El mal del dragón

Thorin se detuvo en seco en mitad del corredor al escuchar un ruido. Apenas fue un leve sonido, pero en la frialdad de aquellos solitarios pasillos cualquier eco reverberaba ampliamente y se amplificaba en la magnitud del espacio. Ciertamente hacía frío, pues hasta allí no llegaba el calor que hubiera sido emanado antes por el dragón, y el invierno aquejaba aquellos por tanto tiempo vacíos salones.

El enano giró lentamente la cabeza hacia la derecha, y allí entrevió una silueta sentada al borde de un banco. Tardó poco en asimilar que se trataba del hobbit, pero para entonces sus pies ya caminaban con rapidez a su encuentro.

-¿Qué es eso? – exigió saber, en un tono de voz más alto de lo que en un principio hubiera deseado. -¡La mano!

El aludido se levantó rápidamente de su asiento, con una expresión que parecía pretender que no escondía nada.

-No es nada – afirmó, efectivamente, con una circunstanciosa sonrisa en el rostro. Sin embargo, Thorin sabía que mentía.

-Enséñamelo – ordenó el aún ilegítimo rey, con una voz gutural.

Bilbo agachó levemente los ojos, tornándose sus mejillas casi imperceptiblemente rojas.

-¿Esto…? – murmuró, antes de alargar la mano con pesadez y extenderla abierta ante los ojos de su líder, que no tardó en quedar enmudecido por la estupefacción. ¿Aquello era lo que creía que era?

-¿Una bellota? – preguntó, casi sin poder creer lo que sus ojos veían. Pero sí, ahí estaba; pequeña, redonda y castaña.

-La cogí en el jardín de Beorn – explicó Bilbo, con voz entrecortada, como queriendo justificar la existencia de un fruto seco en aquellas estériles estancias.

Thorin elevó la mirada, aún estupefacto. A sus ojos, aquella situación no tenía ni el más mínimo sentido. ¿Se encontraban en los salones que guardaban el mayor tesoro de toda la Tierra Media, legado de su abuelo, y el hobbit se ensimismaba en la soledad con… una bellota?

-¿La has llevado encima todo este tiempo? – preguntó, confundido, aún temiendo que el mediano escondiera algo más tras sus extraños actos.

-Bueno, la verdad es que tengo pensado plantarla en mi jardín, en Bolsón Cerrado – explicó el otro, haciendo una mueca con la nariz y la boca, como hacía siempre que algo lo incomodaba.

Y en ese momento un rayo de realidad iluminó la turbada mente de Thorin. Vio a su frente a Bilbo Bolsón, el hobbit que los había acompañado durante tantos meses en aquella aventura; aquella criatura sencilla, humilde y honesta que de tantos líos había logrado sacarlos, y de alguna forma comprendió que él jamás podría hacerle ningún daño.

-Escasa recompensa – sonrió el enano, levemente, - para llevar a la Comarca.

-Bueno – rodó los ojos Bilbo con ternura, - algún día crecerá en un árbol, y siempre que lo vea me acordaré.

¿Me acordaré? - pensó para sí Thorin, que casi había olvidado que el hobbit tarde o temprano marcharía a su hogar. Era complicado, pues era del todo consciente de que algún día tendría que volver a aquella extraña y pacífica tierra de la que provenía, pero nunca hasta ese momento se había detenido a pensar en que… en fin, los abandonaría.

-Me acordaré de lo bueno – continuó el hobbit, como si hubiera adivinado su pregunta.-Me acordaré de lo malo. De los que sobrevivieron, de los que no… y de los afortunado que seré de estar en casa.

Thorin calló, sopesando en su mente las, de algún forma, dolorosas palabras del mediano. Dolorosas, porque él sentía de una manera que el futuro rey aún no había llegado a hacer. Bilbo hablaba del hogar, de la añoranza, de la nostalgia, de los recuerdos… de la amistad. Del amor, podría decirse. Y él aún no había llegado a sentir como propias esas emociones hasta que el hobbit pronunció aquellas palabras en voz alta, a pesar de haber recorrido el mundo de mitad a mitad para volver a la que había sido su casa.

De repente, sus azules ojos se internaron en las negras pupilas del mediano, y en ese momento fue consciente de lo mucho que había llegado a amarlo. Supo que, llegado el momento, sufriría al verlo partir; y, a pesar del dolor, había felicidad en aquella certeza. Era un dolor liberador.

Amplió su sonrisa sin darse cuenta, dándose cuenta de la profunda amistad que los había llegado a unir, y el mediano le devolvió el gesto, airado. Fue solo un instante, pero, por primera vez en muchos meses, Thorin sintió su alma descansar ante el hallazgo de un tesoro que realmente valía la pena.

