Capítulo 1

Uno de septiembre; el día más esperado del año por todos los alumnos del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería pues empezaba el nuevo curso escolar. La mañana de aquel día de 1992 no fue la excepción. En todas las familias de magos los jóvenes estaban ansiosos por descubrir que le depararía aquel nuevo curso. Se hablaba sobre temas relacionados con la magia y la escuela… Sin embargo, en la familia Beilschmidt esa escena difería bastante de las demás.

―Ludwig, ¿te has escrito con Feliciano mucho este verano? ―preguntó Gilbert mientras se sentaba a la mesa a desayunar, siendo el último de su familia pues sus padres ya hacía rato que habían terminado y su hermano menor estaba terminando.

―¿Por qué preguntas? ―replicó el rubio cortante, sin querer responder a la pregunta.

―Porque me ha dicho un pajarito que lleváis saliendo desde final de curso.

Al oír eso Ludwig se atragantó con el vaso de agua que estaba tomando (sí, el muy friki tomaba agua para desayunar). Cuando terminó de toser gritó con reproche a su hermano.

―¡No sé de qué me estás hablando! ¡No sé quién demonios te ha dicho eso pero es mentira!

―Sabes que Lovino nunca me suele mentir ―dijo el mayor con una sonrisa de lado.

―Mataré a Lovino ―sentenció Ludwig con dureza, apretando los puños.

―Pero qué violento ―rió Gilbert. Ludwig fulminó a su hermano con la mirada pero no hizo ningún comentario.

―Deja de molestar a tu hermano, Gilbert ―advirtió la madre cuando entró en la cocina, echando una mirada severa al albino.

―Pero si simplemente quiero confirmar que mi hermanito ya no está disponible en el mercado de la soltería.

―Vuelve a decir algo así y te vas sin escoba a Hogwarts ―amenazó la mujer.

―Oye, eso no es justo ―se quejó el albino―. Papá y tú siempre tratáis mejor a Lud porque es Gryffindor al igual que lo fuisteis vosotros y a mí me tratáis como la oveja negra que soy por ser un Slytherin.

―Calla y come, que llegamos tarde ―dijo su padre quien acababa de aparecer por la puerta de la cocina, sin hacer caso a las quejas de su primogénito.

Un par de horas después, tras haber guardado los pesados baúles en el maletero del coche más las jaulas de las lechuzas de los dos hermanos, la familia Beilschmidt llegó a King's Cross bastante temprano, tal y como hacían todos los años.

―¿Quieres que te ayudemos con tu carro para pasar por el muro de ladrillo? ―ofreció el padre a Gilbert después de que Ludwig hubiese pasado por el ya mencionado muro que separaba el mundo mágico del muggle.

―No, yo puedo solo. Además, voy a esperar a mis amigos ―dijo, poniendo su carrito al lado de la columna de ladrillo que llevaba al andén mágico.

―Como quieras ―dijo su madre―, pero ya sabes que tus amigos suelen ser bastantes impuntuales.

―Meh, no me importa esperar ―musitó el albino apoyándose en su carro.

Su madre no hizo ningún comentario más y pasó junto a su marido por el muro. Cuando desaparecieron Gilbert sonrió malévolamente, pensando en todas las trastadas que haría ese año con sus inseparables amigos, Antonio y Francis. A pesar de estar en casas diferentes, eran muy buenos amigos.

El primero en llegar fue Antonio.

Gilbert estaba seguro de que el hispano llegaría con su típica sonrisa vivaz. Fue por eso que se quedó descolocado cuando le vio llegar con cara de cansancio y unas inusuales ojeras bajo sus ojos.

―¿Pero qué te ha pasado? Si hasta parece que te estés muriendo.

―Hola a ti también. Y nada, solo he tenido una mala noche y no he dormido apenas ―dijo Antonio antes de que se fundieran en un abrazo.

Quieras que no llevaban todas las vacaciones sin verse, solo hablando por carta, y siendo mejores amigos eso era muy duro. En realidad la amistad de Gilbert y Antonio era muy curiosa y nadie sabía cómo era que se soportaban, pues el primero era un orgulloso Slytherin y el otro un Gryffindor. Pertenecían a casas enemigas pero su amistad, la cual empezó en un día como ese en el expreso de Hogwarts hacía cuatro años, estaba más allá de la rivalidad de sus casas.

