Mi cuerpo está hecho de espadas.

A mi alrededor, se extiende únicamente el mismo paisaje vasto y desierto. No hay vida. No hay viento. No hay nada. En esta colina solitaria, nada crece, y nada muere. Lo único que hay en ella son espadas. Espadas que se alzan, imponentes, por todas partes a mi alrededor.

En medio del paisaje desierto, destaca su espada. Aún no he olvidado aquella espada dorada y resplandeciente. Aquella espada que cargaba con los mismos ideales que la traicionaron, con los sueños que jamás pudo cumplir. En mi interior, esa espada permanece exactamente igual que el día que la vi por primera vez. La espada que ella extrajo de la piedra.

Ella, cuya silueta aún hoy se recorta contra el horizonte, agitada por una repentina brisa, como el día en que nos separamos. Quiero llamarla, pero las palabras no acuden a mi garganta. Sin embargo, ella reacciona y se gira hacia mí.

―Shirou…

Sin embargo, el viento tira de su cabello, que se agita sobre sus ojos, impidiendo que lleguen a encontrarse con los míos.

Y de pronto, no hay desierto, ni colina, ni espadas. De pronto, es otra mujer la que duerme plácidamente en mi cama, a mi lado, y no aquella cuya mirada olvidé hace ya demasiado tiempo.