Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer y la trama pertenece a Elizabeth Eliott.


Prólogo

Tierra Santa, 1278.

Quedaba muy poco de la antigua ciudad. La obra de incontables generaciones quedó reducida a escombros en una batalla que duró poco más de tres días. Los esqueletos de las murallas y edificios que habían estado en pie desde los tiempos de Cristo se alzaban como una sombra de su gloria pasada, silueteados contra el cielo del amanecer en el desierto. Los rescoldos liberaban finas columnas de humo que serpenteaban hasta unirse al neblinoso manto que cubría la ciudad como un sudario.

Un caballero solitario cabalgó a través de lo que quedaba de un arco, pasando por encima de las puertas hechas pedazos que habían cerrado el paso a los enemigos durante cerca de mil años. Dispersa entre las piedras caídas y las vigas quemadas, yacía la gente que una vez vivió allí. Sus cadáveres daban mudo testimonio de la fiera lucha que había tenido lugar en la ciudad el día anterior.

Con las visiones y sonidos de la batalla aún frescos en la memoria, el caballero no parecía afectado por la carnicería que lo rodeaba. Su corcel iba escogiendo cuidadosamente el camino a través de los escombros, atento al lugar donde pisaba pese a inclinar la cabeza por el agotamiento. El sombrío rostro de Edward Cullen permaneció inexpresivo. El caballero se sentía tan poco conmovido por aquellas muertes como por las muchas otras presenciadas a lo largo de los tres años que llevaba de Cruzada en Tierra Santa.

La población de Al'Abar se había negado a rendirse. Su ciudad había sido sitiada hasta que no quedó nada de sus murallas y ni un solo edificio entero que pudiera proveer algún cobijo. Todos murieron. Sucesos similares se habían repetido demasiadas veces con el paso de los años, para que Edward sintiera algo más que no fuera el cansancio hasta los huesos que seguía a una larga batalla.

Al igual que la de su caballo, la armadura de Edward se encontraba cubierta de una corteza de ceniza y sudor, y el cuero estaba rígido por la sangre seca. Otra túnica arruinada, pensó distraídamente, bajando los ojos a la vestimenta que una vez fue blanca con la cruz escarlata blasonada en el pecho. Sólo las costuras que delineaban la cruz diferenciaban el emblema sagrado del resto de la tela desgarrada. Por suerte, en aquella ocasión la sangre no era suya. Con un irritado suspiro, urgió a su caballo para que siguiera adelante cuando éste, fatigado, se detuvo.

Lo primero que vio fue el escudo, tres leones dorados sobre un campo rojo encendido. Estaba abandonado frente a las ruinas de lo que podría haber sido el hogar de un próspero comerciante. El cuerpo semidesnudo de una mujer yacía junto al escudo. El guerrero que Edward estaba buscando se hallaba boca abajo a menos de un paso de la mujer, cubierto casi por completo por el cadáver de un muchacho árabe.

Edward examinó la escena con la fría lógica de alguien que ya no se ve impresionado por las atrocidades de la guerra. EI chico probablemente fuera el hijo o el hermano de la mujer. Al parecer, la había salvado del primer asaltante, pero otros terminaron lo que el primero comenzó.

Edward desmontó y empujó el cuerpo del caballero con la punta de su bota, haciendo rodar el cadáver hasta que quedó de espaldas. Metió la mano bajo la cota de malla del guerrero y arrancó una cadena de oro con un diestro tirón. Después sacó un anillo de la mano del muerto y puso a resguardo ambos objetos bajo su armadura, antes de volver a montar y dirigir su caballo hacia las afueras de la ciudad.

Normalmente Edward no se molestaría por tales baratijas, pero el rey Anthony vería con desagrado que el anillo de sello de su sobrino o su crucifijo cayera en manos de los infieles. Las pertenencias también probarían al rey que su familiar murió en la batalla, en vez de hallar una muerte ignominiosa bajo alguna de las muchas torturas infligidas a los cristianos por sus captores árabes. Sabía que los trovadores compondrían afligidas baladas sobre el joven, repletas de gloria y hechos valerosos, sin mencionar que había muerto intentando violar a una mujer. Edward dudaba que los poemas que hablasen de él fueran tan generosos si cayese en la batalla. No, ya había demasiadas baladas sobre Edward Cullen y de ninguna de ellas podría decirse que fuese halagadora.

