JOHAN WAS A SUCH WONDERFUL NAME, por Lorem Ipsum.

Disclaimer: El manga/anime 'Monster' por Naoki Urasawa no me pertenece.


«Mi propio nombre me arrojaba también a ensoñaciones sin fin. Se me hacía curioso que un conjunto de sonidos me designara de tal manera que, al proferirlos, se pudiera esperar razonablemente que yo acudiera. Y a riesgo de parecer un niño, no temo decir que este problema de la denominación de los seres y de las cosas ha conservado para mí todo su interés.» Julien Green (1900-1998).

«Había una vez una cueva tapada por una piedra muy, muy grande. Las leyendas decían que dentro había un monstruo dormido. Se decía que quien despertara al monstruo dominaría el mundo.» El Despertar del monstruo.

.

CAPÍTULO PRIMERO. Adivina adivinanza...

Múnich.

Miércoles, 12 de mayo de 1999.

Querido diario:

«Quien la hace no es su dueño, su dueño no la desea, y nadie quiere dormir en ella por muy bonita que sea. ¿Qué es?»

Pensé que estaría bien empezar cada día con una adivinanza para no salirme del personaje. Aún dudo de lo que puede significar no salirse del personaje. Esto se lo escuché decir a mi profesora de teatro, la señorita Angelika Weiss, y debe ser algo así como imitar correctamente la personalidad y los gestos de alguien.

A mí lo que más me gusta es contar adivinanzas. Si alguien se hace pasar por mí e imitarme alguna vez en el futuro debe saber contar adivinanzas.

La señorita Weiss está preparando la obra teatral Hänsel y Gretel, basada en el cuento de los hermanos Grimm, en la que participo junto a otros compañeros en el festival de fin de curso del colegio. Yo representaré a Hänsel, el coprotagonista del cuento.

Cuando se lo conté a mamá no pareció muy contenta con que me apuntara a una actividad extraescolar. Desde que ella tiene picaduras en un brazo está zombie todo el tiempo, y no presta atención a las cosas que le digo. Es curioso que los mosquitos solo la piquen a ella y únicamente en el interior de su brazo izquierdo. Tía Inga se enfadó mucho con mamá cuando descubrió esas picaduras sin yo entender muy bien por qué. Tal vez mamá es alérgica a los mosquitos o algo así; no lo sé muy bien. Espero que mamá no se hinche monstruosamente como le ocurrió a Albert, un compañero de clase, cuando se comió una barrita de Snickers.

Lo que sé muy bien es que mamá ya no es la misma: nada la hace feliz. Estoy seguro de que ni un viaje a Disneyland la haría sonreír. ¡Si yo fuera a Disneyland lloraría de la emoción que inundaría París solo con mis lágrimas!, ¡lo juro por tooooooooda la Nutella del mundo! Aunque yo con pasar la lengua a un helado de vainilla sería suficiente para sentirme en la gloria. Esta felicidad jamás la alcanzaría Nikolaus, el caraculo de mi vecino, con todos esos estúpidos juguetes que tiene y nunca presta.

Como el colegio está cerca de casa, en Hauptbahnhof del barrio de Ludwigsvorstadt-Isarvorstadt, cerca de la Estación Central de Trenes, y a solo diez minutos andando, puedo ir a los ensayos a los que debo acudir todos los viernes de cinco y media a siete de la tarde.

La señorita Weiss me dijo que tenía mucho talento para esto de la interpretación, que no me salía del personaje. Interpretar a un niño abandonado por sus padres en lo más profundo de un bosque tenebroso y con la única compañía de su hermana gemela me hace sentir muy, muy triste. Puede que por eso no me salgo del personaje, porque sé cómo se siente Hänsel. Incluso, cuando terminan los ensayos y regreso a casa me persigue esa pesada sensación de tristeza que usé para interpretar a Hänsel. Es una tristeza que parece tener vida propia; actúa ajena a mí, y es muy pesada, muy oscura. Es como si viviera bajo mi piel y se dedicara a estrujarme el pecho. Esta sensación desaparece al rato, cuando me concentro en hacer las tareas del hogar y la tarea. Entonces esa sensación es olvidada y no reaparece hasta el viernes siguiente, cuando me subo al escenario y vuelvo a convertirme en Hänsel durante los ensayos.

