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&. {histórico}


Got a secret, can you keep it? The Pierces


Victoria tiene un secreto.

No es uno de esos que llevan fecha de vencimiento, tampoco de aquellos que destruirían el orden de la humanidad si llegaran a ser descubiertos. Sin embargo, es algo que nunca revelará: es más fácil si nadie se entera.

Porque sabe que el mundo es un pañuelo y que su secreto podría llegar a oídos de Arthur, quien sin dudas se enojaría tanto que trataría de quitarle aquello que ella guarda con tanta celosía bajo su almohada y ninguno de los dos podría vivir sabiendo que se hicieron daño. Porque sabe que si Martín se enterara, el corazón se le llenaría de nuevas esperanzas y ya es demasiado cruel que todavía viva aferrado a las viejas, esas que quedaron enterradas dentro de ella, junto a los hijos que sabe que no llora porque se cree indigno hasta del consuelo de llorar a esos niños. Porque los dos, a su modo, sufrirían y mientras de ella dependa, eso jamás sucederá de nuevo. Los ama demasiado como para permitirlo.

Pero a veces, amarlos tanto duele.

El odio entre ellos duele siempre. Y es que hay momentos en los que parece que Martín, agotado de sufrir y callar tanto, se cansa de gritar y el silencio que deja es tan triste, tan melancólico que algo en el brío de los ojos de Arthur se tambalea y deja de estar. Es un segundo y después vuelven a empezar.

Por eso todas las noches, antes de irse a dormir, Victoria se acomoda bajo el edredón y saca su secreto de debajo de la almohada: un papel cuidadosamente doblado y gastado por haber estado tanto tiempo entre sus dedos blancos. Lo abre y antes de leer, aprecia las palabras ajenas escritas con su propia letra (porque así lo siente más suyo, más íntimo), a pesar de que ya se las sabe de memoria. Es una historia, la historia de Juan López y John Ward; lo poco que fueron y todo lo que pudieron ser.

(Todo lo que al mundo no le importó)

Es triste, porque tal vez esos chicos existieron. Quizás si no les hubieran tocado esos años tan extraños de los que habla el texto, ellos se habrían conocido en un bar de cualquier lado y se habrían sentado a hablar de Conrad, a reírse de las desventuras de Don Quijote y Sancho Panza, a estar felices de haberse encontrado. Y tal vez salir a la calle después del café y jugar una guerra de nieve. Juntos.

Acaricia con ternura su broche de mariposa y desea con todas sus fuerzas que el frío de sus tierras no los haya atrapado en sus tumbas, que donde sea que estén hayan podido tomarse ese café. Le gusta pensar que sí, tanto como le gusta intercambiar sus nombres por los de Arthur y Martín. Porque entonces, allí, en ese instante de papel, ellos son iguales y ella daría toda su existencia porque alguien le dijera que ese será el verdadero final, no el que se escribió en 1982. Que después de caminar tanto tiempo solos, ellos se encontrarán; que podrán sentarse en la misma mesa, hablar de cualquier cosa e incluso sonreírse con complicidad por haber empezado un nuevo capítulo juntos. Y entonces ella podría olvidarse del nombre que no tiene, sólo ser la taza de té que calentara las manos de Arthur y contemplar su forma sabia de mirar; ser la nieve sobre el cabello de Martín mientras se deleita con la melodía peculiar de su risa. O simplemente el cielo sobre sus cabezas para verlos caminar a la par.

A veces se descubre pensando que, en ese segundo de tregua entre sus dos amados, ellos alcanzan a verse en ese lugar.

(Pero los vivos no hablan de paz y los muertos no saben dónde está)

Victoria se ríe por no llorar.


• Referencias.

1. Basado en el texto de Jorge Luis Borges, "Juan López y John Ward".