―¡Pero esperadme para los abrazos! ―se escuchó una voz con acento francés desde alguna parte del concurrido andén.

Tanto Gilbert como Antonio se separaron hasta que llegó el otro integrante del mejor grupo de todo Hogwarts quien iba empujando un carrito a gran velocidad y provocando que el gato blanco metido en una gran jaula mirara con un terror desmesurado todo lo que le rodeaba. Cuando llegó hasta sus dos mejores amigos Francis prácticamente se tiró a sus brazos. Una vez se hubieron reunido los tres se decidieron a pasar por el muro de ladrillo que separaba el aburrido mundo muggle del mundo mágico. La locomotora del Expreso de Hogwarts ya echaba algo de humo y en el andén el caos era total. Padres con niños primerizos que gritaban emocionados y amigos que al igual que ellos hacía unos momentos se volvían a reencontrar después de todo el verano y gritaban más que nadie.

―Con lo lleno que está esto deberíamos ir buscando ya un sitio ―opinó Antonio mientras se dedicaba a mirar a todo el mundo sin dejar los ojos fijos más de un segundo en cada uno de ellos.

―Sí, será lo mejor ―asintió Gilbert, que no tenía ninguna gana de tener que ir todo el viaje con primerizos pelmas que se dedicaban a preguntar obviedades o a mirarle mal por ser un Slytherin.

Subieron los baúles al tren aunque Francis tuvo que ayudar a Antonio con el suyo, que ese año debía de pesar más de la cuenta, y se pusieron a buscar algún compartimento vacío o en su defecto lo más vacío posible (y sin criajos de primero. Ese era el requisito principal).

―Por vuestras caras debo de suponer que buscáis un bonito compartimento como este.

Un chico bajito de pelo rubio y ojos verdes se asomó por la puerta de un compartimento vacío. Sonreía altivamente y miraba al trío de amigos con emoción contenida. Sus ojos se posaron en Francis y en Antonio, mirando solo de reojo al albino, quien intentó llamar su atención como quien no quiere la cosa.

―¿Y por qué íbamos a querer ir durante todo un día entero en el mismo compartimento con tu tan poco awesome presencia?

―¡Gilbert, no jodas! Ha encontrado uno vacío, ¡vamos!

Antonio casi se tiró encima del rubio (que tampoco hizo gran cosa por esquivarlo) llevando a Francis consigo hacia dentro del compartimento.

―Porque como que soy irresistible, Gilbo, cariño ―respondió el rubio mirando a Gilbert intensamente.

―Ja, eso no te lo crees ni tú ―dijo el albino avanzando hacia él con los brazos cruzados, fingiendo desinterés.

―¿Pues cómo explicas entonces que Francis y Toño hayan entrado en seguida a mi compartimento?

―Ah, ahora resulta que el compartimento te pertenece, ¿no? ―preguntó el de ojos rojos sarcásticamente, acercándose cada vez más hacia el rubio y quedando a una altura escasa de su cara.

―Claro que sí ―dijo Feliks con sorna y en un movimiento rápido se puso de puntas y besó a Gilbert en la mejilla―. Hola, por cierto, después de todo el verano.

Al sentir el roce de los labios del rubio en su mejilla, Gilbert se separó alarmado.

―¿Por qué has hecho eso? ―casi gritó el albino, mirando con los ojos abiertos como platos al más bajito.

―Como que me lo has puesto a huevo ―rió el polaco entrando al compartimento, dejando a Gilbert en el pasillo confuso, llevándose sin darse cuenta la mano a la mejilla en donde Feliks le acababa de besar.

Una vez estuvieron los cuatro instalados cómodamente en el compartimento (con espacio de sobra que no pensaban compartir) se dedicaron a ponerse un poco al día, esperando con ansia que el tren comenzara el viaje, cosa que no tardó mucho en ocurrir.

―¿Gilbo, quieres?

Feliks había sacado de su bolso extensible del que no se deshacía ni para dormir (cosa que Gilbert sabía bien, cosas de ser compañeros de habitación) una caja de Grageas Bertie Bott de todos los sabores.

