La Batalla de la Colina de Alnus.

Alnus Collis.

Día de la batalla.

Petrus Canis era uno más de los soldados del Imperio Saderano.

Veterano de mil batallas, había seguido fielmente a sus centuriones por todo el Imperio, hasta lugares tan dispares como la pacificación de la región de Remae, el aplastamiento de la rebelión Castrop, o la sumisión del Reino de las Conejitas Guerreras.

Había alzado su espada indistintamente contra bandidos, soldados rebeldes, separatistas o esclavos que osaban rebelarse contra el Imperio, así como empleado pico, pala y otras herramientas propias de zapadores para construir carreteras, puentes y miliarios[1].

En principio aquella batalla iba a ser relativamente fácil. Así había sido siempre. Así era como debía ser. Los Dioses lo garantizaban. ¿Cuándo había sido la última vez que el Imperio Saderano había sido derrotado en batalla?

...bueno, vale, era cierto que en la Guerra Ártica habían corrido un serio peligro de desaparición. ¡Pero eso había sido hacía casi trescientos años! El Imperio era mucho más fuerte ahora, perfectamente capaz de enfrentarse y aplastar a cualquier enemigo...

...eso si es que conseguían acercarse de una maldita vez hasta donde el enemigo había tomado posiciones, por supuesto. Una fuerte llamarada procedente del cielo le forzó a agacharse detrás de un caballo muerto; emitiendo un potente chillido, el enorme wyvern negro que la había lanzado pasó volando sobre su cabeza, antes de girar en el aire y buscar nuevos enemigos. No demasiado lejos de aquella posición, el fuerte olor a sangre y podredumbre señalaba el lugar donde había caído lo que debía ser un manipulo.

Al ser parte de las tropas que no habían tenido tiempo de cruzar la Puerta, Petrus no había oído más que rumores de lo que había pasado en el otro lado antes de recibir las ordenes de replegarse apresuradamente más allá de Alnus Collis. Supuestamente, en el otro lado de la Puerta había un enemigo especialmente agresivo y feroz, que no tenía la menor relación con la fácil conquista que habían anunciado los generales.

Ni siquiera se sabía si el general Cónsul Martianus había sobrevivido al otro lado; el resto de los oficiales legados habían tenido que reorganizar el ejército como podían, pues muchos de los oficiales y las tropas de elite habían perecido o quedado atrapadas al otro lado. Fuera quien fuese el cónsul general que había sido nombrado a cargo de toda la fuerza imperial, o mejor dicho, del escaso 50% que había logrado sobrevivir al primer ataque, había ordenado una carga contra el enemigo.

Estratégicamente, aquella decisión de cargar a lo bestia contra la Puerta no era tan estúpida como parecía; la Puerta era un gran cuello de botella, y el único nexo de unión entre Alnus Collis y el mundo al otro lado. Si no impedían en aquel momento que aquel peligroso enemigo pusiera pie en Alnus y consolidase una cabeza de puente en Falmart, sería mucho más difícil expulsarlos de vuelta a su mundo. Cada soldado muerto ahora ahorraría otras cinco muertes en una batalla futura para expulsar al enemigo de Alnus.

Ese era el razonamiento militar, perfectamente lógico, que Petrus entendía y aprobaba, al igual que sus compañeros. Por eso habían gritado "¡Gloria a Sadera!" antes de alzar sus espadas y cargar, apretando los dientes y tratando de tragarse la incertidumbre.

Solo que no habían contado con el poder del enemigo. Los oficiales se habían reído al ver que el enemigo estaba cavando grandes fosos para meterse en ellos, al parecer en la creencia de que eso les protegería frente a las tropas imperiales. Tampoco habían dado la menor importancia a ver que el enemigo estaba emplazando extraños carros metálicos que se parecían bastante a los escorpiones de asedio que empleaba el Imperio en ataques contra ciudades que se negaban a aceptar el benéfico gobierno de Molt Sol Augustus.

Observando a distancia, lo único que habían podido decir con toda seguridad era que el enemigo era algún tipo de especie humanoide; sus tropas parecían estar uniformadas y habían izado una gran bandera cuartelada en negro y azul oscuro, con algo que parecían tres triángulos verdes entrecruzados en el centro.

Aquel diseño no se parecía a la enseña de ninguna nación que conocieran, por lo que asumieron que era el estandarte del poder gobernante en el Otro Mundo. Los oficiales se habían frotado las manos, prometiéndose un buen botín de guerra cuando ganasen. Un enemigo poderoso era otra forma de decir un enemigo rico, y un enemigo rico derrotado era sinónimo de un gran botín

Consecuentemente con aquella idea, los mandos habían ordenado una carga...