Abrió los ojos desmesuradamente ante el brillo que llegaba a sus ojos, reflejando la luz del sol, y sintió algo dentro de sí romperse hasta hacerse añicos. Bajó el arco poco a poco, no por sumisión, sino por falta de fuerzas.

-La Piedra del Arca – escuchó cómo su sobrino murmuraba a sus espaldas, sintiendo la sorpresa impregnando su voz, antes de ser reemplazada por el desprecio. -¡Ladrones! ¡Esa piedra pertenece al rey! ¡Forma parte de nuestra dinastía!

-Y el rey puede recuperarla – contestó, abajo, el humano que la sujetaba, guardándola de nuevo en su abrigo. Sus ojos castaños se clavaron en los de él como dos frías dagas. –Sólo ha de hacer honor a su palabra.

Thorin tardó un tiempo aún en recuperar la respiración. Se sentía mareado, con la garganta comprimida, como si alguien lo estuviera ahogando.

Alguien lo había traicionado.

No, aquello no era posible. A pesar de que llevaba varios días sintiéndose convencido de que alguno de los suyos había guardado la Piedra para sí, aquello era demasiado. Era la reliquia de su abuelo, la única razón por la que se había jugado la vida para regresar a la Montaña, y ahora estaba en manos de sus enemigos. No, no podían haberle hecho eso. No a él. No su compañía.

-Nos toman por tontos – logró, al fin, murmurar entre los suyos. –No es más que una trampa. No puede ser. ¡La Piedra del Arca está en estos salones! ¡Es una trampa!

-No, no es una trampa.

El tiempo se detuvo en ese instante, cuando hubo escuchado esa voz. Precisamente aquella voz.

-Es la Piedra auténtica. Se la he dado yo.

Thorin entrecerró los ojos, sintiendo cómo un desagradable cosquilleo recorría su cuerpo de arriba abajo, antes de darse la vuelta.

Allí estaba Bilbo.

-No – negó con la cabeza, aún sin poder creer, sin querer creer.

Sin embargo, el hobbit simplemente agachó la cabeza, antes de responder: - La cogí como mi catorceava parte.

Y Thorin lo miró inquisitivamente, asimilando la información que su mente aún procesaba. Se lo podría haber esperado de sus compañeros, de sus camaradas, incluso de sus sobrinos, pero de alguna manera no de él. No de Bilbo.

-¿Tú me has robado a mí? – preguntó, con voz grave y arrastrada.

-¿Yo? ¿Robarte? No, no – rió Bilbo, nerviosamente. –Me considero un saqueador bastante honrado, a pesar de todo. He renunciado a mi única reclamación.

-¿Reclamación? – inquirió Thorin, sintiendo la ira embargándolo. Lo había traicionado. Bilbo lo había traicionado. -¿Tú qué vas a reclamarme a mí, ¡miserable rata!?

El mediano se asustó un tanto, pero permaneció firme ante sus ojos, y aquello lo enfureció aún más.

-Yo quería dártela – respondió, en lugar de salir huyendo, y pareció que hablaba de verdad. –Muchas veces iba a dártela, pero…

-¿Pero qué, ladrón? – lo interrumpió él, que ya comenzaba a impacientarse.

-Pero ¡has cambiado, Thorin! – lo encaró con valor el hobbit, pillándolo completamente desprevenido, y provocando que quedara paralizado por unos instantes. -¡El enano al que conocí en Bolsón Cerrado jamás hubiera faltado a su palabra, ni jamás hubiera puesto en duda la lealtad de los suyos!

Y Thorin supo, muy en el fondo de su corazón, que aquellas palabras eran ciertas. No era el mismo.

Yo no soy mi abuelo.

-¿A mí vas a hablarme de lealtad? – preguntó, sintiendo la vergüenza embargarlo. -¿Tú, que me has…?

Y se detuvo, pues no fue capaz de terminar aquella frase. La palabra quedó atascada en su garganta.

Traicionado.

Traicionado, sí. Lo había traicionado. Le había entregado el último vestigio del honor de sus antepasados al Elfo que había ayudado a propiciar la ruina de los suyos, y al Hombre que sin duda pondría de su parte para que aquello de nuevo ocurriera. Había llegado a desconfiar de los Humanos, de los Elfos, de los magos, incluso de los de su propia sangre. Pero jamás imaginó que pudiera desconfiar también de él.

-Arrojadlo – fue lo único que consiguió ordenar. Lo único que el Mal del Dragón le permitió razonar. –Arrojadlo.