Uno de los caballeros del pequeño grupo que se había reunido en las afueras de la ciudad, señaló hacia Edward cuando emergió de las ruinas. Los hombres se volvieron al unísono para ver acercarse a su líder, tratando de adivinar su estado de ánimo mientras cabalgaba hacia ellos desde la ciudad. Con certeza, el rey, se sentiría apenado por la muerte de su sobrino favorito, pero Edward no había mostrado más preocupación por su muerte que por la de un vulgar peón de tropa. Algunos se preguntaban lo que haría falta para que alguna emoción cruzara el semblante del cruzado.

Un joven escudero se apresuró a sujetar el caballo de Edward y, cuando éste desmontó, un caballero llamado Emmett McCarthy se apartó del grupo para saludarlo. Un joven sacerdote lo imitó y también trató de acercarse a Edward; ambos advirtieron la presencia del otro en el mismo momento y apresuraron sus pasos tratando de ser el primero en alcanzar al guerrero.

-Sir Edward.- llamó el sacerdote, haciendo señas con su rolliza mano.- Concededme un momento.

Edward ignoró al sacerdote y tiró las riendas del caballo a su escudero.

-Asegúrate de que beba agua en abundancia, Riley. Y dale un buen cepillado. Date prisa en hacerlo, salimos dentro de una hora.

-Sí, milord.- murmuró el escudero, llevándose al caballo.

-Ya sabe lo de los hermanos de Pretescu.- dijo Emmett, señalando al sacerdote con un movimiento de cabeza.

Edward se dio por enterado con un leve asentimiento.

-Envía a Carlisle para asegurarte de que las carretas de suministros están cargadas y listas para partir. Los rastreadores volvieron al amanecer con noticias de que el ejército de Rashid está a menos de dos días de marcha de aquí. Los hombres están demasiado fatigados para enfrentarse a ese diablo ahora mismo. Con suerte, no tendremos más que algunas escaramuzas antes de llegar al mar.

Emmett hizo una pequeña reverencia y fue en busca de Carlisle para llevar a cabo la orden de Edward.

-Sir Edward.- llamó el sacerdote otra vez. Se detuvo cerca del codo de Edward y se irguió, pero ni siquiera su metro setenta de estatura le hizo parecer menos pequeño e insignificante al lado de la imponente figura del guerrero. Su cara estaba sonrojada por el calor de la mañana temprana y el sudor ya se acumulaba en los carnosos pliegues de su pálido cuello.- No podéis estar hablando en serio sobre lo de castigar a los Petrescu de la manera que he oído. No importa cuál haya sido su crimen, ningún cristiano merece semejante muerte.

-Marchaos, sacerdote.- Edward despidió al padre Vachel con un indolente gesto de la mano, como si se sacudiera al sacerdote de encima. Avanzó con paso resuelto hacia el grupo de hombres, dejándolo atrás. Los caballeros estaban reunidos en torno a dos hombres que ya cían uno al lado del otro en la arena, despojados de sus ropas y atados a estacas con los brazos y las piernas extendidas. Se detuvo a sus pies, mirando detenidamente a ambos. Las expresiones de sus rostros reflejaban su miedo. Edward cruzó los brazos sobre su ancho pecho y pronunció su sentencia.

-Stefan y Vladimir Pretescu, ha quedado demostrado que conspirasteis para asesinarme. No conseguisteis llevar a cabo vuestro objetivo, pero vuestro vino envenenado mató a cuatro de mis hombres. Moriréis por ello.

Edward concedió a los hermanos Pretescu un momento para comprender su destino. Miró al sol que se alzaba rápidamente en el horizonte y luego su mirada abarcó las ruinas de la ciudad.

-Sí, moriréis por el calor del sol o a manos de los infieles que vendrán desde todos los puntos del desierto, atraídos por el humo que aún surge de Al'Abar.

