Advertencia: tanto los personajes como las situaciones son propiedad de Cassandra Clare.
El Paraíso Perdido
"La inquietud se disipa y en su alma
se restablece la dudosa calma.
Y un deseo inocente
de conocer aquello que, presente,
más cerca le tocaba
curioso únicamente agitaba."
El paraíso perdido (John Milton)
Su mundo se había teñido con el aroma de café al despertar. Cuando él estaba, recordó, siempre le traía su taza preferida a la habitación, repleta de ese líquido oscuro que correría luego por sus venas y que era su imagen preferida, lo único que quería ver al abrir sus ojos de gato; se había acostumbrado a tenerle cerca, a sentir su corazón aleteando, vivo.
Durante muchos años había creído que se volvería insensible, que todo su ser se helaría, inmutable a los cambios, al devenir de los tiempos mortales. Había vivido por décadas sin motivo, sin ganas, sólo por la adicción de su pecho por bombear su sangre, pero él le había devuelto la ilusión, las esperanzas que ya tenía perdidas.
Era la inocencia brillando en sus pupilas, de un azul imposible, imbatible como las olas del mar, era su sonrisa tímida, que había iluminado su sala, borrando todo lo demás, era su voz avergonzada, pero llena de matices; tierna y dulce, suave, delicada, sonando como su canción preferida, siempre en su cabeza, era la forma en la que sus manos encajaban perfectamente, engranajes hechos para estar unidos, para no separarse, era esa luz que desprendía, su manera de entregarse y dar lo mejor de él, era la manera en la que sus labios le encontraban, en su sabor diluyéndose en su boca, inundando todo, haciéndole perder la razón. Era simplemente Alec, el chico que sin pretenderlo, casi por accidente, le había arrebatado el corazón. Se lo había entregado, pensando que, tal vez él fuera el último, el de verdad, que no le partiría, con quien, finalmente, podría crecer, hacerse mayor y seguir a su lado, sintiéndose complacidamente feliz. Pero no fue así.
Ahora no era más que pedazos de él mismo, roto y perdido. Podía verse quebrado, sus propios fragmentos esparcidos por el suelo repleto de comida para llevar. La magia parecía haberse ido, escapando de entre sus dedos, granos de arena mojando la playa; ya no tenía fuerzas para chasquear y hacer estallar luciérnagas de colores, para remodelar su piso, porque esas paredes habían visto cómo se marchaba, guardaban su calor, las lágrimas que no había visto caer de sus ojos. Alec era toda la magia que necesitaba, inexplicable e inexacta, pero la que hacía correr ondas eléctricas por su sangre, la energía de un amor lleno de maravillas y nuevas experiencias. Y lo extrañaba horriblemente, hasta querer dejarlo todo y entregarse a ese mar de soledad y angustia que se había ganado al hacerle marchar. Porque se había llevado el único motivo que tenía para seguir ahí.
Recordaba la primera vez que le había visto, perdido en un océano de rostros sin color, con una expresión abstraída, contemplando a su alrededor. Y ahí estaba, ojos azules y desastrosos cabellos negros alborotados y algo saltó, una chispa, una broma, y su sonrisa brillaba, irradiando luz, una estrella fugaz en un cielo tormentoso. Le miraba con un tímido interés aleteando en el fondo de esas pupilas que le contemplaban, fascinadas por cada palabra que decía, por cada destello que emanaba de sus manos desnudas. Nunca pensó que le vería de nuevo, pero otra vez Magnus se equivocó. Alec había vuelto para agradecerle. Aquello era nuevo e inesperado, súbitamente repentino; los hijos del cielo no daban las gracias, sólo tomaban lo que creían que les correspondía. Pero no él. Sus ojos centelleaban, llenos de esperanzas y timidez y no pudo controlarse, no quiso detenerse. Un beso que olía a café, un beso que estalló en los labios del joven y se extendió, sacudiendo cada célula de sus cuerpos. Y supo que en ese instante algo había empezado; algo completamente alocado e irreflexivo, algo que podría no ser nada más que un beso en la puerta o volverse en lo más grande que le había pasado en siglos (y podía asegurar que habían sido muchas las cosas que en su vida habían acontecido y que merecían el título de "magníficamente terribles errores que, probablemente, volvería a cometer").