―La última vez que me diste una estaba toda la caja llena de las de cera de oído de duende y vómito, no me fío de ti.

Gilbert se cruzó de brazos, completamente seguro de que esta vez no caería en una de las tan comunes bromas de su amigo.

―Bueno, pues tú te lo pierdes, ¿vosotros vais a querer? ―les ofreció el paquete a Francis y Antonio que aceptaron sin dudarlo―. Por cierto ¿qué te ha pasado, Toño? Que parece que llevas días sin dormir.

Antonio se rió.

―Justo eso, desde que empezó el verano me ha costado dormir. Pero bueno, ya se me pasará ―cogió una gragea amarilla de la caja que le acababa de pasar Francis, quien le miraba con lo que parecía preocupación.

Feliks iba a contestar, seguramente algo relacionado con la importancia del sueño para evitar las arrugas, cuando se abrió la puerta del compartimento con un golpe. Un chico bastante alto con el pelo rubio peinado hacia arriba y ojos muy verdes se quedó unos segundos mirando desde la puerta. A su lado un chico de cabello castaño y facciones aniñadas que no le llegaba ni a la mitad casi parecía temblar.

―Este idiota se ha perdido ―dijo, sin siquiera saludar―. ¿Estaba en este compartimento cuando ha comenzado a marchar el tren?

―No ―contestó rápidamente Gilbert.

―Bien ―el rubio fue a cerrar la puerta. Sin embargo, Antonio se levantó a la velocidad del rayo y detuvo la puerta.

―¡Eh, Govert, espera! ―le llamó Antonio asomándose al pasillo por el cual Govert y aquel niño se iban, aunque fue completamente ignorado por el otro―. ¡Govert! ―volvió a llamar al rubio, saliendo al pasillo. Esta vez Govert sí que se giró, rodando los ojos y con una expresión de fastidio.

―¿Qué quieres, Antonio?

―Nada en especial, solo que ni si quiera has saludado ―le sonrió acercándose a él.

―Ah, pues hola ―Govert se giró para seguir acompañando al pequeño en busca de su compartimento pero Antonio se lo impidió, pues le tomó del brazo y prácticamente se abrazó a él.

―Hola ―dijo Antonio medio agachado mirando al rubio desde abajo―. ¿Qué tal el verano?

―Antonio, como prefecto que soy tengo que acompañar a este idiota a encontrar su compartimento ―explicó con poca paciencia Govert.

―Oye nene, ¿sabías que hay un carrito con chuches en el vagón de al lado de la locomotora?

Y con eso Antonio consiguió echar al niño quien se fue felizmente hasta el lugar que el Gryffindor había mencionado, que no era cierto, pero con tal de estar más tiempo con Govert Antonio hacía lo que hiciese falta.

―Has espantado al niño ―dijo Govert intentando quitarse a Antonio de encima.

―No me has respondido.

―Bien, joder, ¿cómo quieres que lo pase?

―El hecho de estar de vacaciones no es significativo de pasarlo bien. Hay gente que prefiere estar en Hogwarts que en su casa… ―repuso, encogiéndose de hombros.

―¿Y por qué tienes ojeras? ―preguntó Govert reparando por primera vez en la cara de cansancio del español―. ¿Has estado toda una noche haciendo vete tú a saber qué cosas, o qué?

―He tenido que trabajar en el campo de mi familia todo el verano, madrugando a diario y mi cara es el resultado de todo ese esfuerzo ―respondió Antonio con una sonrisa.

―En fin ―murmuró el más alto rodando los ojos―, si me sueltas mejor, ¿sabes? Tengo cosas que hacer.

―Jo, Govert, que llevamos meses sin vernos ―lloriqueó Antonio.

―No seas quejica.

―¿Puedo abrazarte? ―preguntó el moreno abriendo los brazos.

―No ―dijo Govert, aunque sabiendo que Antonio le abrazaría igual. Y así fue, nada más negarse sintió como los brazos del menor le rodeaban en un intenso abrazo―. Solo te falta ponerte a llorar.

―Ay, Govert, no seas tan frío ―se quejó Antonio al no sentir al rubio abrazándole de vuelta―. Además, este es tu último año y no volveremos a vernos jamás de los jamases en Hogwarts.

