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El uniforme que ella usa con desgarbo, aunque perfectamente limpio y planchado, es viejo. Le queda algo grande y las mangas lucen gastadas, sus zapatos tienen diversos raspones y el nudo de su corbata siempre está torcido. No es la chica más adorable, ni la más delicada; no obstante, los chicos suelen buscarla con la mirada en los jardines del colegio cuando las clases terminan y ella va a su entrenamiento deportivo con el arco a su espalda, vistiendo un corto pantaloncillo que les permite apreciar sus torneadas piernas y su esbelta figura.
No es inquieta, ni siquiera habladora. Salvaje, eso sí es. Tiene la gracia de un felino, su flexibilidad. Es paciente, taimada, enérgica y fría. Sin una sola vacilación apunta a su objetivo y consigue dar en el centro de la diana, una y mil veces, bajo el sol ardiente de la tarde.
La práctica termina cuando su pequeña hermanita, rubia y peinada de trenzas, se asoma a través de las rejas del colegio y le llama tímidamente, sonriendo radiante cuando obtiene su atención pues ella, que nunca tiene una sonrisa en los labios para nadie, siempre esboza tal gesto para su patito que le trae una manzana o -como esta vez- un pan recién salido del horno como recompensa por un duro día.
La alegría que chispea en sus grises ojos cuando toma el pan caliente entre sus manos y lo parte en dos mitades es casi sofocante, lo es aún más cuando se lleva una de ellas a la boca y entonces alza la mirada y le encuentra, observándola distraído a través de la ventana de un salón en el primer piso del edifico principal de la preparatoria.
Con la mayor naturalidad del mundo Katniss le saluda con la mano y es un alivio para él que a tal distancia no pueda notar que la mano con la que le devuelve el gesto esta temblando. Después de tal intercambio, sencillo y sin ningún significado en especial, el atardecer parece más bonito y los exámenes que califica menos desastrosos.
Sólo entonces Peeta, que ha sido maestro casi por 10 años y se considera un hombre respetable, sabe que algo anda mal en él.