Había sido maravilloso tenerle, ser querido por él, entregarle todo lo que tenía sin reservas, volver a sentir que merecía la pena la vida, aunque fuera una inmortal, para recordarle cuando ya no estuviera. No quería pensar en ello, en no estar a su lado, en perderlo para siempre, pero así era amar un ser perecedero , cuya luz brillaba fuertemente, arrollándole, atrapándole fuertemente. Al final sería su corazón el único en romperse, pues sólo estarían juntos hasta que Alec muriese (y la sola idea le hacía estremecer, ni en mil años estaría preparado para verle partir a un lugar al que él no le pudiera seguir) pero se había equivocado totalmente; los dos estaban tratando de recomponer los pedazos que quedaban de sus corazones mutuamente lastimados y heridos.
En aquella olvidada estación de metro había abandonado a su amor; la mirada triste, vacía que le había dado Alec al partir aún le perseguía, pero no podía estar más con él; le había traicionado (y se sorprendió al darse cuenta de que no estaba tan enfadado ante la idea de robarle la inmortalidad, sino por no contarle sus temores, lo mucho que le preocupaba que para ellos dos no hubiera un "hasta siempre") y lo sentía, muchísimo, porque dolía no estar con él, no levantarse con la certeza de encontrarlo en su apartamento, aquel leve olor a café esclareciendo su mañana.
Las luces multicolor que, como luciérnagas escapando de un tarro, esparcieron su luz en la oscuridad se desvanecieron al salir al sol, el frío le había abrazado como a un viejo amigo, llenándolo de esa soledad a la que nunca se acostumbraría, al deterioro de su corazón al perder su motivo para seguir bombeando. Le había llamado incansablemente, llenando el buzón de voz de silencios repletos de tristeza, de dolor. Había luchado por superarlo, por regresar a su monotonía llena de diversión, sin compromisos, libre, pero siempre volvía a él, a sus recuerdos compartidos, a su mirada avergonzada que decía "lo siento" aún cuando no había nada que sentir, a su sonrisa, aquella que florecía en los momentos más inesperados y que llenaba el mundo de purpurina, opacando las mismas estrellas.
Y ahí estaba, de nuevo frente a él, conteniendo las ganas de llevárselo de regreso a su apartamento, de suplicarle que acabase con esa agonía que era no verle, no saber si estaba bien, frustrado y triste. Su cabello lucia lacio, sin vida; ya no había brillos ni destellos, sólo vacío, la frustración de saber que nada podría arreglar aquello. Había ido porque Alec lo había pedido (más bien había llamado reiteradas veces, insistiendo en que tenían que hablar, haciendo que sus amigos le volvieran loco tratando de que volvieran y, al devolver la llamada, un tanto exasperado, se había encontrado con que Alec tenía el móvil desconectado). Había sido un arrebato, un error (uno que podría clasificarse como "épico", uno de los peores desde su estancia en Perú, se recordó), pero había cedido, empujado por el silencio que el cazador de sombras había mantenido (y, aunque más adelante reiría con aquello, estuvo realmente preocupado y malhumorado por ello). Los ojos de Alec le miraban con aquella intensidad que sólo él poseía, capaz de atravesar el alma, de dejarle totalmente expuesto y las palabras se murieron. No había nada más que él, sus pupilas perdidas en la inmensidad de sus pensamientos, sus manos aferrándose a la camiseta raída, descuidadamente, el balanceo de su cuerpo, su voz aturullada, tratando de hallar lo que quería decirle. Y le besó. Entregó todo en ese beso que contuvo mil suspiros callados y la eternidad que sólo esos labios podían dar. Le había perdonado; todo estaba bien, se dijo, ya no había más palabras, sólo pasos cortos que los distanciaban, que le separaban de él. Y no, no había nada bien en aquello, sólo la perdida de verlo desaparecer otra vez.
