NA: Fiel amante del FrUK, no es propiamente una historia de shipping. Está basado en las guerras napoleónicas, cuando se forma la tercera coalición, y Napoleón Bonaparte estalla la guerra de nuevo pasándose todos los acuerdos de Amiens por ahí.
Aquella fragata de la armada real era maravillosa, fantástica en todos los sentidos, pero los firmados de Amiens se habían realizado hacía casi ya un año. El británico odiaba pasar tanto tiempo en las islas del caribe solo por precaución, la guerra se había dado por concluida y a pesar de conocer bien a Francis no creía fuera capaz de atacar de nuevo al gran imperio Británico. Arthur solo quería dejar de comandar aquel barco con catorce velas y 35 cañones. A pesar de que aquel paisaje era precioso y exótico, Arthur sólo quería meterse en su cama de plumas en el palacio de Buckingham y olvidar los horrores del camastro colgado en su camarote, los variables climas del océano atlántico y las embarcaciones francesas. Ser un pirata estaba bien, pero le gustaba más ser un caballero. No era que fuera a sentarse con Francis a tomar el té y charlar, pero se alegraba de no tener que combatir más con él. La paz era algo magnifico aún y si había tenido que callarse en numerosas ocasiones y casi le da un ictus por tener que aguantarse recriminaciones a los franceses, pero debía vigilar por si les daba por hacer alguna estupidez. Odiaba a Napoleón, no era más que un mequtrefe, y por culpa de que Francis hubiera elegido a aquel tipo que no era ni rey por la gracia de Dios como su Jorge III le mandaba las chorradas más grandes que una nación pudiera imaginarse.
El inglés se miró en el espejo de su camarote, aquellos calzones del uniforme le sentaban tan bien con aquel sombrero chacó. Arthur suspiró, se estaba diciendo aquello solo para sentirse más conforme, le quedaba una semana en aquella embarcación, con aquel uniforme, comiendo galletas resecas y asándose de calor. Se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa pensando que era exageradamente recargado, a él le gustaban sus trajes con chaqueta de solapa de color gris discreto, o quizá verde oscuro, que destacasen sus botas y sobretodo los sombreros de copa. Ah, tenía tantas ganas de pasear por Londres cerca del Támesis, junto a alguna distinguida dama inglesa charlando de literatura. Se preguntaba si sus hermanos, Irlanda, Gales y Escocia estarían tan cansados como él de todas aquellas medidas preventivas que el cabeza de estado les recomendaba. Pensando en aquellos que seguían siendo sus hermanos por un momento pensó en Alfred, ¿qué estaría haciendo aquel maldito ingrato? Le echaba de menos y en realidad estaba tan cerca de su casa.
Mientras el capitán se hallaba perdido en sus cavilaciones, la campana de popa sonó llegando a sus oídos, acompañado del repiqueteo de la madera mientras alguien se aproximaba.
— ¡Señor! ¡Señor! Una corbeta francesa hace señas para entablar conversación — dijo uno de los mozos de cubierta. Arthur recogió el chacó de la mesa y lo colocó sobre su cabeza a la par que salía del camarote con decisión. ¿Qué podían querer aquellos malditos franceses?
—¡Arthur! — escuchó aquella voz tan familiar y se le quitaron las ganas de hablar con nadie. Era el mismísimo e indeseable Francis, desde a cubierta de la corbeta, apoyado en el pasamanos y saludándole con la mano. Tenía ganas de ignorarle, a él, a sus costumbres y modernas formas. Le miró bajar con su habitual y peliculera postura en una barca de remos. Sabía que un verdadero caballero, como era él mismo, debía hacer lo propio, ser gentil y educado a pesar de todo el hastío que sentía. Por ese motivo se sentó en su cúter, mucho más moderno, y esperó a que sus hombres le bajaran. Uno de los chicos remó hasta que las dos pequeñas embarcaciones se encontraron. El inglés se fijó en lo exageradamente ceñidos que llevaba los pantalones Francis, no lo hubiera hecho de no ser tan ceñidos, aquellos pantalones eran terribles. A pesar de todo tenía que admitir que con su melena recogida en una coleta, aquel estilo que le sentaba tan bien. No pudo evitar recordar otros tiempos en los que Francia marcó tendencias, tendencias que a él nunca le sentaban bien, y se irritó infinitamente sintiendo ganas de empujarle al agua.
