La saga The Legend of Zelda y sus personajes no me pertenecen, son propiedad de Nintendo.
Capítulo 1
Un resplandor en el horizonte
Un gran resplandor recorrió el firmamento, seguido casi al instante de un ruido ensordecedor. La lluvia caía con fuerza y la visibilidad era prácticamente nula a un par de pasos de distancia. El repiqueteo de los cascos de los caballos contra el empedrado de las calles era amortiguado por el sonido de la lluvia. Dos jinetes montados a caballo se precipitaron calle abajo en dirección a la muralla que rodeaba la ciudad, en dirección al gran portón que la separaba con el mundo exterior.
Tenía que darse prisa, su acompañante había conseguido abrir el portón para poder escapar, pero no sabían cuánto tiempo podría mantenerse abierto. Giraron una esquina y por fin la vieron. A sus espaldas escucharon más ruidos de cascos, los habían descubierto. Aceleraron el paso, ya casi habían llegado. Frente a ellos, en mitad del camino, apareció una mujer empuñando una lanza tipo guja, apuntándoles con ella. Quien le acompañaba sacó un cuchillo de su espalda y lo lanzó con gran maestría, derribando a aquella mujer. Al pasar junto a ella, vio que su cuchillo le había atravesado la garganta. Desvió la vista notando como su estómago se revolvía. Aunque aquella mujer era su enemiga, no le gustaba ver sangre derramarse, ya había visto demasiada durante aquellos últimos días.
Atravesaron el gran portón y exhaló con alivio. Giró la cabeza y vio que aún los perseguían, no pararían hasta darles caza. Cabalgaron por la llanura bajo la lluvia lo que le parecieron horas. Los caballos comenzaban a cansarse, pero no podían detenerse, debían seguir adelante. Después de todo lo que habían pasado para poder escapar de aquel infierno, no podían dejarse atrapar de nuevo.
Quien le seguía se paró de repente. Se detuvo también y se giró para ver qué sucedía.
— ¡Tú sigue adelante! —gritó su acompañante—. Yo los distraeré. Nos reuniremos más adelante. Ya te buscaré cuando pueda despistarlos.
— Pero…
— ¡Huye!
Se sobresaltó ante aquel fuerte grito. Afirmó con la cabeza y espoleó su caballo, poniéndose de nuevo en marcha. Giró un momento la cabeza y vio cómo sus perseguidores alcanzaban a su acompañante. Tragó saliva y rezó a las diosas para que lo mantuvieran a salvo.
Observó el horizonte desde el mirador que había en lo alto del árbol. No vio nada. Una semana atrás, por la noche, había observado un gran resplandor rojizo en el horizonte, al noroeste. ¿Un incendio tal vez? Era probable, pues a la mañana siguiente había podido ver una gran humareda en aquel mismo punto. Desde aquel día, todas las mañanas sin falta, había podido ver una pequeña columna de humo en aquel lugar, aunque solo por la mañana. Pero ese día no la había visto, estuvo largo tiempo observando el horizonte, buscándola, pero no la vio, ¿sería debido a la fuerte tormenta de la noche anterior?
Observó una zona más cercana, la linde del bosque, donde vio unos puntos moverse. Chasqueó la lengua. Monstruos. Desde aquel resplandor, varios tipos de monstruos entraban en el bosque y merodeaban por allí, principalmente bulblins y bokoblins. El Bosque Perdido era hogar de algunos tipos de monstruos, skulltulas, wolfos, babas deku, etc., pero aquellos monstruos eran totalmente diferentes, estaban organizados e iban armados. Siempre que los encontraba parecían buscar algo.
Saltó de la plataforma del mirador hasta otra que había a poca distancia más abajo y luego a otra aún más abajo, a varios metros. Para subir hasta allí arriba había una escala de cuerda, pero de aquella manera era más rápido bajar. Estaba acostumbrado desde pequeño a saltar y moverse por el bosque, poseía una gran agilidad y destreza, por lo que aquel salto no era nada para él.
A través de un puente de cuerda, llegó a su casa desde aquella plataforma. Cogió su espada, su arco y su gorro de color verde, a juego con su túnica, salió de casa y montó sobre su yegua, la cual estaba dentro de un pequeño establo construido junto a la casa. Agitó las riendas y ambos se pusieron en marcha a toda velocidad.
