Todos los personajes pertenecen a Hidekazu Himaruya, sin ánimos de lucro.
Capítulo I — La idea de Feliciano
Antonio se encontraba limpiando su cafetería observando el panorama, mientras veía de reojocómo la gente se divertía conversando alegremente sobre sus cosas, compartían el helado que recién habían comprado y algunos aprovechaban el ambiente para declararse a su ser querido.
Aunque no era envidioso y nada por el estilo, a veces pensaba en cómo podría ser su vida si conociera a su media naranja. Nunca había estado con nadie por lo que había momentos en que no comprendía lo que sus amigos hablaban, cuando éstos mencionaban sus experiencias con sus parejas.
Era un día de otoño, y muchos estudiantes universitarios solían pasar por allí, antes o después de rendir, ya que era un lugar bastante tranquilo. Además, era conocido por el buen servicio del español, que siempre les atendía con una hermosa sonrisa y de buenos ánimos.
Tras terminar de barrer el piso, Antonio fue detrás del mostrador, para seguir atendiendo a los que llegaban. Apenas consiguió sentarse por un rato en una butaca, mientras esperaba que los clientes decidieran que se deseaban pedir, cuando ingresaron al local un muchacho alegre y energético junto a un alemán bastante serio.
El italiano fue rápidamente hacia el mostrador, porque tenía bastante hambre. Antonio ya los conocía, ya que eran clientes muy frecuentes y se sabía de memoria lo que pedían.
—¿Lo de siempre? —preguntó el español, aunque ya estaba seguro de la respuesta.
—¡Sí, sí, sí! —respondió Feliciano.
—Nos sentaremos en donde siempre —aseguró Ludwig, quien tomó del brazo a Veneciano, tratando de despegarlo del escaparate.
Sin embargo, mientras Antonio preparaba la orden para los recién llegados, otros clientes comenzaron a llamarlo. El dueño de la cafetería no tenía otros meseros, así que tenía hacerlo todo. Se apresuró rápidamente en servir a los dos europeos y luego ir a atender a los demás.
Mientras Feliciano disfrutaba de su pastel de fresa, observó lo mucho que estaba trabajando el encargado de aquel lugar. Se le notaba el cansacio, pese a que trataba de lidiar con todos los demás con una sonrisa y con buen humor.
—¿No crees qué tiene demasiadas cosas qué hacer? —el italiano se asombraba de la velocidad a la que atendía el español—Ve~
—Si quiere ganar dinero, tendrá que esforzarse duro —contestó el rubio, mientras bebía el café negro.
—Yo creo que necesita de romance...
—¡No! —interrumpió Ludwig, quien ya sabía hacia donde se dirigía Feliciano —Definitivamente, no.
—Pero, ¿por qué no? ¡Si a todos les hace bien un poco de amor! —declaró Veneciano, lleno de pastel alrededor de su boca.
Aunque quería detener al muchacho de aquella loca idea, Ludwig sabía que no había forma de parar a Veneciano. Lo único que le quedaba era escuchar cuál era esa idea que había tenido.
—¿Y qué se supone qué quieres hacer? —interrogó un abatido alemán.
—Deberíamos llamar a mi hermano para que lo conozca —contestó con algo de inocencia el italiano.
—¡No! —gritó el alemán.
Pero esta vez todos los que estaban presentes en aquella confitería miraron hacia la mesa de Ludwig y Feliciano. El primero se llevó la mano al rostro, con algo de vergüenza por haber llamado de esa manera la atención, pero el segundo seguía comiendo aquel pedazo de pastel como si nada hubiera sucedido.
—¿Está todo bien? —preguntó Antonio, cuando se aproximó a ambos.
—Quería saber si... —pero el alemán rápidamente posó su mano sobre la boca de Veneciano y evitó que hablara de más.
—Sí, está todo bien —explicó Ludwig, que a su vez le daba una mirada de reproche a su acompañante.
—¿Seguros? —el español tenía un poco de dudas por el extraño comportamiento del rubio.
—No te preocupes.
—Me avisan cualquier cosa, entonces —afirmó el dueño de aquel lugar y se fue a la siguiente mesa para servir café.
Una vez que se aseguró que Antonio no pudiera escucharlos, Ludwig sacó su mano y dejó que Feliciano pudiera hablar. Éste estaba algo extrañado, ya que no veía nada mal en su plan.
—¿Por qué hiciste eso? ¿No crees qué se llevarían...?
—¡No! Conoces de sobra a tu hermano —dijo de manera terminante.
No obstante, luego miró a Feliciano quien estaba algo triste, ya que hacía mucho tiempo que no estaba tan entusiasmado con una idea. El rubio suspiró, sabía que no le quedaba otra que ceder.
—Bueno, supongo que no perderías nada con intentarlo —afirmó finalmente Ludwig, para alegría del italiano.
—¿De verdad crees eso? ¡Sí!
—Al menos, conversa con Lovino —le aconsejó el de ojos celestes.