— ¿Qué deseas? — preguntó Arthur educadamente. Si se mofaba de él tendría que controlar su ira para no tratar de ahogarlo en el mar. Quizá el Kraken, a pesar de no ser un ser fantástico de su tradición, podía ayudarle en su empeño. Contuvo la risa que la imagen de aquel increíble pulpo gigante devorara la embarcación del francés y se llevara su cuerpo a dormir con Davy Jones y las sirenas.
—Pero que tonto — dijo Francis con su habitual tono jovial, y sonrió dejando ver sus perfectos dientes blancos, a la par que apoyaba su mano contra la barbilla. — Está claro, es la hora de té.
El británico sacó su reloj de bolsillo y miró la hora apresuradamente, lo cierto era que aquel reloj estaba roto, pero fingió. Se había roto hacía pocos días, cuando había ido a visitar a Antonio a La Habana. El español lo había roto sin querer, dejando caer encima de este el contenido de su copa mientras fumaban puros habanos y reían de cómo Francis había intentado implantar un rey en su estado, y los mismos ciudadanos se habían hartado echándolo.
— Es cierto, ¿deseas subir a mi embarcación? — se ofreció amablemente el inglés, mientras su yo interior gritaba histéricamente ¿Cómo era posible que un francés se hubiera dado cuenta antes que él de que era la hora de tomar el té? Además de que solo tenía unas pocas hierbas de té y las quería para él solo. Lo cierto era que no quería invitarle, ni verle la cara con sus nariz granducha y atractiva que le gustaba a todo el mundo menos a él. Arthur no podía sufrirle.
—No, no, no, Arthur, deberías venir conmigo — contestó con cierta galantería Francis.
Arthur empezó a sospechar, Francis tramaba algo, ¿pero qué? Algo no iba bien y podía presentirlo. En su cara se veían con claridad todos sus pensamientos, a pesar de que el pobre se esforzaba por ocultarlos. En aquel momento Francis golpeó con fuerza la espalda del inglés, sorprendiéndole. Aquel contacto no deseado era más propio de la conducta del rubio, que siempre se la apañaba para incomodarle faltando a su protocolo.
—Tan solo insisto porque tengo una gran variedad de repostería deliciosa, de verdad— dijo y tiró de su brazo arrastrándole al barco de remos a la par que gesticulaba para decirle al chico que le había acompañado que se volviera a la fragata.
El inglés dudó, ¿por qué no se había regodeado de aquellos dulces más a fondo y había añadido aquella coletilla de que ningún inglés sería capaz de hacer algo así? Miró con cierto susto como su cúter se alejaba sin que él hubiera dado la orden. Su chacó en aquel instante cayó al agua y se molestó mucho, muchísimo. Solo el té podría calmarle, pero lo peor era ver cómo su propio marinero le abandonaba sin esperar a sus órdenes.
— No te preocupes por el sobrero, tengo uno de ala ancha que es tan anticuado como tú — dijo Francis, que seguidamente se tapó la boca. El inglés frunció el ceño, aquella frase si era típica de él, tan desagradable como siempre.— Quiero decir, que ese toque tan clásico a ti siempre te ha sentado tan idóneo.
Arthur subió con cierta dificultad a la corbeta pensando en lo que podría estar tramando el francés. La corbeta, por su aspecto era de nueva fabricación, como mucho tendría cinco años, y a pesar de que el triquete mayor era de otra madera, el diseño era excepcional. Le resultaba vagamente familiar, pero no sabía de qué.