Tras pocos minutos de intensa cabalgata, gracias a que su montura ya tenía gran pericia atravesando el bosque, llegó al punto de destino. A varios metros de la linde, vio a aquellos monstruos que había visto antes comenzando a penetrar en el bosque. Bajó del caballo y le dio un par de palmadas tranquilizadoras.
— Espera aquí —le susurró.
Agazapado entre la maleza, se acercó hasta los monstruos.
— Bulblins —murmuró al verlos más de cerca.
Había cuatro bulblins delante de él, a pocos metros. Cargó su arco y disparó. Alcanzó a uno de ellos en el pecho, el cual se desplomó prácticamente al instante. Los demás se pusieron en alerta, buscando frenéticamente a su atacante. Disparó una segunda vez, matando a otra de aquellas criaturas al instante. Uno de ellos pudo ver la dirección en la que provenía el tiro, así que no tardó en correr en su dirección. Viéndolo venir, salió de entre los matorrales desenvainando su espada. Antes de que el monstruo pudiera siquiera reaccionar, lo apuñaló con gran rapidez en el estómago, atravesándolo.
El último bulblin cayó al suelo por culpa del miedo, pero pronto se levantó y salió corriendo despavorido. Antes de que su presa consiguiera salir del bosque, volvió a disparar con su arco. La flecha atravesó el cráneo del monstruo, dejando ver la punta asomando por la frente.
Oyó un ruido a su izquierda. Con rapidez, se giró y apuntó de nuevo. Un quinto bulblin intentaba escabullirse sin ser descubierto, agazapándose entre los arbustos. Guardó el arco y desenvainó nuevamente su espada. Él era un buen cazador y aquella era una presa muy fácil. Sin que sus botas hicieran el más mínimo ruido, se acercó lentamente hasta el monstruo, el cual no era consciente de que había sido descubierto. Una vez a su espalda, puso el filo de su espada en el cuello del bulblin, obligándolo a que se detuviera. El bulblin se giró ligeramente y lo miró aterrado.
— ¿Cuándo aprenderéis a no acercaros a mi bosque? —preguntó de forma retórica.
— Tú deber ser guardián bosque —dijo el bulblin.
— ¡Vaya! Si sabes hablar —exclamó sorprendido, era la primera vez que oía a un monstruo de aquellos hacerlo.
— Algunos aprender hablar lenguaje hyliano —respondió el monstruo con voz ronca.
— ¿Qué es lo que hacéis en este bosque? ¿Qué buscáis? —preguntó apretando el filo de la espada contra el cuello, un hilo de sangre oscura cayó por él.
— No poder decir —respondió el bulblin—, amo ordenar.
Apretó más la espada, amenazándolo.
— Tú amenazar, yo no responder —dijo el bulblin con una risa cascada.
Sin perder ni un instante más, con un pequeño gesto de su brazo, degolló al monstruo.
Aquello comenzaba a volverse algo rutinario. Matar unos cuantos monstruos, y luego quemar sus cadáveres para que no quedaran restos en el bosque, pronto se volvería algo normal en su día a día.
Con la ayuda de su yegua, arrastró a los bulblins fuera del bosque. Una vez allí, los apiló unos encima de otros, alzó ligeramente su mano con la palma hacia arriba, se concentró e hizo aparecer una llama anaranjada en su palma. Lanzó la llama contra los bulblins y éstos comenzaron a arder con rapidez. El humo de la fogata desprendía un hedor insoportable, pero debía cerciorarse de que el fuego se mantenía encendido y de que no se extendiera y provocara un incendio en el bosque.
Una vez que no quedaba ni rastro de los bulblins y tras apagar el fuego con un gesto de su mano, volvió a montar sobre su yegua y regresó a casa. Había perdido un valioso tiempo, al día siguiente tenía que viajar hasta Kakariko y tenía que hacer y preparar muchas cosas antes de hacerlo, pero su deber era guardar y proteger el Bosque Perdido, tal y como habían hecho sus antepasados antes que él, no podía dejar que aquellas criaturas infectas camparan a sus anchas por él.
No tardaron en llegar a casa. Dejó a su yegua en el establo, le quitó la silla y las riendas y subió la escalera que llevaba a la puerta de entrada, sobre una plataforma.
