Aptitudes
C.C. sabe que si alguien puede llevar a cabo lo extraordinario, liberándola de sus cadenas eternas, esa es Marianne Lamperouge. Tiene pálpitos con los prodigios. Pero a Marianne le gusta destruír y lo disfruta especialmente cuando cree tener un motivo fundamentado para hacerlo, sin que sea su propia sed de sangre, en el fondo la verdad.
Ni siquiera tan al fondo. Solo por eso, C.C. es más permisiva de lo que hubiera sido dos siglos antes, cuando el tedio de estar viva le permitía ponderar acerca de sus protegidos. Más que de cínica palabra.
No se le ocurre que Marianne, que se ve a sí misma como grande y magnánima, ni bien obtenga la razón de un rey débil e insignificante si se pone a un lado el poder de su gordo dedo para decidir sobre sus súbditos y los países por debajo de su yugo, que lo temen, podría poner en consideración su lealtad a una bruja que ni siquiera parece tener nombre propio.
(No parece recordar que debe a C.C. una ventaja sobrenatural considerable, que si bien no le proporcionó la victoria en el campo de batalla, numerosas veces se la facilitó y que si no fuese por esta, las intrigas del palacio y los movimientos perniciosos de sus rivales, la habrían ahogado ya tiempo atrás)
Tampoco piensa Marianne en las balas que han atravesado el cuerpo de C.C. cinco veces más en número que desde que la humanidad trajo al mundo semejante invento, desde que hicieron contacto. Bueno, es más barato que dispararle a un zorro y tengo que practicar. Con esa excusa y una sonrisa que compra mundos de los mortales pero levanta cejas de quienes no lo son, probó en la bruja desde ametralladoras hasta granadas y bombas nucleares. Dagas y cuchillos de carnicero. Cuerdas, comida envenenada para sus enemigos y de los mismos, a fin de librarse de ella.
(Ni hablar de cuando se le hinchó el vientre tras la boda)