— ¿Cuál es el nombre de esta embarcación? — preguntó con curiosidad el británico, mirando a los marineros moverse con soltura por todo el barco.
— The Queen Catherine, lo capturamos en la pasada guerra — Mencionó Francis apretando un poco los dientes, pero seguidamente le restó importancia mientras arrastraba a Arthur al camarote principal.— Pensamos en devolvéroslo, pero tu fragata es de construcción francesa.
—¿Qué? Esa fragata se construyó con madera inglesa, en los astilleros de Dover — se quejó Arthur viendo pasar ante sus ojos prácticamente toda la embarcación hasta llegar al camarote. Notaba las manos del francés sobre sus hombros, empujándole y obligándole a seguir sus estrictos movimientos. Una vez en el camarote del capitán, Francis le obligó a sentarse en una de aquellas sillas de madera que debía haber pertenecido a un pobre y distinguido militar inglés y le miró con una sonrisa.
—No importa, no importa — repitió el francés sentándose frente a él y chasqueando los dedos.— Entiendo que en el amor y la guerra todo se vale, además las cosas de calidad no son fáciles devolver.
Arthur miró la habitación. El espacio estaba bien distribuido, al estilo inglés pero algo modificado. El violín de Francis reposaba sobre la mesa con una funda un poco desgastada que seguidamente recogió y dejó tras de él, en un diván. Una mesilla baja se encontraba junto al diván y sobre este había un reloj que se encontraba volteado. ¿Por qué demonios tendría un reloj de oro y de fabricación exquisita puesto del revés? Aquello olía mal, muy mal.
En pocos instantes aparecieron dos chicos jóvenes y sirvieron una tetera humeante, con dos tazas pequeñas, demasiado pequeñas para el té. También unos cuantos macarrons de fresa y una tarta de frutas. ¿Pero de dónde habría sacado esa comida en alta mar?
—Recién cocinados para ti — extendió el brazo y abrió la palma de la mano mostrando las exquisitas pastas de origen francés.
—Francis, ¿qué pasa? — preguntó al fin el británico. Se sentía profundamente perturbado por el extraño comportamiento de la otra nación.
—No pasa nada — contestó el rubio con una radiante sonrisa, sentándose frente a Arthur y degustando uno de aquellos pastelillos.
¿Por qué esperaba sinceridad de aquel hipócrita? Se preguntó con amargura el inglés, dejando escapar un sonoro suspiro. Tomó uno de aquellos macarrons y se lo acercó a la boca dando un pequeño mordisco, mientras observaba a uno de los criados del francés servir el té. Cuando al fin tomó la taza entre sus dedos, notó el calor de esta sobre su piel. Todo lo podía arreglar aquella bebida caliente, aromática y perfecta que podía curar cualquier mal espiritual.
—Sabes, tienes que darme la receta de estos pastelillos— dijo Arthur instantes antes de tomar un sorbo de su té. Levantó sus ojos verdes y los posó sobre la mirada del francés. No tenía intención de prepararlos, estaba actuando, esperando a que respondiera mal y destapara lo que no le estaba contando.—Seguro que yo sabría darles mejor sabor.
El francés apretó los labios, tragándose sus palabras. Estaba claro que no pensaba darle la receta de algo tan exquisito a un tipo que no tenía gusto alguno, pero no podía notarse lo que ocurría.
—Sí, pero no me invites a probarlos ¿Eh? — dijo Francis sacando su reloj de bolsillo del pecho y mirando la hora. Estaba todo saliendo tal y como había planeado.
Arthur le miró arqueando la ceja. Aquello era demasiado suave, demasiado dulce. ¿Tenía que tratar de…? No, no iba a seducirle para que dijera la verdad, no estaba dispuesto a rebajarse de aquel modo. Aquella táctica tan ruin sería válida para los franceses, que picaban como moscas, pero no era algo que él fuera a hacer. Aun así, enjabonarle un poco tampoco iba a estar de más.