Stefan Petrescu apretó los dientes con bravura, pero Vladimir se derrumbó y empezó a sollozar, emitiendo súplicas de piedad casi incomprensibles. Edward desenvainó lentamente su espada sin que sus verdes ojos denotaran emoción alguna.

-O podéis tener una muerte más honrosa que la que planeasteis para mí.- continuó.

Vladimir siguió gimoteando, pero Stefan entornó, los ojos, sopesando a su señor.

-Queréis saber quién nos contrató.- afirmó llanamente. Alzó los hombros, luchando contra sus ataduras para mirar la cara surcada de lágrimas de su hermano. Tras una breve ojeada, su cabeza volvió a caer en la arena, vencida. Una muerte rápida era la única compasión que podían esperar; morir a manos de un hombre que debería estar muerto.

Stefan maldijo en voz baja, rehusando revelar la identidad del hombre que había tramado la conjura.

-Fuimos abordados en la corte.- soltó Vladimir.- Hicimos saber que éramos mercenarios y que nuestras espadas tenían precio. Mi hermano y yo no teníamos intención de convertirnos en asesinos, pero la recompensa por vuestra muerte era demasiado tentadora, milord. Oro, un buen castillo y tierras prósperas. A Stefan también le prometieron la dote que acompaña al matrimonio con vuestra hermana.

-Mi padre.- dijo Edward con calma, sin parecer sorprendido. Sabía, sin que se lo dijeran, que el viejo caudillo manejaba los hilos de la conjura. Pero quería estar seguro.

Vladimir asintió vacilante.

-El barón Cullen dice que sois un bastardo. Un engendro del diablo. Se hace viejo y está enfermo, pero está resuelto a que vuestro hermano menor, Jasper, herede su título y tierras. Tenía la esperanza de que murierais aquí en Tierra Santa, como tantos otros. De hecho, se sabe que los infieles os buscan en el campo de batalla para ganar la gloria de daros muerte. Hasta ellos han puesto precio a vuestra cabeza. Y, sin embargo, no habéis muerto. Cuando supo que el rey tenía la intención de enviaros de vuelta a casa, el barón Cullen lo arregló todo para que viajáramos aquí y nos uniéramos a vuestro ejército.

-¿Mi hermano Jasper es cómplice de esta traición?

-No sabría decirlo.- admitió Vladimir.- El chico no estuvo presente en ninguna de nuestras reuniones.

-¿Había alguien más implicado?

-No, sólo Stefan y yo. Pero tenéis que saber que la idea de envenenar el vino fue de Stefan, no mía.- confesó Vladimir.- Os lo suplico milord, tened piedad. No deseaba participar en esta venganza familiar y así se lo dije a Stefan.

-Pero no me lo dijiste a mí ¿Verdad, Vladimir?- preguntó Edward con suavidad.- Conocías el plan pero permaneciste callado, provocando así la muerte de cuatro hombres. Pagarás el mismo precio por tu traición.

-Has malgastado tu aliento, querido hermano.- dijo Stefan con sarcasmo, aunque sus ojos relampaguearon con odio hacia Edward Cullen.- Deberíais haber muerto.- afirmó dirigiéndose a Edward. Su voz tan sólo era un áspero susurro derrotado.- ¿Qué es lo que os mantiene con vida?

-La voluntad de Dios.- mintió Edward. Su inexpresiva mirada se movió despacio de un hombre a otro. Los aterrorizados ojos de Vladimir se abrieron de par en par mientras la espada del guerrero se movía hacia su cuello. Clavado al suelo, Vladimir no pudo evitar su destino, ni decir nada que disuadiera a su verdugo. El grito de Stefan para que afrontara la muerte con valentía fue ahogado por los gritos de su hermano.

Con ánimo sombrío, Edward se dio la vuelta, se alejó a grandes pasos de los Petrescu. Cuatro hombres habían muerto a traición. Dos más habían seguido el mismo camino por su mano. Y, a su espalda, las ruinas de la ciudad rebosaban de cadáveres. Edward calculó sus pérdidas mentalmente, planeando ya a qué caballeros y hombres de armas ascender para reemplazar a aquellos que nunca saldrían de Al'Abar. Su mente evocó imágenes de los muertos; hombres que habían reído, bebido, alardeado de su destreza hasta que fueron silenciados para siempre bajo el implacable sol de aquel lugar infernal. Pero siempre había otros para ocupar su lugar. Caballeros y peones, todos ellos ansiosos de oro y gloria. Y todos ellos hallarían la misma muerte que los que les precedieron.