La casa estaba construida en el interior del tronco de lo que había sido mucho tiempo atrás un enorme árbol que ahora no tenía copa, en el extremo de un amplio claro, junto a un pequeño lago. Era circular y tenía tres plantas más un sótano. En una de las ramas del árbol que quedaban podía verse una polea con una cuerda que llegaba hasta el suelo y un gancho en el extremo. Desde la plataforma que había frente a la puerta de entrada, salían un par de puentes colgantes que comunicaban con otras plataformas construidas sobre otros árboles. Una de aquellas plataformas era la que conducía hasta el mirador situado en uno de los árboles más altos del bosque; la otra quedaba justo encima del lago, a varios metros sobre él. Aquella parte del lago era profunda por lo que la plataforma era perfecta para tirarse al agua y darse un buen chapuzón, pescar o simplemente observar su cristalina superficie y la flora y fauna que habitaban en él.
Nada más entrar en la casa, en la planta baja, había una amplia sala que ocupaba toda la planta. Había una mesa, cuatro sillas, una cocina de leña, un aparador y una pequeña chimenea. En un rincón, en el suelo, había una trampilla que conducía al sótano, el cual usaba como despensa. En el centro de la sala había una escalera de caracol que subía hasta las plantas superiores. Al igual que la de abajo, la planta de arriba solo tenía una sala, en la cual había un par de camas, situadas ambas en lados opuestos de la habitación, dos armarios, un baúl, unos cuantos estantes con libros en la pared, un pequeño mueble con un barreño encima frente a un pequeño espejo colgado de la pared y, tras una mampara de madera, una tina para el baño, la cual solo usaba en invierno, cuando el agua del lago estaba demasiado fría para que él no la soportara. La última planta estaba prácticamente sin usar, era más pequeña y estaba llena de polvo y trastos viejos.
Cogió un pequeño paño que había sobre una de las sillas y se secó el sudor. La temperatura dentro del bosque, y especialmente dentro de la casa, era bastante más fresca que en otras zonas, pero, aun así, aquel día era uno de mucho calor y humedad, al fin y al cabo estaban en pleno verano. Subió a la primera planta, donde se quitó la ropa y cogió una toalla. Volvió a salir de la casa, caminó hasta una de las otras plataformas y saltó de cabeza, zambulléndose en las frescas aguas del lago.
Estuvo varios minutos sumergido en el agua, podía aguantar mucho tiempo sin tener que salir a respirar, disfrutando de aquella sensación de frescor sobre su piel. Cuando salió a la superficie, se echó su pelo rubio hacia atrás, apartándolo de sus ojos, y contempló sus alrededores, los magníficos árboles del Bosque Perdido. Pensó en la vida que llevaba, en aquella vida pacífica y tranquila. La adoraba. Viviendo del bosque, respirando su aire limpio y fresco, sin ajetreos, sin prisas, todo era perfecto, aunque echaba de menos algo de compañía.
Desde que su tío muriera dos años atrás, había vivido en completa soledad en aquel lugar apartado. No podía abandonarlo, su familia había guardado y protegido el aquel bosque y los secretos que escondía desde hacía generaciones. Su única interacción social se limitaba a cuando visitaba el pueblo de Kakariko para vender y comprar. Conocía a todos y cada uno de los habitantes del pueblo, incluso había algunos a los que consideraba amigos, pero no podía ir con frecuencia, sus deberes lo ataban al bosque. Pese a eso, adoraba estar allí, no se imaginaba viviendo en ningún otro lugar.
Aunque mucha gente creyera que era una vida aburrida y solitaria, el no consideraba que estuviera solo del todo, tenía a su yegua, también muchos animales del bosque se acercaban a él de forma amistosa y había hecho buenas migas con una pequeña comunidad de matorrales deku que vivían en una zona algo más profunda del bosque.
Cuando creyó que ya se había refrescado lo suficiente, salió del agua. Estuvo tentado a tumbarse sobre la hierba y secarse bajo los rayos del sol, pero ya había perdido mucho tiempo, tenía trabajo que hacer. Se secó rápidamente y se vistió.
Del establo cogió un hacha y se internó entre los árboles. No muy lejos de allí encontró un árbol medio caído, las ramas se habían enganchado a las de otros árboles impidiendo que se cayera por completo. Algunas zonas del árbol estaban ennegrecidas, calcinadas, había sido alcanzado por un rayo la noche anterior. Sostuvo el hacha con ambas manos y comenzó a golpear con ella la base del árbol, por donde se estaba partiendo.
