Prólogo

Era una fría tarde de invierno en la ciudad de Frissa. En el centro, miles y miles de mercaderes se reunían para comprar y vender sus productos, la guardia imperial desfilaba por las calles y la familia real se reunía en el ala médica del palacio de Friss, en el centro de la ciudad. Era un día especial, la vieja reina, ya en edad madura, estaba por dar a luz a su primera hija. La multitud se aglomeraba en las puertas del palacio, expectante de las noticias de la reina.

La reina Fericia era una mujer delgada, de rasgos suaves y piel pálida. Vestía, desde su juventud, un vestido negro en honor a su primer esposo, fallecido a los pocos años de casados. Su gesto era serio y triste, como si sintiese que la muerte la vería de la noche a la mañana. Había envejecido mucho en poco tiempo durante sus primeros años de reina. Su antiguamente rubia cabellera había dado lugar a una blanca y gris, sus ojos azules habían perdido su brillo y su piel se llenaba de arrugas.

El surgimiento de la Horda, la Alianza y las constantes peticiones de la reina Angella para que interviniese se sumaban a las intrigas palaciegas y a la necesidad de, en un estado de ánimo por los suelos, buscar un prometido. Había contraído matrimonio con un joven noble, de dudosa procedencia, que a los pocos meses había perecido en un intento de asesinato real.

Ay, el regicidio. Fericia no los podía culpar en verdad, puesto que estaba en el poder por el mismo crimen. Las luchas entre facciones de la corte eran pan de cada día. Estas luchas habían acabado con su madre, su abuela y casi la acaban a ella. Lo toleraba hasta cierto punto, desmantelar esas facciones sería suicidio político del bueno. Lo que no podía permitir era el otro problema de su reino, el problema de las nacionalidades, los hordek.

Fuera de la sala de partos todos estaban expectantes, nadie sabía lo que estaba pasando. El médico tardaba en salir, los gritos habían cesado y salía un extraño olor de la habitación. En ese momento, el médico salía de la habitación con una expresión de revuelo en el rostro.

Las calles de Frissa se pueden clasificar en tres tipos. Las calles de la nobleza vienen primero, las mejor conservadas con enormes palacios y estatuas, agua, rodeadas de tiendas de lujo y protegidas por guardia real. El mantenimiento de las mismas había aumentado exponencialmente con la decisión de la reina de llevar a toda la nobleza a Frissa, donde la riqueza de estas personas se concentraba.

Las segundas eran las calles del pueblo común, descuidadas, algo peligrosas pero habitables. Habían verdaderamente bonitas propiedades, normalmente en zonas donde habitaban algunos miembros de la burocracia estatal o los nobles sin título, categoría que se les daba a ciertos individuos de alta riqueza.

Las terceras eran las calles H, donde los hordek habitaban y de donde estaban excluidos de salir salvo en dos casos, servicios domésticos y penas de prisión. Prostitución, delincuencia, corrupción, suciedad, todo lo malo se juntaba allí. Las viviendas eran característicamente improvisadas, salvo el edificio del municipio, resguardado por tres mil guardias imperiales listos para abrir fuego a la primera señal. Habían pocas viviendas que se pudiesen clasificar como habitables, y no es en una de estas donde Jorgiana daba a luz a su hijo menor, o único a estas alturas.

Jorgiana era una mujer joven y hermosa, de bellos ojos verdes, cabello negro lacio, piel suave cual terciopelo y pronunciadas pero no exageradas curvas. Esto, donde en otras partes se pudo ver como afortunado, habían condenado a la joven a trabajar como dama de compañía (término suave para prostituta) en las calles. Allí había quedado embarazada tres veces, la última resultado no de un servicio, sino de un ataque a la pobre mujer. Sus dos primeros hijos habían sido abandonados a su suerte en las calles, pero esta vez sería diferente, ella estaría allí para su hijo. La pena la carcomía internamente al pensar en sus dos tesoros perdidos.

El parto fue el más doloroso que había experimentado Jorgiana en su vida. Con los pocos medios del lugar, era sorprendente que siguiese viva. El dolor le recorría el cuerpo, cuando sintió algo en su pecho. Lágrimas se formaron en sus ojos le besó la frente, esto sería diferente, esta vez sería diferente.

En el centro de la ciudad, en las puertas del palacio, el pánico era patente. Horas y horas de espera sin que nada pasase, hasta que pasó. El duque de Frissa Mayor, hermano de la reina, salió del palacio. El silencio se hizo presente, todos estaban expectantes.

"Hoy, octavo día de invierno" empezaba, "la reina Fericia ha dado luz a una joven y saludable niña" los vítores empezaron "a costa de su vida". Silencio, nadie se atrevía a haer un solo ruido.