...solo para ser aniquilados antes siquiera de poder alcanzar al enemigo. Petrus apenas podía recordar lo que había pasado; fuego, muerte, truenos, todo ello en una serie de muy caóticas imágenes que, de no ser por estar en medio de un campo de batalla repleto de soldados imperiales y ni un solo enemigo, habría pensado que era un sueño...

—¡Hiya! ¡Hiya! ¡Gloria a Sadera!—Un centurión a cargo de un pequeño grupo de caballería se abrió paso entre el humo, pasando al lado del sorprendido Petrus; sin dar muestras de haberse percatado de su presencia, los jinetes siguieron avanzando... solo para caer de sus monturas como si hubiesen sido alcanzados por la furia de los dioses; pequeños truenos retumbaron en el aire, punteando cada vez que uno de los jinetes caía.

Nada más oír el primer trueno, Petrus se había echado al suelo; había aprendido a odiar y temer aquellos truenos, símbolo de una poderosa magia que abatía a los soldados imperiales como si fuese la voluntad del Dios de la Guerra, Emroy. Salvo porque ni siquiera Emroy o su Apóstol Rory tenían el poder de matar gente sin tocarla siquiera.

No pasaron más de dos minutos hasta que todo el escuadrón de caballería fue abatido; probablemente no habrían llegado a acercarse a menos de dos ligas del enemigo. Petrus no se levantó, prefiriendo arrastrarse por el suelo, reprimiendo una arcada; pese a ser una mezcla repugnante de barro y sangre de los soldados caídos, seguía siendo menos peligroso que exponerse a que el mago que empleaba aquella magia lo abatiese.

Si por lo menos pudiera salir de allí... informar al Imperio de lo que estaba pasando...

"No seas idiota. ¿Qué probabilidades hay de que te crean? Si al menos fueras un patricio o un centurión tendrías alguna posibilidad." Le dijo su parte racional. "Si te pones a decir que nos enfrentamos a un enemigo invencible, lo más probable es que te decapiten por derrotista y por desertor."

Pero aún así, Petrus sentía que debía hacer algo, lo que fuese, más que quedarse ahí sin poder moverse. Si al menos pudiera echarle un vistazo al enemigo... si tuviera algo en lo que basar sus informes... Maldijo su mala suerte. ¡Era solo un soldado más! ¿Qué podía hacer contra un enemigo semejante?

Varios estampidos grandes atrajeron su atención. Además de los wyverns que lanzaban fuego y los truenos que mataban gente, estaban los truenos grandes; poderosas magias explosivas que abrían cráteres en el suelo y pulverizaban roca, tierra y soldados como si estuviesen hechos de papel. Aquello era algo que solo los magos de Rondel habían sido capaces de hacer, pero no tan rápido y con tan enorme eficacia...

Sintiendo que los estampidos se acercaban aún más, Petrus dejó de gatear y se incorporó para echar a correr. Incluso los soldados del invencible Imperio Saderano sabían que a veces convenía huir del enemigo y replegarse para regresar con fuerzas renovadas...

Los truenos arreciaron; sintió en el lado izquierdo de la cara un silbido, como si algo muy pequeño hubiese pasado junto a su cabeza a gran velocidad. Apretó el paso, sabiendo que el mago en cuestión probablemente estaba tratando de alcanzarlo con su magia. Recordando algo que había oído de un veterano de las guerras contra las arqueras conejitas, el compañero Brutus Pius, trató de correr en zigzag, de modo que ofreciera un menor blanco al mago...

Un trueno retumbó; un intenso dolor atravesó su pierna, como si se le hubiese clavado un virote de ballesta. Ahogando un gemido, Petrus cayó al suelo, rodando para apartarse de la línea de fuego. Sujetándose la pierna herida con las dos manos, trató de mirar la herida; esperaba encontrarse un virote clavado en la pierna, pero se sorprendió al ver que no había nada más que borbotones de sangre empapando su túnica y calzones.

"¿Pero... qué clase de herida es esta...?" maldijo tanteándola con los dedos; lo único que parecía una herida era un extraño agujero redondo, por el que salía toda la sangre, y que le causó un intenso dolor al rozarlo.