―Gracias a Merlín ―respondió el mayor con media sonrisa.

―Eres cruel ―dijo Antonio haciendo puchero, pero soltándole―. Me vuelvo a mi compartimento. Espero verte luego en los carruajes, ¿sí?

―No cuentes con ello ―contestó el rubio dándose la vuelta con una disimulada sonrisa.

Antonio suspiró viéndolo irse. ¿Por qué Govert era tan frío con él? ¿Qué le había hecho para merecer ese trato tan hostil por parte del Ravenclaw? Sin una respuesta clara, Antonio volvió lentamente a su compartimento. Aún en el pasillo podía oír la chillona voz de Feliks.

―... ¿Y os habéis enterado de quién va a ser nuestro nuevo profesor de Defensa? ¡Exacto! ―decía Feliks cuando Antonio entró en el compartimento, sentándose junto a Francis. Feliks, por su parte, no dejó que nadie contestara, aunque todos lo habrían sabido, teniendo en cuenta todos los libros que habían tenido que comprar de él―. ¡El fabuloso Gilderoy Lockhart! Es súper fuerte. O sea le adoro y ahora nos va a dar clase. ¡Todo el año! ―estaba ya a punto de saltar sobre el asiento de la emoción.

―Cálmate, fiera ―Gilbert le puso la mano en la boca, para que dejara de hablar.

―A mí también me encanta, Feliks ―dijo Francis, como si el polaco no tuviera la boca tapada y, por tanto, ninguna posibilidad de contestarle―, y estoy seguro de que será un profesor estupendo; solo hay que ver todo lo que ha vivido y lo bien que se expresa en los libros. Y por cierto, Antonio, ¿cómo te ha ido ahí fuera con tu querido Govert?

―Es una mala persona que no me abraza nunca ―repuso Antonio abrazando a Francis, quien le abrazó automáticamente de vuelta.

―Anda, no te amargues por ese ―le consoló el francés―. Ese cabeza-tulipán no merece tus lamentos, mon amour.

Entre conversaciones banales fueron pasando las horas dentro del Expreso de Hogwarts, hasta que ya entrada la noche llegaron al tan esperado destino. Los cuatro consiguieron ir también en el mismo carruaje (a pesar de que Antonio buscó a Govert para que fuese con ellos, aunque su búsqueda resultó un fracaso ya que el mayor se había ido nada más bajar del tren), así que no fue hasta que no llegaron al Gran Comedor cuando tuvieron que separarse. Antonio se fue, saludando con la mano a alguien a la mesa de Gryffindor; Gilbert y Feliks al otro extremo, a la de Slytherin, y Francis se dirigió a la de su casa, Hufflepuff, entre la de Gryffindor y la de Ravenclaw. Allí, sentado casi en el extremo se encontraba Matthew, un chico rubio con un extraño rizo en el flequillo, de ojos casi violetas enmarcados por unas gafas y tan callado que solía pasar desapercibido en cualquier parte.

Bonjour, Matthew. ¿Cómo ha ido tu verano? ―le saludó sentándose a su lado.

―Hola, Francis. Bien. Bueno, más o menos bien ―el de las gafas se echó a un lado para que el de ojos azules entrara sin problema.

―¿Más o menos? ¿Qué ha hecho esta vez Alfred? ―preguntó Francis, ya acostumbrado a las quejas del más pequeño.

―Bueno, es que nos fuimos de viaje, ¿sabes? Estuvimos con unos amigos de nuestros padres, ya sabes, mis tíos muggles y Al se dedicó a gritar por todos lados cosas relacionadas con Hogwarts. La gente no nos entendía, pero aun así me ponía de los nervios.

―Bueno, ya sabes cómo es Alfred para estas cosas.

―Además, los amigos de mi padre tienen un hijo de nuestra edad y se llevaban mal y le quería pegar pero siempre le confundía conmigo y me acababa llevando yo las patadas ―se siguió quejando Matthew que, como siempre, una vez que tenía la suficiente confianza para hablar (y no pasaba desapercibido, claro) no paraba.

