Rojo

Solía pensar que lo mejor de este cuerpo era que estaba hecho para nunca deshacerse en la arena de la eternidad. Que con el tiempo, él me brindaría todo lo necesario para luchar contra la maldad (el yoma), y esa era una certeza que habitaba en el fondo mi su corazón. Sabía que moriría, pero no me importaba porque lo haría con la certeza de haber hecho lo correcto, revestida de gloria, como toda una guerrera. Y algún día habría miles de niños seguros en sus camas, sin preocupaciones trascendentes como plantearse si deberán asesinar al padre que intentará comerles de un momento a otro. Por mí espada, que me fue otorgada por la Organización. No cabía entre mis ojos un orgullo más grande.

Cuando rememoro ese día, veo todo en rojo, como si hubieran estallado fresas en mis pupilas. Sé que debe haber sido en gran medida así (a la luz sangrienta del fuego recientemente avivado por mi hermana, que se sentaba junto al hogar a leerle a mi padre, quien ahora la empujaba al suelo para comerse sus vísceras con más comodidad), pero también estoy al tanto de que los ojos del monstruo me engañan. Por eso los limpio con mis lágrimas y llamo a mis hermanos a tropezones. Cadáveres caídos sobre mi cuerpo. Promesas de días de campo manchadas con sangre en una boca que nunca volvería a sonreír. Ni siquiera le pregunté qué hacía. Busqué el hacha con el que mi hermano alguna vez me había defendido de unos lobos. Y fue como trozar verduras, pero más duro y doloroso. Comencé a gritar, a llorar, a pedir clemencia a gritos y a sentirme orgullosa de lo que acababa de hacer. Antes de darme cuenta de que me encontraba sola en esa casa oscura, llena de cuerpos rotos y dolor.

Soy un monstruo. Como vísceras de mujeres y niños. Mírame, mamá, soy un monstruo. He traicionado todas nuestras creencias, he vendido a la Organización que me acogió tras vuestra pérdida, mi cuerpo se ha deformado y mi alma se ha manchado con sangre de inocentes. Mírame, papá, ¿querrías mostrarme lo imposible ahora, con una sonrisa en tus labios, cómo sacas conejos de tu manto o dinero de tu bolsa, recién venido como estabas del desierto y oliendo extraño? No sé cómo no lo ví. ¿Me pedirías ayuda ahora, Hermana Grande, que tengo un cuerno en mi frente y los dientes afilados?¿Llorarías y me pedirías que apartara los ojos de tu cuerpo destrozado, Hermano Mayor? Claro que no, porque para cuando me dirigieran la palabra, ya estarían en mi estómago. Y yo me veo a mí misma, siempre parada ante lo que soy ahora, oficiando como la perpetradora, cubierta por la piel de mis víctimas, aullando y riendo a la estela oscura, que se ilumina por los incendios en las ciudades que pisoteo. Y siempre está la sorpresa en mis ojos (he visto lo imposible, he visto lo imposible, lo que brillan son sus dientes a través de sus labios oscurecidos por la sangre, es eso lo imposible y no miles de monedas, ya no pagadas por el gobierno gracias a andanzas militares, sino robadas a un pobre viajero que no se dio cuenta de que aceptaba a su lado a un yoma, por ejemplo), el dolor de quedarse sin nada, la promesa de hacerme pedazos el día menos pensado. Por eso al mismo tiempo lloro y llamo a mi familia muerta, como si pudieran venir a rescatarme del Infierno y llevarme al Cielo con ellos. Cuando empiezo a comer con más voracidad es porque recuerdo que después de todo lo que he hecho desde aquella cabeza que rodó sin honor alguno por mi parte, ha sido demasiado terrible como para merecer semejante felicidad.