Prefacio
La brisa era fría y batía con fuerza sobrenatural; el aire nocturno, a pesar de ser agradable, no mejoraba la situación. No podía distinguir con mucha destreza los sonidos sordos y estridentes de las incesantes explosiones, que detonaban en diversas áreas de la ciudad de manera simultánea. El fuego se propagaba con una rapidez mortal, dejando indefensos a los inocentes neoyorquinos que intentaban salvarse como podían, ya que no contaban con la ayuda de su leal, valiente, fuerte, abnegado, y ahora, muerto protector.
Las kilométricas telarañas tensadas en los edificios habían perdido su brillo y resistencia, ahora eran solo hilos comunes y destructibles. Las lágrimas que bajaban por mis mejillas eran gélidas y constantes, y no eran por los intensos espasmos de estar atada e indefensa en una red electrificada, en la cima del mismísimo Empire State, sino del agudo, agobiante, y aparentemente infinito dolor de haber perdido mi única razón y esperanza de vida: al Hombre Araña.