Francis se disponía a contestar cuando las puertas se abrieron, mostrando a un grupo bastante numeroso de chicos de primero a punto de ser seleccionados. Entre ellos se encontraba el pequeño castaño que acompañaba a Govert esa mañana en el tren, chico que fue seleccionado para Hufflepuff. Entre vítores y aplausos procedentes de su mesa el chico se sentó junto a Tino, estudiante del mismo curso de Francis, siempre amigable con los más pequeños. Cuando hubo terminado la selección fue el turno de Dumbledore para hablar.

―¡Bienvenidos! ―exclamó―. ¡Bienvenidos un año más a Hogwarts! No quiero aburriros con un discurso largo, sobre todo teniendo en cuenta que debéis de venir hambrientos del viaje en tren y algunos en barca. Así que disfrutad del banquete de bienvenida.

Con un movimiento de las manos por parte del director los platos se llenaros de suculentos manjares y las voces volvieron a inundar el Gran Comedor. Todos los alumnos comenzaron a coger de los distintos platos y fuentes de oro; todos menos Francis, que se dedicaba a buscar algo con la mirada. Bueno, más bien a alguien que se sentaba en la mesa de Slytherin. Al parecer no era el único pues no tardó en hacer contacto visual con un par de ojos verdes. Ambos se quedaron mirando unos segundos, diciéndose con la mirada todo lo que no eran capaces con palabras.

―¡Arthur!

Un trozo de costilla salió volando, impactando de lleno en el pelo rubio del chico que se giró, molesto, para encararse a su hermano mayor.

―¿Pero qué se supone que estás haciendo, Scott? Ya eres mayorcito para estas cosas ―bufó.

―¿Mayor para fastidiarte? ―el mayor se rió―. No fastidies, eso es imposible. ¿A quién mirabas tan fijamente? ¿A tu novia? ―volvió a reírse su hermano.

El rubio visualizó por un momento los ojos azules de Francis y no pudo evitar sonrojarse.

―No digas idioteces.

―¿Entonces por qué te pones rojo? ―le atacó ahora Dylan, el segundo de los hermanos Kirkland.

―Déjame en paz ―dijo Arthur, sabiendo que sus hermanos no iban a perderse la ocasión de amargarle el banquete.

El rubio ya estaba más que acostumbrado a las burlas de sus hermanos por lo que ya tenía una práctica excepcional a la hora de ignorarles, o por lo menos de fingirlo. Se consolaba con el hecho de que parecía que Seamas y Grainné, sus otros dos hermanos, esta vez no iban a tomar parte. Desde pequeño Arthur había sentido que no encajaba del todo en su familia. Para empezar era el único no pelirrojo de toda la familia. Mientras todos los demás tenían el cabello de distintos tonos de naranja o casi rojo, él tenía el pelo rubio pajizo. Además tampoco compartía la personalidad con ninguno de ellos, aunque había algo en lo que se parecía a su hermana Grainné: ambos eran capaces de pasarse la noche en vela para devorar un buen libro bajo la luz mágica. Incluso en el ámbito estudiantil se diferenciaba de los otros ya que mientras Scott y Dylan cursaban ambos séptimo curso (ya que no llegaban a llevarse un año) y Seamas y Grainné cursaban sexto debido a ser mellizos, él era el único de la familia que cursaba quinto. Arthur aún recordaba perfectamente cuando, hacía ya 5 años justos, el Sombrero Seleccionador había decidido que al igual que el resto de su familia desde hacía ya varias generaciones debía pertenecer a la casa de las serpientes. En parte se había sentido aliviado por no destacar en su familia pero también había odiado esa decisión, porque significaba tener que seguir soportando a los plastas de sus hermanos mayores allí. Ya había pasado un buen rato desde que Scott y Dylan se habían cansado de bromear a su costa (momento que llegó cuando aparecieron los postres en la mesa) cuando los restos de los distintos dulces desaparecieron de todas las mesas y Dumbledore se puso en pie.