Como ya he dicho, mamá no se alegró por que yo interpretara a Hänsel en la obra teatral. Cada vez que yo le pregunto por qué está triste ella me responde algo distinto. La última vez que pregunté, mamá me dijo que estaba triste porque se habían secado las macetas con plantas que teníamos olvidadas en el diminuto balcón de nuestro diminuto apartamento. Querido diario, quiero que sepas que nuestro apartamento es alquilado y que la palabra exacta para referirse a todo lo que hay en él es el adjetivo diminuto. Volviendo al tema, otra respuesta que me da mamá muy a menudo es la de que ha recibido una carta de los servicios sociales. Mamá no me deja leer esas cartas, pero tampoco me interesa mucho leerlas porque no las entiendo y me aburren.

Las veces que han venido los asistentes sociales a vernos han sido para preguntarnos cosas estúpidas. En mi caso, ellos me preguntan: ¿has comido hoy?, ¿tu madre se porta bien contigo?, ¿has ido al colegio?, ¿te bañas con agua caliente? En serio, son unos tontos de remate..., o tal vez solo son así la gran mayoría. Desde hace dos meses está viniendo una asistente social nueva, muy joven, guapa y mega simpática. Ella no nos hace preguntas estúpidas como los anteriores. Aun así, mamá me ha obligado a seguir diciendo mentiras a todos los asistentes sociales.

Mamá me pide que diga mentiras a los asistentes sociales porque es por el bien de los dos. Si les llego a contar cosas tristes o malas que nos pasan nos separarán por siempre jamás. Y, si eso llega a ocurrir, yo terminaría viviendo en un orfanato y mamá estaría muy sola. Yo no puedo dejar a mamá sola porque no sabe cuidarse por sí misma. Ni siquiera sabe freír un huevo sin mi ayuda. Además, yo no quiero que me separen de mamá porque ella es todo lo que tengo. Por esta razón no les puedo decir a los asistentes sociales la verdad: que a veces no tenemos dinero para comprar comida, que tía Inga nos la da a menudo, que a mamá le pican los mosquitos en un brazo o que tenemos que calentar agua en una olla para poder bañarnos con agua caliente. Tenemos una bombona de butano que está medio llena y lleva con nosotros casi un año. Nosotros solo la ponemos cuando vienen de visita los de servicios sociales.

El momento en que mamá está más triste es cuando jugamos al Juego del silencio. Verás querido diario, este juego comienza cuando el propietario del apartamento viene a visitarnos y golpea como loco la puerta. El objetivo es no hacer ruido y estar muy quieto. Parece un juego fácil y tonto, pero créeme, da mucho miedo. El casero nos amenaza y nos insulta entre gritos. Si no fuera por la puerta que nos separan, tal vez él nos pegaría. En este momento mamá se pone más y más nerviosa. Pienso que mamá es más miedosa que yo: aprieta con fuerza los labios como si aguantara las ganas de llorar mientras me abraza con fuerza. Yo la abrazo también para que se calme. Al fin y al cabo es solo un juego, ¿no?

El casero no deja de gritar durante largos minutos, pidiéndonos que abramos la puta puerta, como suele decir, pero nosotros no le hacemos caso. No abrimos por nada del mundo. El casero insulta mucho a mamá, y eso no me gusta. La llama puta y junkie de mierda. No tengo idea de lo que significan estas palabras. Una vez le pregunté a tía Inga y se enfadó mucho conmigo. No me las explicó, y mamá tampoco lo hace. Mamá, en vez de enfadarse, se entristece y no me habla por un buen rato. Finalmente, como el casero no nos oye, se marcha y nos deja en paz. Él pensará que no estamos en casa. Así nosotros conseguimos la victoria. Ya llevamos ganando en el Juego del silencio seis meses contra el calvo del casero. ¡Todo un récord mundial!

Me gustaría ser tan grande y fuerte como papá para darle una patada en el culo al casero y decirle que ya no queremos jugar más a su estúpido juego.

Querido diario, si me preguntas por papá, no sé qué decir. Yo apenas lo conozco. La psicóloga de la escuela de vez en cuando me pregunta por él. Ella cree que haciendo esto no me sentiré mal recordando el pasado. Yo pienso que no es mi caso ya que papá es un completo desconocido para mí. Papá nunca vivió con nosotros, sino que nos visitaba rara vez. Un día papá desapareció sin más y yo no lo echo de menos. Fin de la historia. Si no cuento cosas de papá a la psicóloga es porque no hay nada que contar. Hänsel y Gretel tampoco tuvieron buenos padres.

Cuando pienso mucho en papá, a veces surge el mismo recuerdo. Inesperadamente y sin que yo lo quiera. Es un recuerdo que me controla.

