El último Tsufurujins.
El pequeño ser cerró la puerta con sigilo y nerviosismo, tenía una bolsa llena de trufas azules que apretaba con fuerza. Cerró los ojos con el corazón encerrado en la tráquea, palpitando como si de un huracán se tratase.
Se deslizo por la superficie fría dice la puerta hasta el suelo, se abrazó las rodillas comenzando a llorar. Estaba aterrada, apenas había huido del ajetreado escenario del genocidio de su especie, y la nueva expansión de la raza invasora que arrasaba con todo a su paso.
¿Qué sería de ella? Estaba sola sin nada que la acompañara. Sin un familiar, un vecino o amigo, si quiera un simple desconocido; ¿Quién sabe dónde estaría el cuerpo de sus hijos?
Levanto la cabeza mirando el retrato de su familia, con el cristal roto. Destruido como todo en la casa, roto o salpicado de la sangre de algún desafortunado que intento esconderse allí… y evidentemente, no logro.
Con cuidado se acercó a una silla intenta, tomando asiento frente a la mesa del comedor. Grande y redonda, de una madera eterna. Dejo la bolsa con cuidado sobre la misma, prosiguió a comer con desosiego, rozando lo ausento y depresivo.
Un sonido la alerto, algo que realmente la hizo casi gritar de la sorpresa. Alguien tocaba la puerta.
La miro con horror, mientras el sonido ajeno se intensificaba. Ella se levantó, acomodo su cabello detrás de su oreja y junto sus manos. Una parte de ella pensaba que podría ser otro Tsufurujin, pero la restante pensaba en un mortal psicópata saiyajin.
Pero, ¿Un saiyajin sería tan educado como para tocar la puerta? Claro que no. No habría riesgo de abrirla.
Formo una sonrisa, con algo de miedo tranquilizador camino hasta la puerta. Apoyo su mano izquierda sobre la superficie de la robusta madera, sintiendo como los golpes eran suaves, y la otra mano en la perilla; lentamente la abrió.
Lastimosamente, los mortales saiyajines psicópatas, si son lo suficiente educados como para tocar la puerta; y como para volver a limpiar la sangre de las casas de sus víctimas.