Quizás pasaron unos veinte minutos más, y luego decidieron que era hora de irse. Como era costumbre, era el rubio quien pagó la cuenta, en tanto Feliciano se limitaba a agradecerle a éste y a despedirse de Antonio.
Ambos acordaron en ir al departamento del italiano, quien vivía junto a su hermano mayor. Mientras que el muchacho de cabello marrón claro se divertía al observar el ambiente que les rodeaba, el alemán sólo se estaba imaginando todas las posibles reacciones de Lovino. Y ninguna lucía favorable. No obstante, prefería complacer a Feliciano, así que haría lo que siempre hacía, que era soportar los ataques de Romano.
Éste último se encontraba en el departamento, quejándose y quejándose porque no sabía dónde estaba su hermano. Además, no había nada apetecible en el refrigerador, lo que empeoraba su humor. El mayor de los dos hermanos se fue al balcón, pues quería saber si Feliciano ya estaba cerca de allí.
—¡Tonto, tonto, tonto! —gritaba el irritado italiano, quien había tenido un día bastante aburrido en la universidad.
De repente, se dio cuenta que su hermano menor estaba viniendo, como siempre, acompañado del rubio, quien no le caía muy en gracia. Es más, le hacía notar su disgusto en cada oportunidad y cada vez que se veían.
El menor fue corriendo hacia el edificio, mientras que el rubio caminaba a un ritmo tranquilo, no estaba muy apurado por escuchar a Romano quejarse y reclamar por todo lo que sucedía. Sin embargo, Feliciano le apresuraba para entrar.
El alemán pensó si había alguna manera de zafarse de ello, pero al ver al menor de los dos italianos con aquella expresión tan alegre, le era imposible negarse a nada. Esa era su pelea de todos los días, entre sus sentimientos y la razón, la cual no era aplicable de ninguna manera a Feliciano.
—Ya voy, ya voy —dijo Ludwig para calmar un poco a su pareja.
—Apúrate, nos está esperando —aseguró Veneciano, quien estaba ansioso por saber cuál sería la respuesta que le daría su hermano mayor.
Romano ya los estaba esperando en la sala de estar, bastante molesto. Nadie le había dicho nada y a decir verdad, se sentía bastante excluido la mayoría de las veces. Así que se sentía con todo el derecho del mundo de reclamar a su hermano menor.
Tras unos aburridos cinco minutos, Ludwig y Feliciano aparecieron en aquel lugar, al que éste último llamaba hogar. El departamento se encontraba en el octavo piso, así que se tardaba un poco en llegar hasta allí.
—¡Hermano, hermano! ¡Tengo algo que decirte! —corrió Veneciano hasta su hermano, que estaba sentado en un elegante sofá blanco.
—¡Tonto, tonto, tonto! ¡Te olvidaste de mí! —se quejó el muchacho de ojos color miel.
—¡No te enojes, hermano! Hay algo que quiero contarte —explicó Feliciano, quien trataba de calmar al mal genio de Romano.
Sin embargo, antes de decir algo más, Lovino se dio cuenta que detrás de su hermano estaba el alemán.
—¡¿Tú, otra vez? —exclamó molesto el mayor de los dos italianos y luego se dirigió a su hermano —¿Te sigues juntando con el loco de las papas, Feliciano?
—Siempre es un gusto verte —
—¡No te pongas así! Él y yo estábamos hablando de ti y teníamos una idea que queríamos contarte —aseguró Veneciano, quien se ponía nervioso porque no podía calmar a su hermano.
—No me metas en esto —afirmó el alemán, aunque era inútil decirlo.
Romano estaba bastante enojado, pero decidió darle una oportunidad a su hermano, cosa que ocurría en muy raras ocasiones.
Mientras Veneciano intentaba convencer a su hermano mayor, ya había llegado las seis de la tarde y Antonio creyó conveniente cerrar un poco más temprano. Quería tener un poco de tiempo para recorrer aquel tranquilo pueblo, antes de que se oscureciera por completo. Dejó el delantal que habitualmente utilizaba y salió del local.
Aún había muchísimo movimiento por los alrededores y el tiempo era lo suficientemente agradable como para dar un paseo por ahí. Necesitaba despejar su mente, aunque sea por una media hora, ya que trabajaba prácticamente todos los días y nunca se daba un momento para distraerse, cosa que le gustaría hacer con más frecuencia.
Llegó hasta la plaza principal de aquel pueblo, que se encontraba en el centro mismo de éste. La gran mayoría de los festivales, además, se desarrollaban ahí. Muchos jóvenes solían encontrarse allí y pasar horas conversando, mientras que otros preferían aquel espacio abierto para leer tranquilamente. Los mayores también aprovechaban para dar una caminata por allí e incluso jugar al ajedrez, entre otras cosas.
Con un poco de suerte, el español consiguió un banco donde sentarse. Tras respirar profundamente, se dio cuenta que su vecino también andaba por allí y cómo era costumbre de éste, estaba rodeado de atractivos hombres y mujeres. Antonio se preguntaba cómo demonios Francis conseguía ser siempre el centro de atención.