— Están cerca de nuestro santuario —dijo un matorral deku.
— Hemos intentado detenerles, pero consiguen defenderse de nuestros ataques —dijo otro.
— No os preocupéis —respondió—, me he enfrentado con algunos de ellos esta mañana cerca de la linde, no son problema para mí.
Aquellos matorrales deku eran extrañas criaturas, a simple vista parecían plantas, su cuerpo estaba hecho de madera, tenían hojas en la cabeza como si fuera pelo y sus ojos degradaban del rojo al amarillo. Solían ser bastante agresivos con los desconocidos y muy territoriales, pero cuando conseguías ganarte su respeto y amistad eran unos seres simpáticos, leales y sumamente educados.
Había ido hasta el poblado deku para comprobar que todo fuera bien, que ningún monstruo hubiera conseguido penetrar en lo profundo del bosque, pero no había sido así. Los matorrales deku le habían informado que un grupo de bulblins merodeaban cerca del santuario. Debía impedir como fuera que entraran, no solo era un lugar sagrado para los deku, allí también guardaban un objeto muy valioso que su tío les había confiado algunos años atrás, un objeto de suma importancia.
Sin perder ni un segundo más, se dirigió a toda prisa al santuario acompañado por uno de los matorrales deku. Tardaron apenas unos minutos en llegar y, cuando lo hicieron, se agazaparon entre los arbustos y observaron. La entrada al santuario estaba en una gran pared de roca, en la parte baja de un precipicio, sin árboles ni arbustos a varios metros a la redonda. Había seis bulblins, dos de ellos examinando la entrada y los otros cuatro vigilando los alrededores.
Él y el matorral deku debían actuar con mucha cautela si querían salir ilesos del enfrentamiento.
— ¿Qué vamos a hacer, señor? —preguntó en voz baja el deku.
— Quiero que te quedes aquí, yo iré hasta ese otro extremo —indicó señalando el otro lado del claro—. Cuenta hasta diez y, cuando lo hagas, dispara nueces y piedras. Si ves que alguno se te acerca, escóndete, cuando no haya peligro, vuelve a disparar. ¿Entendido?
El matorral deku afirmó con un gesto.
— Mientras tú los distraes, yo intentaré acabar con ellos con mi arco y mi espada. Ten cuidado de no darme a mí cuando esté allí —añadió con una sonrisa.
— Sí, señor.
Manteniéndose agazapado, corrió de forma silenciosa hasta el otro extremo del claro. Una vez posicionado, observó cómo una lluvia de nueces y piedras caía sobre los bulblins. Éstos se giraron en dirección al origen de los proyectiles, por lo que aprovechó aquella distracción para tensar su arco y disparar. Disparó con gran rapidez dos veces seguidas alcanzando por la espalda a dos bulblins, quienes cayeron instantáneamente al suelo. Los cuatro restantes se giraron hacia él, pero una nueva lluvia de proyectiles cayó sobre ellos.
Decidió cambiar su posición para confundir aún más a aquellos monstruos. Volvió a disparar y alcanzó a otro más. Observó como uno de los bulblins indicaba a los otros dos restantes algo, no podía entenderlos, aquellos gorjeos eran inteligibles para él, pero observó cómo se separaban. Uno de ellos se acercaba a la posición donde estaba él, otro se dirigió hasta donde estaba el matorral deku, el cual seguramente ya se había escondido. El bulblin que había dado las órdenes permaneció junto a la entrada, vigilando.
Dio unos pasos silenciosos hacia un lado, se escondió entre los arbustos y esperó a que el bulblin se acercara. El bulblin llegó hasta donde él había estado segundos antes y miró a su alrededor, buscándole. Sonrió. Sus ropas verdes lo ayudaban a camuflarse, por lo que a aquellas criaturas les costaba encontrarle cuando se escondía entre la espesura del bosque. Con cuidado de no ser descubierto, desenfundó el cuchillo de caza que llevaba colgando de su cinturón. Rápidamente, salió de entre los arbustos y se abalanzó sobre el bulblin, el cual no tuvo tiempo de reaccionar y detener el cuchillo que se dirigía a su abdomen.