—Desde luego, sé que un gran chef como tú no puede apreciar según que cocina — dijo apretando los labios. Odiaba que mentir se le diera tan mal, pero con lo engreído que era su colocutor casi podía llegar a creérselo, aunque Francis era un mal cocinero. Seguro que alguno de aquellos sirvientes era quien había hecho aquel manjar.
El inglés se pasó una mano por el pelo, haciéndose el despreocupado y apoyándose chulescamente contra la silla. Había visto mil veces hacer algo parecido a Gilbert, y él casi siempre conseguía lo que quería de Francis. En aquel momento el francés forzó una sonrisa ¿era de satisfacción o se reía de él?
Antes de que ninguno de los dos pudiera abrir la boca, los truenos de una andanada resonaron en sus oídos. Arthur se levantó volcando el té sin querer en la mesa, mientras que Francis lo miró con las piernas cruzadas mientras sus manos palpaban bajo la mesa.
Francis sacó una pistola avancarga y tiró de la llave de percusión al tiempo que apuntaba al inglés.
—Hace quince minutos que mi jefe de estado ha iniciado un nuevo conflicto— dijo el rubio sin soltar el arma. Lo cierto era que no le gustaba usar todas aquellas estratagemas, pero no podía soportar que la guerra volviera a estallar. Ver a sus ciudadanos morir no era algo que quería ver, que nadie disfrutar de las fiestas de París y del esplendor de sus cosechas de vino desapareciera tampoco. Perder todo lo que para él significaba ser francés no era algo que estuviera dispuesto a sacrificar, no por una idea romántica de la amistad con un tipo que en realidad siempre le despreciaba y le envidiaba por igual. En el fondo admiraba a Arthur un poco.— Y son las tres de la tarde, aún queda un rato para la hora del té.
El inglés apretó los labios con más fuerza, entre enfadado y decepcionado. Después de tantos años, de tantos conflictos y tantas cosas compartidas, podía comprender la guerra, pero no aquello.
— No esperas que después de tantos años esto sea tan fácil ¿no?—dijo Arthur aguantándose las lágrimas en los ojos. Estaba harto de Napoleón Bonaparte, estaba harto de estar en guerra y no podía soportar que Francis no se comportara como un hombre decente. Aquello era impensable. Podían haber llegado a ser amigos, incluso fingiendo y sufriendo alguna que otra úlcera por el contacto repetido, en el fondo le quería, un poco, tampoco mucho. No se permitía tener esos sentimientos por Francis, era demasiado insufrible. Repasó la sala con sus ojos en un barrido rápido. Tenía algunas opciones de huir, pero era complicado.
Los labios de Francis se separaron para decir algo cuando Arthur agarró la tetra, quitándole la tapa y vaciando su contenido sobre la nación enemiga. Aquella acción dejó estupefacto al francés, que al parpadear observó como el otro se había lanzado sobre él, robándole la pistola y disparando al cristal que cerraba la ventana de aquella habitación.
—Eres tan imbécil, siempre tienes que fastidiarlo todo — dijo Arthur en un ataque de rabia, a veces quería tanto ser como él y que fueran amigos. A veces deseaba tanto que la gente los viera juntos y pensara que hacían buena pareja y esas cosas que eran imposibles, porque siempre se comportaba como un twat que nunca le trataría como un igual.
Arthur saltó por el hueco que había abierto en el cristal. Aunque no le gustara admitirlo, había sido un vándalo en tiempos antiguos y aún guardaba bajo la manga algunos trucos de aquellos tiempos. El agua de mar mojó su ropa, recordándole por qué a veces era mejor llevar ropa que no te gustara. Desde su posición observó su fragata. Debía evitar ser golpeado por las balas, ser comido por un tiburón, pero se vengaría de aquello. Ganaría la guerra para demostrarle a Francis que no hacía falta jugar sucio.