—Si por lo menos tuviera a alguien —se dijo el muchacho de ojos verdes mientras miraba al francés conversando tan alegremente.
El español se recostó por el banco y decidió que no pensaría en nada más. Dirigió sus ojos hacia el cielo, que contaba con escasas nubes. Trató de poner su mente en blanco, pero por más que lo intentaba, más difícil le parecía. Además, había un montón de parejas sentadas sobre el césped, que no estaban haciendo silencio precisamente.
—Supongo que algunos simplemente no tenemos suerte —se convenció el español, con una sonrisa algo melancólica.
Se levantó y regresó a su tienda, ya que su apartamento se encontraba en el piso superior. Era un día más en su vida, así que no tenía porqué desanimarse, aunque ganas no le faltaban.
En otra parte del pueblo, Feliciano procuraba disuadir a Romano de su idea, pero éste le contestaba siempre con un rotundo no. El primero se estaba a punto de dar por vencido, hasta que el alemán, harto de la forma de actuar de Lovino, resolvió intervenir, pese a que su conciencia le estaba diciendo que no lo hiciera.
—Si aceptas, tendrás comida gratis —aseguró el rubio, quien sabía muy bien cuál era la debilidad de los dos italianos.
—Mmm... —pero el muchacho de ojos color miel no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente —No.
—¿Quieres pasta, entonces? —Ludwig trataba de recordar que la única razón por la cual estaba haciendo lo que estaba haciendo era por Feliciano.
—Bueno, está bien... ¡Pero esto lo hago por Feliciano, no por ti, idiota de las papas! —exclamó el orgulloso italiano.
—Sí, sí, lo sé.
A la mañana siguiente, todo parecía que sería un día como cualquiera. Antonio se levantó bastante temprano, ya que sabía que un montón de estudiantes solían pasar por su cafetería antes de entrar a clases y era un buen negocio. Aunque ese día en particular hubiera preferido quedarse en la cama y dormir toda la mañana.
Por su lado, el alemán aprovechó la oportunidad para beber algo de café antes de ir a clases, ya que había tenido una noche bastante problemática, y estaba un poco exhausto. Además, le diría a Antonio lo que Feliciano había estado planeando. Bueno, al menos, una parte.
—¡Buenos días! —saludó el español al ver que el rubio ingresaba al local —¿Café negro como siempre?
—Sí —contestó Ludwig, que en lugar de sentarse en la mesa que usualmente ocupaba con Feliciano, esta vez prefirió estar en el mostrador —. Por cierto...
—¿Qué sucede? —preguntó el muchacho mientras servía aquella caliente bebida.
Aunque seguía pensando que era una idea un tanto estúpida y que no debían meterse en la vida de otras personas, el de ojos celestes continuó con lo que estaba diciendo.
—Feliciano tiene una sorpresa para ti, te la mostrará esta tarde —explicó Ludwig con simpleza, a la vez que probaba un sorbo del café negro que había pedido.
—¿Una sorpresa? ¡Pero no es mi cumpleaños! —contestó Antonio, quien estaba asombrado por el detalle.
—Fue su idea —respondió el rubio —. Bueno, deberías juzgarlo por ti mismo cuando lo veas.
Era la mejor noticia que había recibido, aunque ahora estaba entusiasmado con la idea de un regalo. Pero, ¿qué podría ser? No podía negar, estaba sumamente intrigado por la supuesta sorpresa.
—Bueno, me voy —se despidió el alemán, y debajo de la taza, dejó el pago con algo de propina.
El resto del día fue un completo desastre, ya que Antonio no podía dejar de pensar qué era lo que se traía entre mano el muchacho de cabellos castaños. Se equivocó varias veces con los pedidos y por poco, no derramó un vaso de agua a un cliente. Pero es que simplemente quería saber qué le estaba esperando aquella tarde.
Alrededor de las tres de la tarde, el español seguía bastante entusiasmado, cuando Feliciano entró a la tienda.
—¡Antonio, te quiero presentar a alguien! —exclamó Venecano a quien no le importaba mucho que el resto de la clientela le escuchara.
—¡Tonto, para esto me traes hasta aquí! —se quejó alguien que estaba detrás de la puerta.
—¿Está todo bien? —el español estaba algo consternado.
—¡Claro que sí! —respondió el italiano, mientras jalaba a su hermano mayor para que entrara —¡Hermano, entra!
Con mucho esfuerzo, Feliciano consiguió que Lovino entrara a la cafetería. Éste miró de pies a cabeza a Antonio y luego se dirigió a su hermano.
—¡¿Me querías presentar a éste? —reclamó Romano.
—Les dejó para que se conozcan, ¡adiós! —el menor de los hermanos salió corriendo antes de que Lovino pudiese decir algo más.
—Bueno, mucho gusto —dijo algo nervioso el español, mientras que le pasaba la mano al italiano.
¡Gracias por leer~!