Oyó de nuevo los gorjeos del bulblin líder y vio como el otro corría hacia él. Recogió su cuchillo y salió al claro mientras desenvainaba su espada. El bulblin alzó su espada y la cargó contra él, pero pudo bloquearla con su cuchillo. Antes de que el monstruo volviera a atacar, empuñó con firmeza su espada y dio una rápida y fuerte estocada, clavándosela justo debajo del esternón. Desclavó la espada y dejó que el bulblin cayera al suelo. Solo quedaba uno.
— Maldito guardián —dijo con voz áspera el bulblin.
El bulblin del día anterior también lo había llamado "guardián". ¿Cómo era que aquellos monstruos sabían que él era el guardián del Bosque Perdido? Aquello no era precisamente algo de conocimiento general en Hyrule, ni siquiera en Kakariko sabían lo que él hacía realmente en el bosque, todos creían que era un simple cazador.
Una piedra voló hacia el bulblin, chocando contra su cabeza y haciendo que cayera al suelo de forma inmediata.
— Buen trabajo —felicitó al deku, el cual salió de entre los arbustos—. Ha sido un gran tiro.
— Gracias, señor.
Se acercó y se agachó junto al bulblin caído y le tomó el pulso.
— Todavía está vivo —le dijo al deku.
— No os preocupéis, señor, nosotros nos ocuparemos del resto.
— ¿Estás seguro?
El deku afirmó.
Permaneció pensativo unos momentos, sopesando aquella opción, y finalmente se levantó, dejándolo todo en manos de los matorrales deku. Volvió al poblado para recoger a su caballo y regresar a casa.
Aquella noche volvió a verlo, volvió a ver aquel resplandor rojizo en el horizonte. Era menos intenso que la última vez, pero igualmente preocupante. ¿Qué estaría pasando en aquel lugar? ¿Por qué los monstruos no dejaban de entrar en el bosque desde que apareció por primera vez aquella luz?
Al día siguiente se levantó temprano, cuando las primeras luces de la mañana asomaban en el horizonte. Le encantaba ir a Kakariko, pero odiaba tener que levantarse antes de la salida del sol para ello. Se desperezó y se lavó la cara, observó unos instantes su reflejo en el espejo, podía ver claramente en sus ojos azules la falta de sueño. Se quitó su pantalón de dormir y se vistió. Intentó peinarse y recogerse su rebelde cabello sin demasiado éxito, como siempre, unos mechones rubios cayeron a ambos lados de su cara. A veces no entendía ni por qué lo intentaba.
Como esos últimos días, decidió no ponerse camisa bajo la túnica, demasiado calor, por lo que optó por su túnica verde, pantalón ocre, botas y guantes de piel marrón y, por supuesto, su inseparable gorro puntiagudo a juego con la túnica. En Kakariko solían decirle que su forma de vestir era extravagante, llamativa, pero a él le traía sin cuidado, le gustaba aquella ropa y era muy cómoda y práctica para moverse por el bosque.
Ensilló a su yegua y enganchó en la silla todo lo que necesitaba para el viaje. Montó y ambos se encaminaron hasta la salida del bosque. Una vez fuera, pusieron rumbo al nor-noroeste.
Extrañamente, no se cruzó con prácticamente nadie por el camino. Era raro, pues solía haber muchos comerciantes a aquellas horas de la mañana que iban y venían por los caminos.
Tras cerca de tres horas de marcha, llegó por fin a Kakariko. No era un pueblo muy grande, apenas cuatro calles y una plaza central, pero siempre estaba lleno de vida. Servía de lugar de paso de muchos viajeros y de mercado para las aldeas y granjas de la zona y para los goron que vivían montaña arriba. Pero, por alguna extraña razón, aquel día se respiraba un ambiente tenso. Pocos sonreían y miraban con recelo a cualquier desconocido que entrara en el pueblo.
Tras descargar todo lo necesario, dejó a su yegua en un establo junto a la entrada del pueblo y le dio unas rupias al mozo que se encargaba para que cuidara bien de ella. El niño le dio las gracias con una sonrisa.
