Gris

Irene no daba mucha importancia a los colores de sus cabellos antes de entrar en la Organización (por la puerta de atrás, como de costumbre, con los alimentos, los guerreros potenciales, pero por ese entonces ella tenía otra clase de orgullo, a pesar de que nunca se inclinó a abusar de las emociones en general). Ella no era como Teresa: no los culpó por la pérdida del tono sol-aguado de los suyos, que se volvieron blancos, ni de que sus ojos negros se hicieran como piedras de río, grises y plateadas solo si les mirabas debajo de la luz lunar, en el plenilunio. Le interesaba acoplarse al papel que querían darle, aunque las demás le miraran horrorizadas por su entrega en algunos casos, maravilladas y dispuestas a imitar su honorable postura en otros. Era más fácil dejarse ir con la corriente. O lo habría sido, de haber nacido Teresa en otra generación, donde no pudiera oírla vociferar por su pérdida y amenazar de muerte a los hombres de negro, levantando el puño al cielo y jurando jamás servirles para nada que les diera provecho. Si por lo menos Irene no se sonrojara en ese tono ceniza que ofrecía su palidez al verle de lejos.