La psicóloga llama a esto Sueño con los ojos abiertos. Una imagen tan real del pasado que regresa a la memoria y se instala en los ojos como si se volviera a vivir de nuevo.

En este sueño recuerdo la última vez que papá nos visitó a mamá y a mí, hace más de un año. Él ya estaba en el apartamento cuando regresé del colegio. No esperaba su visita. Cerré la puerta muy despacio y en lo primero que me fijé fue en mamá, quien estaba sentada en el suelo con las rodillas apretadas contra el pecho y el rostro cabizbajo. No me costó mucho adivinar que mamá estaba en su típico estado zombie. Luego miré a papá y enseguida quedé intimidado por su brutal apariencia física. Papá me recuerda a los muñecos de acción que tiene mi vecino Nikolaus. Llevaba una camiseta sin mangas que dejaba a la vista aquel enorme tatuaje que cubría por completo su brazo derecho como una capa de tinta imitando las escamas de un reptil. Era tan espectacular el tatuaje que era imposible no quedarse mirándolo embobado y sin evitar pensar en serpientes.

Papá estaba tirado en el diminuto sofá de dos plazas. Lo ocupaba en su totalidad, con las piernas extendidas hacia los lados. Tal vez las pequeñas dimensiones del sofá hacían que papá se me antojara mucho más grande. Además, llevaba puestas unas llamativas botas militares de cuero negro. Fumaba un cigarrillo, no de los normales sino uno apestoso, y su brazo de reptil de vez en cuando se extendía para echar la ceniza en el diminuto cenicero de la diminuta mesilla auxiliar. Siempre con tres golpecitos: tac, tac, tac.

Me di cuenta de que papá tenía la mirada desorbitada puesta en mamá, como si aún no se hubiera dado cuenta de que estaba allí. Yo, mientras, había rodeado el salón para quedar en el extremo opuesto donde se encontraba mamá, al otro lado de la diminuta mesilla auxiliar. De pronto, papá fue girando lentamente el rostro hacia mi dirección. Nunca había experimentado un pánico tan grande como el que sentí en aquel instante. El terror me paralizó el cuerpo, de los pies a la cabeza, y tampoco pude pensar con claridad. Todo ocurría a cámara lenta como en las películas, y yo era incapaz de reaccionar. Inmóvil como una estatua de piedra, sentía cómo mi corazón iba a mil por hora resonando fuerte en mis oídos. Había quedado de espaldas a la puerta del balcón diminuto por lo que parecía una figurita con imán pegada a la nevera. No recuerdo haber pestañeado cuando papá me miró con aquellos ojos culpables de todo el terror que sentía. Se me hacía imposible hacerles frente. Solo fui capaz de quedarme bien quieto y poner toda mi atención en las escamas tatuadas en su brazo.

«Ven aquí, chico. Quiero contarte una cosa.» Me dijo dibujando una mueca semejante a lo que parecía ser una sonrisa. Y justo cuando iba lentamente hacia él, temblando igual que un gatito abandonado, este Sueño con los ojos abiertos se esfumaba y volvía a estar de nuevo en el despacho de la psicóloga.

Jamás he contado este recuerdo a la pesada de la psicóloga. Mamá no habla de papá desde hace un millón de años así que yo tampoco tengo por qué hacerlo.

Si tengo que ser sincero contigo, querido diario, déjame decirte que envidio a Hänsel. Mi personaje tiene una hermana gemela. Me gustaría tanto tener un hermano o una hermana aquí conmigo, a mi lado, y poder sentir su mano aferrando la mía con fuerza de la misma manera que haría Hänsel con Gretel. Entonces sí que dejaría de sentirme solo en este mundo.

Cambiando de tema...

Mamá trabaja de noche y regresa al amanecer del día siguiente, a la misma hora en que yo me levanto para ir al colegio. En algunas ocasiones mamá desayuna conmigo; en otras, se limita a marchar directamente hacia su habitación sin hablarme. Yo no me enfado por eso porque sé que mamá trabaja mucho. Cuando llego del colegio, alrededor de las cuatro de la tarde, la encuentro todavía durmiendo o tirada en el diminuto sofá del salón en su habitual estado zombie.

Ahora estoy pensando en tía Inga. Ella no es mi tía realmente. Es la vecina de arriba. A Inga Schmidt la conozco desde que tengo memoria. Está divorciada desde hace diez años porque su marido era malo con ella y la pegaba sin razón. Tiene una hija mayor que está casada, que tiene a su vez dos hijos que son casi de mi edad. Tía Inga recibe llamadas de ella rara vez y, por lo que sé, hace mucho tiempo que no viene de visita.

