Disclaimer: no ganaré nada con este fic, ni siquiera un céntimo; excepto, quizás, algún review. Lo que es de George Martin, a Martin.

Este fic participa en el reto El Intercambio del foro Alas Negras, Palabras Negras.

20—04—2013


SEDAS POR ESPADAS, ESPADAS PARA ELLA

Parte Primera


—Sansa dice que el príncipe Joffrey es muy guapo, pero Jon opina que su cara es como la de un gusano.

Bran se ríe por inercia ante las ocurrencias de sus hermanos, demasiado extasiado con la capa blanca de Jaime Lannister como para darse cuenta. Algún día él también sería caballero de la Guardia Real, o eso esperaba.

La sola idea de viajar con su padre al sur, a Desembarco del Rey, donde estaría rodeado de toda la Guardia Real —o mejor dicho, él los buscaría y rodearía—, le resultaba sumamente excitante. Aventuras es lo que un niño como Bran necesitaba. Muros que escalar, aire fresco, flechas por disparar, caballos, espadas que desenvainar y la vibrante sensación de peligro y placer que golpea la garganta ante una situación difícil. Un duelo, una batalla.

En toda la cena apenas sí prestó atención a otra cosa que no fuera su hilera de pensamientos fantasiosos. En ese aspecto, no era tan diferente a Sansa. Ambos soñaban despiertos con caballeros, aunque la aplicación en el tema fuese diferente. Quizás, con suerte, algún día sería el guardia de su hermana en la Fortaleza Roja. Serían los nuevos Cersei y Jaime, o eso diría la gente. Un hermano cuidando de su hermana, ¿podría haber algo más adecuado?

Las espadas chocaban con un ruido metálico dentro de la cabeza de Bran, quien intentaba por todos los medios verse metido de lleno en alguna pelea con algún otro caballero. Barristan Selmy, el príncipe Aemon, Arthur Dayne... Bran suspiró. Los nombres por sí solos eran tan fuertes, tan bravos, tan famosos y heroicos que harían estremecerse al más fiero de los hombres. Eso es lo que Bran anhelaba. Como segundo hijo, lo que podía esperar era ser banderizo de su hermano Robb. Y, ahora que lo pensaba, probablemente ese sería su destino final: Myrcella Baratheon no le quitaba ojo de encima. No estaba en esa época de la vida en la que ya uno se fija en mujeres, pero sabía reconocer ciertas señales. La princesa le sonreía, le preguntaba tonterías corteses (tal y como habría hecho Sansa) y se tocaba el pelo de vez en cuando.

El niño bajó la mirada, algo incómodo por la situación. Él siempre era el pequeño. Por suerte, no tanto como Rickon.


Tras cepillarse el pelo media docena de veces y probar diferentes peinados, Sansa pudo comprobar lo mucho que le dolía la cabeza. Aún así, ese día era el comienzo de lo que iba a ser una nueva vida. El príncipe Joffrey iba a entrenar en el patio con Robb y, ella, como su prometida, pensó que debería estar presente para animarlo. Su hermano era bueno pero, ¿qué podía hacer contra un príncipe? Esa mañana su madre le había dado permiso para aplazar una hora sus clases de costura con tal de ver a Joffrey.

Iba a ser reina.

Desde que era pequeña, su septa le había enseñado a coser, a comportarse como una dama, a guardar la compostura. Había aprendido a cantar, a bailar y a tocar instrumentos, a complacer con palabras. La habían educado como a una señora, igual que a su madre, y eso sería. El máximo privilegio que podría tener una señora, sería el de ser reina. Eso iba a ser ella. Sansa sería tan elegante como Cersei Lannister y todas las damas de Poniente querrían ser como ella, vestir como ella, andar como ella.

Murmuró una plegaria rápida a los Siete, deseando en lo más profundo de su corazón que todo fuera a salir bien. Evitaría que Arya metiese la pata para no desagradar a la familia real. Y la enseñaría a comportarse, eso haría. Si su padre no lograba casarla pronto, cuando Sansa fuese reina o, al menos, princesa de los Siete Reinos, le buscaría un caballero a su altura.

«Un buen caballero», pensó la niña. «Uno que sepa cómo luchar, que haya vencido mil veces. A Arya le gustará. Todo será perfecto.»

¿Qué podía salir mal si todo estaba sucediendo tal y como lo había soñado?


Aún no había decidido el nombre para su lobo huargo. Bran reflexionó y decidió que alguien que ambicionaba una capa blanca debería ser capaz de encontrar un buen nombre, sobre todo si se trataba del nombre de un huargo. Desearía poder empuñar una espada de verdad, una como Hielo, no como las que usaba en sus juegos contra el príncipe Tommen. Deseaba luchar algún día en una batalla, con su huargo y su espada. Quizás algún día..., algún día compusiesen una canción de esa batalla imaginaria, y él...

Su padre le había prohibido acompañarlo. Había salido de caza con el rey y con Robb, tampoco se había llevado a Jon. Ya hacía horas que estaban fuera, pero a veces las cacerías podían durar días enteros. Bran se aburría mortalmente y cuando eso sucedía sólo podía hacer dos cosas: correr con los lobos por el Bosque de Dioses o escalar. Se quedó con la segunda opción, pensando que podría darse un último gusto. En la Fortaleza Roja los guardias no le dejarían subirse por los muros como lo hacían en Invernalia.

Con el huargo tras sus pies, Bran se deslizó sigilosamente por el patio, escuchando el hermoso beso de las espadas. Todo estaba más silencioso que de costumbre. La mayoría de la guardia de su padre se encontraba de caza con él y el resto practicaba en el patio o bebía ruidosamente en el gran salón. Su madre llevaba reunida con Vayon Poole desde primera hora de la mañana, ayudándole a poner orden y revisando las cuentas. Pronto tendría que hacerlo sola, pues el mayordomo viajaría también con ellos al sur.

Bran daba vueltas alrededor de las torres como quien medita sobre qué pastel estará más delicioso. Finalmente comenzó a auparse por la Torre Rota, su territorio preferido. Sólo se encontraría con cuervos cuando llegase a la cima, destruida a causa de un rayo cien años atrás. Allá arriba se sentía invencible e invisible, incomparablemente grande.

Se subió primero a las ramas de los árboles del bosque, un camino mucho más seguro que subir por la propia torre, y después saltó hacia el Primer Torreón. Desde la fortaleza redonda podía alcanzar las gárgolas y auparse a una zona mucho más segura de la Torre. Piedra sobre piedra, pies, manos. El truco consistía en saber dónde poner cada miembro de su cuerpo, de qué manera descansar el peso en cada parte. Él era un auténtico experto. Nunca, nunca se caía. Coronó una gárgola y estaba a punto de balancearse a otra cuando oyó los gritos de su hermana.