Bajo uno de sus brazos, cargaba con una gran pata de ciervo cazado el día anterior y, sobre el hombro contrario, un fardo de pieles curtidas. Pese a que era verano, las pieles aún se vendían bien, eran necesarias para calzado, guantes y muchas prendas de ropa de trabajo, como los delantales de los herreros. Con la venta de todo aquello, podría sacar dinero suficiente para comprar varias cosas que necesitaba: miel, pan, plantas medicinales que no se encontraban en el bosque, algunos utensilios y quizá, si le sobraba suficiente dinero, podría llevar su cuchillo al herrero para que se lo afilara. Normalmente era él mismo quien se encargaba de su mantenimiento, pero el trabajo de un buen profesional era siempre de mejor calidad.
— ¡Ey! —oyó a alguien llamar.
Se giró en dirección a aquella voz. Vio a un chico joven, algo menor que él, acercarse a toda prisa.
— Mi padre ya estaba ansioso de que aparecieras —dijo el chico—. Dice que tus pieles son las mejores, que las necesita para un encargo muy importante.
— Dile a tu padre que voy enseguida —respondió con una sonrisa—, primero quiero ir a vender la carne.
— De acuerdo, te esperamos.
Se despidieron y se encaminó de nuevo en dirección al puesto del carnicero. No le gustaba mucho aquel hombre, era tacaño y malhumorado, tenía que regatearle hasta la última rupia cada vez que le vendía algo, pero por la carne de ciervo uno podía sacar una buena cantidad de dinero, no podía perder aquella oportunidad.
Tras una larga, aunque fructífera, discusión con el carnicero, se dirigió a su siguiente destino, la zapatería. Allí Kordel, el chico de antes, le esperaba junto a su padre, Ferse. La transacción fue rápida y fácil. Ferse siempre pagaba un buen precio por aquellas pieles, con ellas podía hacer botas de muy buena calidad, botas por las que el zapatero también sacaba un buen puñado de rupias.
— ¿Te has enterado? —le preguntó Ferse mientras comprobaba las pieles—. Al parecer algo gordo ha ocurrido en la Ciudadela de Hyrule.
La Ciudadela. Años atrás la había visitado varias veces con su tío, pero no recordaba muy bien el lugar, solo que era un sitio muy agobiante y lleno de gente. Si no recordaba mal, estaba situada al noroeste del bosque, aproximadamente en el mismo lugar de donde provenían las columnas de humo de aquellos últimos días.
Negó con la cabeza.
— Han cerrado las puertas de la ciudad y no dejan ni entrar ni salir a nadie —contó Ferse—. Se dice que hace unos días fue invadida por un ejército proveniente del oeste. Nadie los vio venir. Al parecer usaron artes oscuras para mantenerse ocultos y entrar sin que nadie se diera cuenta.
— ¿Es por eso que todos parecen tan desanimados?
— Mucha gente tiene familia en la Ciudadela —respondió Kordel—. No hay noticias de lo que está ocurriendo dentro de las murallas, ni de los habitantes, ni del ejército, ni siquiera de la familia real. Nada. Lo poco que sabemos de lo ocurrido es lo que cuentan los que consiguieron escapar durante el ataque.
Permaneció pensativo. Ahora no tenía ninguna duda de que aquellos resplandores y columnas de humo provenían de la Ciudadela. La situación era muy grave, solo era cuestión de tiempo de que aquello que estuviera pasando en la capital del reino afectara a los pueblos vecinos, a Kakariko e incluso al Bosque Perdido.
Salió de la zapatería y se encaminó hasta la siguiente tienda que debía visitar. Mientras lo hacía, observó una casa de dos plantas que había al otro lado del pueblo, sobre una pequeña cuesta. Apartó enseguida la vista. Nunca permanecía mirándola mucho tiempo, siempre que la veía comenzaba a sentir nostalgia.
Comentarios: Ya han pasado unos cuantos meses desde la última vez que publiqué algo. Me hubiera gustado comenzar a publicar este fanfic antes, pero entre que estuve algún tiempo algo falta de inspiración y que tenía otras cosas pendientes, no he podido hacerlo.
Aquellos que habéis leído este primer capítulo espero que os haya gustado y que sigáis leyendo el resto de la historia, la cual es la más larga que he escrito hasta ahora.
Como en mis anteriores fics, iré publicando cada dos semanas.
Por último, quiero agradecer a Alfax por haber sido de nuevo mi beta reader y por sus correcciones.
Bye!