Tía Inga, mamá y yo somos como una auténtica familia; nos queremos mucho. Ella nos trae tappers con comida casera que ella misma prepara. También nos regala cosas y alimentos que nos hacen falta ya que no podemos comprar por no tener suficiente dinero: champú, papel de váter y de cocina, pasta de dientes, productos de limpieza, mantas, material de clase como lápices o libretas, verdura fresca, yogures... Lo único que nosotros podemos ofrecerle es compañía que, según ella, no es poco. Se porta tan, tan bien con nosotros que prefiero llamarla tía Inga porque la quiero como si fuera una tía de verdad..., aunque desconozco cómo son las tías verdaderas. Yo imagino que las tías verdaderas son tan buenas como ella. Tía Inga ha cuidado de nosotros y nos ha ayudado mintiendo a los entrometidos de los asistentes sociales.

Tía Inga nos visita prácticamente todos los días. Ella anima mucho a mamá; sin embargo, me impacta verla llorar cuando descubre a mamá en estado zombie. En esas veces, tía Inga me ayuda a cargar a mamá para dejarla en su habitación y quede durmiendo. Yo le digo a ella que no llore, que mamá suele estar así un buen rato y luego se le pasa. A veces es mejor tenerla así, en estado zombie, que cuando no lo está. Porque cuando mamá no está en estado zombie se enfada mucho, y a menudo me grita sin razón para después abrazarme y llorar sin parar. Cuando mamá está en estado zombie se puede hablar con ella porque es más tranquila, aunque tiene poca memoria, la verdad. Le digo una cosa y al rato ni la recuerda.

Tía Inga me ha regalado hoy este bonito diario. Me la topé esta tarde subiendo las escaleras del edificio y me dijo que tenía un regalo para mí. ¡Me encanta recibir regalos! Según tía Inga, es bueno tener un diario (ella tiene el suyo propio) porque nos ayuda a reflexionar sobre nosotros mismos, y que también es bonito dejar por escrito lo que vivimos día tras día porque con los años se van perdiendo los recuerdos.

Así pues, voy a contar lo que he vivido hoy, que es lo que normalmente suelo hacer cada tarde después de salir del colegio. Es decir, llego a casa, hago la tarea, ordeno y limpio el apartamento como tía Inga me enseñó (odio limpiar el baño, sobre todo) y después me encargo de hacer la cena. Si mamá me da dinero aprovecho para ir al supermercado y compro cosas de comer. No es mucho dinero el que tenemos, pero nos las apañamos con lo que tenemos y con lo que nos da tía Inga.

Para preparar la cena me dedico a rebuscar comida en la nevera y despensa diminutas hasta encontrar algo rico para preparar. Mamá suele despertarse en este punto y se limita a observarme sentada en una de las diminutas sillas de la cocina.

Yo intento sacarle conversación mientras cocino. Hoy, por ejemplo, le expliqué lo que había aprendido en clase de Ciencias: el proceso de la fotosíntesis que realizan las plantas. No pareció interesarle lo más mínimo aunque al menos hacía como que me prestaba atención. Otros días cuando está más animada me ayuda a cocinar. Yo la mando a hacer cosas que, como diría tía Inga, realiza un pinche; cortar verdura o remover con la cuchara. Del resto prefiero encargarme yo. Tía Inga me anima a que sea chef cuando sea mayor, pero yo quiero ser médico. A mamá tampoco le parece mala mi idea. Creo que el hecho de ser médico significa mucho para ella porque una vez me dijo que nadie de su familia ni la de papá había ido a la universidad. Tía Inga también me ha dicho que siendo médico ganaré mucho dinero, que podré conducir un Mercedes impresionante, tener una enorme casa en propiedad y casarme con una chica importante. Más que un Mercedes o una chica importante (que no sé lo que es), sí que me gustaría regalarle a mamá una casa bonita y grande, con muchas habitaciones. Construida en algún lugar cálido del Mediterráneo como por ejemplo Italia; con jardines y vistas al mar.

