios se le hubiera pasado por la cabeza que observar a la propia Muerte, a ésa que tenía ante mí, pudiese acarrear el hecho de amarla fervientemente en vez de producir un horror inaudito? Ni túnica que le cubriese el rostro; ni tampoco era un esqueleto animado. Y, en vez de una guadaña afilada, traía consigo un viejo paraguas viejos con el que cobijarse.
Sí, era ella. La Muerte en persona.
―Como sigas así ―me recriminó― pensaré que te estás matando aposta.
En respuesta, la sonreí amargamente. No me había dado cuenta, finalmente, de que sí albergaba lágrimas en mis ojos; eso sí, siendo ahogadas por entre mis pestañas. Hasta entonces me había olvidado prácticamente de la noción del tiempo y de lo que me había ocurrido. Esas cosas me eran irrelevantes si tenía que estar concentrado en respirar y en contemplarla a la vez.
―Ni siquiera el conductor se paró para ayudarte ―su voz era enfática como la de un niño pequeño haciendo mohínes―. Se supone que cuando una persona que va conduciendo atropella sin querer a otra, como mínimo, debería pasarse y prestar ayuda.
Luego exhaló un suspiro y colocó mi cabeza, con cuidado, sobre su regazo; jugueteando divertida con mis cabellos rubios y alborotados.
―Kenny, Kenny, Kenny... ―canturreó, dulcemente―, ¿cuándo piensas actuar con un poco de cordura de tu parte? No deberías haber salido de casa con la nevada que está cayendo. Ya has visto lo peligroso que puede llegar a ser. Aunque se supone que eso deberías saberlo, ¿no? ¿Cuántas veces van ya?
Yo intenté hacer memoria de mis muertes. Resultado: una cantidad próxima al centenar. En sólo veinte años había dado cabida a diferentes y múltiples muertes.
―Dentro de poco superarás el récord; de eso estoy segura. El problema es que me das más trabajo de lo habitual, McCormick.
En ese instante me dieron ganas de decirle cualquier broma estúpida. Cualquier tontería que no me dejara decirle la verdad, del porqué de mis muertes, de mi deseo de acabar así junto a ella.
La sangre en mi garganta me hizo toser y atragantarme aún más. Del dolor pasé a no sentir nada y las figuras se iban tornando en contornos difuminados para finalmente fundirse en sombras Un pitar sordo emergió dentro de mis oídos alcanzando niveles insportables. La oscuridad acrecentó siendo más plausible; sin embargo, la seguía viendo. A ella. Sólo a ella.
Ella me observó en silencio sin que desvaneciera esa sonrisa que tanto amaba. Vio cómo luchaba yo contra mi cuerpo; intentando inútilmente aferrarme a la vida.
Antes de que exhalara un último suspiro, posó sus labios fríos sobre los míos.
―Tienes suerte ―susurraron sus labios al apartarse a la sazón de unos efímeros milímetros―. ¿Sabes por qué? ¿Sabes por qué tienes tanta suerte, McCormick?
Dichos susurros hicieron que yo pidiera a gritos el sentenciar de un último beso. Sí, realmente tenía suerte. De una manera u otra ella tenía razón. Me juré que, si salía de aquella como en otras pasadas ocasiones, yo volvería a pasear bajo el azote de una nevada tan intensa como la que estaba azotando South Park en aquel momento. Me importaba, francamente, una mierda, que alguien me volviese a atropellar con su coche; es más, le rogaría por que pasara el coche por encima de mí tantas, tantas veces, las suficientes, hasta suplir esta enfermiza necesidad mía en un intento de volverla a ver, de albergar la esperanza de besarla de nuevo; besarla con la intensidad que deseaba, descrita en mis ojos, y que mi cuerpo, en aquel instante, no lograba corresponder.
Y ella respondió antes de desaparecer antes de rozar nuestros labios en un último beso:
―Porque La Muerte no se enamora todos los días.
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