Un ser indefinido. Kobato no vivía, pero tampoco estaba muerta. Un espíritu con una misión fallida. La nada misma.
Kyoukazu observó atónito cómo una luz azul rodeaba a la muchacha.
Tú eres − pronunció con una de sus características sonrisas− la persona más importante para mí.
Siempre lo has sido − continuó− Y siempre lo serás.
Fujimoto corrió sin ser realmente consciente del movimiento de sus piernas. Golpeó la barrera de luz que los separaba, esperando romperla con la única mano que era capaz de utilizar tras su accidente.
No te vayas – dijo al fin y una luz iluminó su pecho, formando un pequeño dulce que se alzó hacia Kobato.
El dulce de Fujimoto-san es cálido como él…− susurró ella.
Kobato sostuvo el pequeño caramelo mientras cerraba los ojos, intentando detener las lágrimas que brotaban de sus ojos. El conejo volador batió sus alas antes de sacudir la flor que sostenía.
Eso no es un regalo. ¡Es una maldición! – gritó Iorogi mientras pétalos de cerezo rodearon la muchacha.
Kyokazu no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Todo era demasiado confuso. Pero su mente logró procesar que esa sería la última vez que la vería.
¿Qué está pasando? – preguntó él.
Hay un lugar al que debo ir – fue su simple respuesta.
Kobato alzó la mirada mientras sonreía.
Adios − pronunció por última vez antes de desaparecer.
Y Kyokazu comprendió, que había perdido algo sumamente importante. Kyokazu comprendió que amaba a Kobato.
El conejo volvió a mover la maldita flor y Fujimoto se desplomó en el parque donde la había encontrado.
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Cuando Kyokazu despertó tras aquella fatídica noche, sintió un enorme vacío que duraría cuatro años. Un vacío inexplicable, inigualable y desgarrador.
Kobato había desaparecido, y con ella, todos los recuerdos que habían creado.
