Distrito 9: Cultivo y producción de cereales.
Este fic participa en el Minireto de marzo para el Torneo entre Distritos en la Arena, del foro "Hasta el Final de la Pradera". Los personajes son cosa mía, el Universo, aquí apenas desarrollado, pertenece a Suzanne Collins. No os quepa duda que están en Panem.
Deacon esperaba nervioso sentado en una silla de la entrada mientras el boticario trataba de detener la hemorragia en la mano de su hermano, y hacerle una cura de urgencia. No se va a morir, no se va a morir, no puede morirse, pensaba mientras taconeaba sin ritmo contra las baldosas del suelo. Nadie se moría por haberse cortado un par de dedos, ¿no? Y aunque fueran los de la mano derecha, Lukas había tenido suerte, ya que no eran ni el meñique ni el pulgar, podría seguir agarrando cosas y llevar una vida completamente normal.
Al menos él había estado a su lado mientras sucedía. Se había escaqueado del almacén para hacer una visita a su hermano mayor, que ahora era el encargado de una máquina que separaba el trigo de la paja y lo trituraba hasta hacerlo harina. El cometido de Lukas era sencillo, y se trataba de un puesto cómodo, mucho mejor, desde luego, que segar en los campos o cargar sacos en el almacén. Lukas sólo tenía que supervisar el funcionamiento de las cuchillas e ir añadiendo más grano para que fuera procesado.
Deacon se frotó la cara con ambas manos mientras pensaba en lo sucedido. Se dio cuenta de que la tenía manchada de lágrimas. Ha sido por mi culpa. Ha sido por mi culpa. No podía parar de repetirse lo mismo. Si él no lo hubiera estado distrayendo, si no hubiera aprovechado el momento en que su capataz se había metido en el baño para hacerle una visita, Lukas no se habría distraído, las cuchillas de la máquina no le habrían rebanado dos dedos, haciéndolo sangrar como un cerdo, y su hermano conservaría su mano derecha completa.
¿Y si se le infectaba y no tenían suficiente dinero para pagar antibióticos? Entonces a Lukas tendrían que amputarle la mano, o el brazo entero, o peor que eso, moriría, y él no podría hacer nada para salvarlo. Quería a su hermano más que a nadie en el mundo, más que a su padre y más que a sus tres hermanas. Era el más sensato de su familia, el que siempre se había preocupado por él y lo había mantenido a salvo, aunque sólo se llevaran dos años. Lukas tenía diecinueve y era el espejo en el que siempre quería mirarse. Se había librado de la Cosecha, su novia era la hija de un capataz, motivo por el que le habían asignado su buen puesto de trabajo; siempre se había ocupado de todo en la casa mientras su padre se gastaba los pocos ahorros de la familia en licor ilegal. Y ahora iba a quedarse casi manco por su culpa. A Deacon le ahogaba la culpa.
—Hermanito —escuchó una voz acercarse por el pasillo—. Ya está todo arreglado, no ha sido nada.
Deacon se levantó de la silla y fue a abrazarse a su hermano como una exhalación. Él se daría cuenta de que había estado llorando, pero no le importaba. No le importaba. Su hermano llevaba una mano cubierta de vendas teñidas de rojo, por lo que no pudo devolverle el abrazo en condiciones.
—¿Has ido a buscar a padre? —preguntó éste.
—No —respondió Deacon-. He estado aquí, esperándote.
Lukas se rió y luego hizo una mueca, como si el gesto pudiera haberle afectado en la mano.
—Casi mejor. Probablemente ni se entere de que me ha pasado algo.
—¿Te duele? —preguntó Deacon.
—Bah —dijo Luk—. Los dedos están sobrevalorados. ¿Para qué queremos tantos?
