Disclaimer: nada me pertenece, porque todo es de George Martin (y de la HBO).

Esta historia participa en el reto "La muerte es tan… definitiva" del foro Alas Negras, Palabras Negras. El primer capítulo también forma parte de los Desafíos del mismo foro. Es para Dani Valdez, tarde pero seguro.

El desayuno

Cersei había escuchado que a los hombres gordos y viejos se les solía parar el corazón. Un buen día se llevaban la mano al pecho y caían fulminados al suelo, jadeantes y macilentos, y cuando sus esposas daban con ellos sus latidos ya se habían apagado y sus cuerpos se encontraban fríos y rígidos, sin vida.

Robert era cada día un poco más de ambas cosas; quizá no lo suficientemente viejo, pero estaba segura de que ya debía estar lo suficientemente gordo. Había regado todo el desayuno con una fuerte cerveza negra y lo engullía de tal forma que la hacía pensar que su señor esposo prescindía de la habilidad de respirar. Mientras veía como los huevos, la panceta y el pescado frito desaparecían en la cueva oscura que era su boca, se contuvo para no vomitar.

Apenas podía recordarle como el hombre que fue una vez, tan alto, fuerte, vigoroso, tan majestuoso y bello como solo podía serlo un rey. El día de su boda se sentía como se debían sentir las doncellas de las canciones, aunque Cersei también pensó, sin pizca de ingenuidad, que un hombre como Robert Baratheon la follaría cada noche hasta desfallecer de placer.

La reina apretó las mandíbulas. La maravillosa vida en la corte que imaginó para sí se había convertido en una historia de terror de campamento y su señor esposo, en un viejo gordo y un patán que la deshonraba con su simple existencia.

—¿Estás bien, mami?

—Perfectamente, mi amor. —En momentos como ese, era cuando más se alegraba de que Joffrey, Tommen y Myrcella no fuesen de la semilla de Robert—. Cómete los huevos también, Tommen, o no podrás crecer fuerte y sano, como Joffrey.

—Como papá —terció el niño.

Robert miró al niño por encima de la copa, la apuró y luego revolvió el cabello rubio de Tommen con una manaza torpe. Compuso una sonrisa desganada, comentó algo sobre una maza, y después se recostó sobre la silla para digerir el desayuno.

Cersei advirtió una mueca en el rostro de Joffrey, celosa y disgustada. ¿Podía el mayor de sus hijos sentir envidia de Tommen, solo porque Robert le había hecho caso unos cuarenta segundos? Cuando eran más pequeños, les prestaba más atención, debía reconocer. No la suficiente como para llamarla educación, pero Robert hacía algo más que pasarles la zarpa por la cabeza, como si fuesen chuchos.

—Hoy iré a entrenar al patio con el Perro —anunció Joffrey, de repente—. Con espadas de verdad, por supuesto, acero de la forja. El niño Stark no podría manejar una de esas ni viviendo cien años.

—Ese niño tiene las piernas rotas —masculló el rey, sin mirarlo—, ¿cómo va a manejar el acero?

—No me refería a ese niño, padre —se apresuró a responder—, sino al mayor de los Stark.

—Robb Stark está al mando de Invernalia ahora mismo —replicó Robert—. No es ningún niño.

Joffrey se mordió la lengua. La mueca celosa había dado paso a una mueca rabiosa. Tan pronto como sus tres hijos se retiraron a sus quehaceres, Cersei clavó una mirada rencorosa en Robert. Él la ignoró durante un buen rato, hasta que no pudo contener más la lengua.

—¿Qué te pasa, mujer?

—No debiste hacerlo.

—¿El qué? —Preguntó, desganado.

—Humillar a Joffrey de esa manera. Trataba de impresionarte, de buscar tu aprobación. Tiene doce años, maldita sea, Robert. Siempre te has comportado con ellos como si no te importasen.

—No es cierto —masculló, revolviéndose en el asiento.

—Sí lo es.

—Claro que me importan —insistió—. ¿Pero qué querías que dijese al respecto?

—Cualquier cosa —replicó—, cualquier cosa que no fuese ensalzar a otro chico para menospreciar sus logros.

—Te comportas como una histérica —Robert hizo un aspaviento—, no he menospreciado ninguno de sus logros. Se va a entrenar con una espada de acero ¿y qué? Todos los chicos de su edad lo hacen, Cersei.

La reina apretó los puños, deseando golpear a Robert con ellos. Ella tenía que hacerlo todo por Joff, porque Robert no movería un dedo por él, jamás. Ya se lo había dejado claro cuando se había negado a castigar a la mocosa de Ned Stark, y se lo había dejado claro mucho antes de eso, aquella vez que casi le saltó los dientes de un bofetón por la gata preñada; y a ella misma también, en su noche de bodas.

—Yo también podría manejar una espada —soltó—, no es que no sepa cómo hacerlo.

El gordo de su esposo se quedó mirándola unos segundos, luego soltó una carcajada tal que se le congestionó el rostro y la salivilla le fue a parar a la barba enmarañada.

—No me digas —Robert se rellenó la copa—. ¿Has estado practicando a escondidas con ser Aron Santagar, para algún día matarme mientras duermo?

Una sonrisa se le perfiló en el rostro, irónica, y Cersei imaginó que ella debía lucir la misma en el suyo.

—No sería necesario —respondió con suavidad—, te vas a matar tú solo con todo lo que comes y todo lo que bebes.

—Maldita sea, mujer —Robert volvió a reírse—, creo que tienes razón.

—Fue por Jaime —dijo—, el entrenamiento, digo.

—Con Jaime, ya.

Por él —puntualizó—, cuando éramos pequeños, nos parecíamos tanto que si nos cambiábamos la ropa, no podían distinguirnos. Yo iba en su lugar, practicaba con su espada, recibía las lecciones y me llenaban de cardenales; era satisfactorio, en cierta manera.

—Lo es —Robert la miraba con curiosidad, por encima de la copa—. ¿Y cuándo dejasteis de hacer eso?

—Cuando me crecieron las tetas. —«Pero entonces empezamos a hacer otras cosas.»— Después de eso, a mí solo me dejaban bordar y cantar canciones, y Jaime se fue a servir de escudero a lord Crakehall.

—Vaya, menuda guerrera se ha perdido Poniente. Y yo que pensaba que la última había sido Visenya Targaryen —por su tono de voz, Cersei advirtió que todo le parecía muy divertido—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Habrías participado en el Torneo de la Mano.

—Habría sido descortés opacarte, a ti y a tu leyenda, mi señor. Todavía hay quien cuenta tus hazañas del pasado con ese mazo tuyo.

Robert vació la copa antes de contestar, sin dejar de observarla. Sabía que había picado su orgullo.

—Es un pasado muy reciente, mi señora —replicó—, si cierro los ojos aún veo como el pecho de Rhaegar Targaryen se hunde bajo el peso de mi martillo. Es un martillo, no un mazo. Un martillo de guerra, de hierro, forjado por Donal Noye. Lo sabes bien, mujer.

—Lo había olvidado —sonrió.