Hoy he preparado salchichas Weißwurst con el chucrut casero que nos dio tía Inga el día anterior. Después de cenar, mamá hace lo de siempre: se baña y se prepara para ir a trabajar. Sale del baño oliendo a esa pastilla de jabón que tenemos y que huele tan rico (regalo de tía Inga). Me pregunto por qué utiliza vestidos ajustados para ir a trabajar. Sus vestidos tienen muchos años, pero mamá los conserva bien, la mayoría fueron comprados antes de que yo naciera. Mamá le había dicho a tía Inga que trabajaba de camarera en una discoteca. Pienso que trabajar así vestida y con tacones altos debe ser de lo más incómodo que puede haber. Una vez me puse un par de tacones suyos a escondidas y no di un paso. Me temblaron los pies y caí de bruces contra el suelo. No sé cómo puede caminar con tacones. Pobrecita...

Luego, mamá se despide de mí como lo hace todas las noches, con un abrazo bien fuerte, un «te quiero mucho, hijito» y un beso en la mejilla que me la deja hecha un desastre teñida de ese lápiz labial color rojo sangre que le gusta usar. Y entonces me quedo solo siguiendo con mi rutina: aprovecho para bañarme y ponerme el pijama. Luego lavo nuestra ropa del día en el lavabo con detergente y, si no queda, con jabón. Hoy la pude lavar con detergente ya que tía Inga nos compró uno nuevo hace varios días. Después tiendo la ropa en el palo horizontal que sostiene la cortinilla de la bañera. Antes solía ver la tele hasta las diez de la noche, pero mamá tuvo que venderla hace tres meses para pagar las facturas de la luz. Ahora que tengo este diario podré pasar las noches entretenido con algo, aparte que no tengo ningún libro de la biblioteca en casa.

Suelo sacar libros prestados de la Biblioteca Estatal de Baviera. Últimamente con los ensayos de teatro no he podido ir, aparte de que está muy lejos. Si quiero pasarme por allí tengo que ir caminando porque no tenemos dinero. A pie me tomaría una media hora en llegar y otra media hora en volver, algo más de seis kilómetros en total. Si tuviera una bicicleta llegaría en un cuarto de hora.

Desde que reconstruyeron la biblioteca tras haber sufrido un horrible incendio hace dos años han reorganizado el interior añadiendo una nueva zona exclusiva para los niños donde se puede ir a leer un sinfín de cuentos y cómics. Voy más que nada en verano por dos causas: una, porque no tengo clase y estoy aburrido todo el tiempo; y otra, porque tienen aire acondicionado.

La segunda mejor cosa del mundo es mi habitación. Iba a decir que era comer en el McDonald's las veces que tía Inga nos invita, pero creo que esa está en tercera posición, porque mi habitación es la única de todo el apartamento que tiene una ventana mirando hacia el río Isar atravesando de cabo a rabo Múnich. Es una vista maravillosa.

Aquí, en mi habitación, hace un frío glacial. Podrían conservarse cadáveres. El cristal de la ventana está agrietado, no hay alfombra y lo único que hace el radiador es servir como objeto de decoración. En los días más fríos, cuando me acuesto me tengo que poner dos jerséis encima, calcetines de lana, bufanda y guantes, aunque a los guantes les he cortado las puntas de los dedos para poder usar los lápices. En la cama tengo tantas mantas que cuando me abrigo con ellas apenas puedo moverme, pero al menos no me muero del frío. Por esta razón prefiero el verano porque para entonces mi habitación es el lugar perfecto para huir del calor. La última persona que vivió en este apartamento antes que nosotros dejó aquí todas sus cosas, como la cama, el armario ropero y una cómoda muy alta llena de ropa en la que también hay de niño, eso sí, está un tanto anticuada, pero no me importa ponérmela. Puede que se tratara de una persona perezosa u olvidadiza la que se marchó, pero mejor que haya sido así porque mamá nunca tiene dinero para comprar ropa nueva.

¿Sabes, diario, lo más mejor?

La azotea. El edificio tiene seis plantas, nosotros vivimos en la cuarta, por lo que desde ahí arriba las vistas son brutales. En los días agradables, cuando no llueve o nieva, me gusta pasar tiempo allí. Pero hay una cosa más como para que este lugar sea mi preferido.

Allí conocí a mi única amiga:

Alicja Gniewek.

Conocí a Alicja en un momento digno de rememorar en este diario.

Fue a finales del mes pasado, en un domingo menos gélido de lo normal. Estaba tan aburrido que había cedido a mi orgullo y acabé llamando a la puerta del apartamento de Nikolaus para preguntarle si quería salir a jugar. Su madre, la antipática señora Krause, me abrió la puerta y lo primero que hizo fue poner cara de malas pulgas. Sin yo apenas poder decir mucho, ella me interrumpió diciendo que Nikolaus no podía salir y... ¡bum!, me cerró la puerta en las narices.