Recordó algo que había visto cuando estaba de guarnición en Rondel, la ciudad de los magos. Como parte de su deber, había tenido que restablecer el orden en una pelea entre dos magas de la Tribu Rurudo, aquellos apestosos salvajes. Una de las magas, una tetona y muy escandalosa chica de cabellos castaños, había empleado una extraña magia que lanzaba piedras o trozos de metal afilado a muy altas velocidades contra sus objetivos. Varias de aquellas piedras habían impactado contra las paredes, abriendo unos agujeros redondos muy similares al que tenía en la pierna

De modo que... no era furia divina... Era una magia mineral. Algo que ellos tenían, algo que el Imperio Saderano podía comprender, y combatir, si aprendían como hacerlo.

Solo tenía que salir de allí y llegar a la base más cercana de las tropas imperiales. O en el peor de los casos, hasta Italica. Allí le dirían como contactar con las tropas imperiales y podría dar su informe a sus centuriones...

Llevaba un buen rato caminando, cuando se percató de que alguien se hallaba a su espalda. Girándose de reojo, distinguió una larga cabellera rubia y un cuerpo esbelto y fibroso. Orejas picudas asomaban entre el cabello rubio.

Ju, estaba de suerte, decidió; sin duda debía ser uno de los auxiliares elfos, que de algún modo había sobrevivido a la batalla. En circunstancias normales se habría puesto a reñir con dureza a aquel maldito cobarde, pero en aquel momento era más importante usarlo como apoyo para su supervivencia. Deteniéndose, se giró hacia el.

—Estás de suerte, elfo—anunció—. Ayudame, y yo te ayudaré a ti. Yo...

Se detuvo al ver con más detenimiento al elfo. O más concretamente, a la extraña ropa que llevaba, y que no tenía nada que ver con el equipo de los soldados auxiliares del Imperio Saderano.

El elfo en cuestión portaba una lorica scamata, del tipo que solo los oficiales más ricos podían permitirse, hecha de un metal azul mate y sobre una gruesa camisa negra; en lugar de túnica portaba braccae de cuero, del tipo que llevaban los bárbaros del norte, y botas de caña alta manchadas de sangre y barro por el suelo. No portaba casco, ni escudo, y a modo de arma llevaba lo que parecía una pesada ballesta en la que el arco había sido reemplazado por un alargado tubo de metal. Una espada de hoja ligeramente curvada pendía de su cinturón, perfectamente envainada.

—Tu... Eres un...—comprendió, deteniéndose con horror.

El elfo alzó aquella arma hasta colocarla junto a su cara, el extremo del tubo apuntando a Petrus. Aunque este no reconoció el arma, si que identificó la postura, idéntica a la de los ballesteros.

Aruwai-ziq, harpuatar[2]—ordenó en un idioma extraño y sibilante—. Uga kuen ziq[3].

Sin esperar respuesta, hizo un movimiento con la mano que empuñaba el arma; un nuevo trueno retumbó, este especialmente intenso. Petrus sintió un golpe equivalente a la coz de un caballo en el pecho; un agujero se había abierto en su coraza, que había sido atravesada como si no existiese. No necesitó ver la sangre brotar para saber que no tenía la menor esperanza de recuperarse de una herida de ese tipo.

Mientras caía al suelo, exhalando su último aliento, Petrus comprendió con claridad del todo meridiana lo que iba a pasar. El Imperio Saderano había basado toda su supremacía sobre Falmart en el hecho de que ningún enemigo estaba tan bien armado, equipado ni organizado como ellos. Nadie podía movilizar tantas tropas, ni causar tanta destrucción; el Imperio Saderano era despiadado con sus enemigos y con sus vasallos.

Eso fue una gran fuerza, pero al mismo tiempo sembró una gran debilidad.

Los saderanos no estaban preparados para enfrentar una lucha desde una posición que no fuese la de la más absoluta superioridad sobre el enemigo. Nunca contemplarían la posibilidad de que un enemigo pudiera ser superior a ellos. Nunca se plantearían la idea de que los elfos, armados y equipados mejor que los saderanos, podrían derrotarlos.

"Pero eso ya no será mi problema. Yo he hecho cuanto he podido. Muero en el campo de batalla, como complace al Dios Emroy..." pensó Petrus antes de expirar.

Sus ojos se volvieron vidriosos antes de que su cuerpo tocase el suelo.


[1] Durante el Imperio Romano, los soldados de las Legiones empleaban casi más tiempo construyendo las infraestructuras descritas que en combate activo contra los enemigos de Roma. No existe ninguna razón para suponer que el Imperio Saderano, explícitamente basado en la Antigua Roma cuando no poblado por descendientes de romanos venidos de la Tierra, adoptaría una organización diferente.

[2] Ríndete, humano.

[3] Yo te mataré.