Y Stefan Petrescu se preguntaba cómo podía sobrevivir Edward entre tanta destrucción. La respuesta era tan sencilla que le daban ganas de reír en voz alta: ya no le quedaba ningún temor a la muerte. Se había enfrentado al Cuarto Jinete todos los días de su vida durante los últimos tres años y se había acostumbrado a la constante presencia del espectro. Lo que mantenía con vida a Edward era, junto con su habilidad con la espada, la aceptación de la muerte. Un guerrero que lucha sin miedo comete pocos errores, con su mente liberada para concentrarse únicamente en la estrategia y las tácticas.

Sí, Edward conocía su valía para su rey y el reino. Tenía todas las características del guerrero perfecto: un cuerpo moldeado desde la infancia para el arte del combate, una mente educada en las estrategias militares de un millar de años e incontables culturas, y un corazón despojado de su alma largo tiempo atrás. Un guerrero semejante no dejaba más que violencia y destrucción a su paso, siendo un instrumento de la misma muerte. Para un guerrero así no había pensamientos de gloria y honor, ni regocijo y jactancia, tan sólo una impasible resignación. Otra batalla ganada. Otra le seguiría muy pronto.

Edward se dirigió hacia una tienda de franjas azules y blancas, la única que quedaba del campamento de asedio que se había levantado junto a la ciudad durante casi una quincena. Tras tomar una rápida comida y cambiarse de ropa, daría órdenes al ejército de avanzar rumbo al mar, hacia Inglaterra. Y hacia otra guerra.

Sí, en verdad el barón Cullen tenía motivos para temer su regreso. El viejo sabía que el poder de Edward crecería enormemente cuando el rey le enviara a participar en la guerra en Gales. Asesinar al lugar teniente favorito del rey no sería tarea fácil en Inglaterra. Ni siquiera en los brumosos bosques de Gales. Puede que hasta viviese lo suficiente co mo para heredar las tierras por las que el barón Cullen luchaba tan desesperadamente, intentado evitar que cayeran en sus manos.

-¡Sir Edward!- gritó el sacerdote, tirando de la manga del cruzado en un intento de lograr que se detuviera. Edward se limitó a sacudir se su brazo de encima y continuó sin cambiar el paso.

-Empezáis a incordiarme, sacerdote. Será mejor que echéis vuestras bendiciones sobre Al'Abar y que encontréis vuestro burro. No nos demoramos aquí.

No le disteis a los Petrescu una oportunidad de confesar sus pecados para que se pudieran encontrar con el Creador con la conciencia tranquila.- dijo el padre Vachel en tono desafiante, aunque parecía aplacado por el ajusticiamiento de los traidores. El abandonarlos vivos allí habría sido el mayor de los pecados.

-Yo escuché su confesión.– contestó Edward, con indiferencia.

-¡No blasfeméis!

Edward se encogió de hombros, con la atención puesta en los preparativos para la marcha de su ejército.

-Dad un paseo por las calles de la ciudad, sacerdote. Contad cuántos yacen muertos allí. Ninguno tuvo el beneficio de una confesión con un sacerdote cuando se encontraron con la muerte.

-No es lo mismo. Los pocos caballeros pertenecientes a vuestro ejército que dieron sus vidas valientemente en la batalla, no tenían necesidad de confesión.- dijo el padre Vachel, intentando razonar.- Y los infieles de la ciudad no tenían derecho a ella. Murieron por la voluntad de Dios.

-No.- dijo Edward despacio, volviéndose por fin para encarar al sacerdote.

El padre Vachel retrocedió ante la fría mirada de los ojos que no parpadeaban. Se llevó la mano al pecho, santiguándose para protegerse de lo que vio en ellos.

-Murieron por la mía.