En vez de dirigir mis pies de vuelta a casa decidí subir las escaleras rumbo a la azotea. Para mi sorpresa encontré allí a la chica nueva que se había mudado al edificio con sus padres. Me había topado con ella en el recibidor mientras subían la mudanza por las escaleras (en este edificio el ascensor lleva estropeado desde la época de los dinosaurios).

De reconocerla pasé enseguida a quedar en un estado de sorpresa y miedo: Alicja estaba subida a la cornisa y caminaba por ella con soltura y tranquilidad. Parecía una equilibrista de circo.

La observé en su recorrido por la cornisa que iba desde un extremo al otro, en silencio y conteniendo la respiración.

Los rayos de luz de la tarde envolvían su figura completamente cubierta por ropa negra; una jersey, una falda que le llegaba por las rodillas, medias gruesas y unas botas. Era alta, muy delgada, y tenía el pelo también de color negro, larguísimo, decorado con lo que parecían ser rastas plásticas de color rosado flúor, todo recogido en una coleta alta. Era bonita, pero no tanto como mamá.

Alicja llegó a la esquina de la cornisa, momento en el que se dio cuenta de mi presencia. Volvió su rostro hacia mí sin mostrar ningún tipo de expresión, ni de molestia ni de simpatía. Daba la sensación que le daba igual haber sido descubierta haciendo tremenda locura.

Sus ojos estaban muy maquillados a base de sombra oscura y sus labios también estaban pintados de negro. Me fijé que tenía un piercing en la ceja derecha y otro situado justamente encima de la barbilla. De un salto bajó de la cornisa y se sentó en el suelo, apoyando su espalda contra el muro de la misma. Tomó el cuaderno que tenía tirado en el suelo, cogió un lápiz de un estuche y empezó a garabatear en él, ignorándome por completo.

Yo había quedado tan perturbado con aquella escena que decidí que lo mejor era irme de allí cuanto antes.

―Espera ―dijo ella, de pronto. Su voz sonó tan severa que no dudé en hacerle caso.

La miré de nuevo muy, muy inquieto.

―No tengas miedo de mí, enano. ―Esbozó una media sonrisa que apenas duró un segundo―. Ven, acércate. Siéntate delante de mí, quiero verte de cerca.

Pasaron cinco segundos más (sí, reconozco que los conté). Luego avancé e hice lo que ella me había pedido, sentándome en frente de ella con las piernas cruzadas en posición india. Ella se limitó a mirarme directamente a los ojos durante un buen rato y sin decirme nada de nada. No pude evitar sentirme un poco incómodo porque creí que tenía algo en la cara. Pensé que tenía restos de uno de los bombones que me había traído tía Inga el día anterior y que me había zampado uno minutos antes. Sentí vergüenza y bajé la cabeza, llevándome las manos a la cara, que restregué con intención de eliminar todo rastro de chocolate en labios y mejillas.

―No, mírame ―habló ella de nuevo. Con la voz sonando menos exigente que antes―. Tus ojos...

Parpadeé después de haber levantado la cabeza. No tenía ni idea de lo que quería esa chica de mí, pero le hice caso y la volví a mirar. Lo primero que pensé fue que se estaba burlando de mí. Estando mucho más frustrado que antes, tuve la intención de irme; sin embargo, la reacción que vi en ella me dejó anclado del todo en el suelo.

Sin venir a cuento ella había comenzado a llorar en silencio. Las lágrimas corrían por su rostro como una cascada. Lucía una extraña sonrisa de alegría. Temblaba.

―Tus ojos... ―repitió al cabo de un rato. Su voz se quebró tanto que casi no la pude entender―. Tienes unos ojos azules muy bonitos.

Diario, la solución de la adivinanza de hoy es:

Un ataúd.


N.A.: Sé que el fandom de 'Monster' ya no tiene la fuerza de antaño, pero no quería dejar pasar la oportunidad y aportar mi granito de arena. Será un fic aparentemente largo (ya llevo seis capítulos completos) que iré actualizando cada quince días o, en el peor de los casos, cada mes. También decir que es un fic canon, situado temporalmente unos meses antes de las últimas escenas que aparecen en el manga. Recomiendo leer con la configuración del ancho de página a 3/4 (Story Width), que se puede seleccionar justo sobre el título del fic.

Un cordial saludo y gracias por leer^^.