―Y ahora que hemos disfrutado todos de esta magnífica cena permitidme alargar vuestra estancia aquí unos minutos más. Me gustaría aclarar ciertos aspectos a los recién llegados y, a su vez, refrescar la memoria de varios no tan novatos. Todos los bosques de las inmediaciones del castillo están prohibidos para los alumnos, desde los de primero hasta los de séptimo ―puntualizó, pasando la mirada por todas las mesas pero parándose más tiempo en la que estaba en la otra punta del comedor, es decir, la de Gryffindor―. También me ha pedido amablemente el señor Filch, el celador, que mencione que no está permitido el uso de la magia en los pasillos ni en el recreo ―se quedó unos segundos callados―. Y una cosa más, tampoco está permitido el salir de las salas comunes pasadas las 11 de la noche, solamente los profesores pueden estar a esas horas en los pasillos o, como medida excepcional y siempre y cuando sean llamados, los prefectos.

Después de todas las advertencias de todos los años se dispusieron a cantar la canción de Hogwarts. Cada alumno podía elegir la melodía que quisiera por lo que, aunque la letra era común, parecía que cada uno cantaba una canción diferente. Hasta que no terminó el último no se dio el tan ansiado permiso para dirigirse a las habitaciones.

Arthur se puso en pie y, luciendo la insignia de prefecto que ese verano le había llegado junto con la lista de los libros, llamó a los de primer año para que le siguieran a las mazmorras. Cuando llegaron hasta una pared desnuda y con cierta humedad el prefecto se paró y esperó a que los más pequeños guardaran silencio antes de hablar.

―Ahora sois miembros de la casa Slytherin, eso quiere decir que somos todos parte de una gran familia, y por aquí llegamos a la sala común de nuestra casa. Debo advertiros de que nadie ajeno puede saber dónde se encuentra esta entrada ―no pudo evitar recordar a cierto Hufflepuff que seguramente sería capaz de llegar hasta allí con los ojos vendados―. Y si, por alguna razón, alguien acaba sabiéndolo, nunca dejéis que sepa la contraseña.

Todos los chicos asintieron, atentos a sus palabras.

―La contraseña cambia cada dos semanas y os aconsejo que la memoricéis y no la escribáis en un sitio en el que se os pueda perder o ser vista fácilmente. No son nunca muy complicadas por lo que no deberíais tener ningún tipo de problema con ellas ―se giró hacia la pared y justo cuando abría la boca para decir la contraseña alguien le interrumpió.

―¡Arthur!

Una mancha negra apenas distinguible debido a la poca luz se le tiró encima.

―Menos mal que te encuentro, o sea me veía durmiendo en el pasillo o algo así.

El prefecto no le había visto la cara, pero no era difícil distinguir de quién se trataba.

―Feliks, suelta ―le espetó, mientras intentaba zafarse del abrazo del polaco―. Iba a decirles la contraseña a los de primero ahora mismo, así que atiende porque no pienso tener que repetírtela todas las mañanas ―le advirtió, consciente de que el otro chico no era capaz de prestar atención a algo durante más de 10 segundos―. Sangre limpia.

El muro se movió, dejando ver una estancia alargada y elegante, llena de pequeñas mesas y sillas y sillones bastante recargados, todo iluminado por la luz de una gran chimenea. Al encontrarse justo debajo del Lago Negro siempre había un cierto tono verdoso en el aire, más distinguible cuando había sol en el exterior.

Mientras Arthur lideraba la marcha contándole a los niños más pequeños reglas bastante inservibles, Feliks se dedicaba seguirlos, dirigiéndose a la habitación que desde hacía ya 4 años le pertenecía. Se metió entre los sillones y las mesas hasta llegar a las cortas escaleras que, al bajarlas, daban a los pasillos de su curso. Una vez allí llegó hasta la última puerta. No tocó antes de abrir la puerta, siempre lo había visto una pérdida de tiempo y más sabiendo que era una de las cosas que más le molestaba a su compañero de habitación.

―¿¡Cuántas veces te he dicho que toques a la puerta antes de abrirla de par en par!?

Gilbert, que parecía estar ordenando el contenido de su baúl, se giró hacia él, contrariado.

―¿Y cuántas veces te he dicho que es una pérdida de tiempo? Ni que fueran a ver nada especial ―contestó el rubio que se acababa de tirar a la cama sin siquiera quitarse los zapatos.

―¿Cómo has conseguido entrar? ―preguntó el albino, sabiendo que no le merecía la pena comenzar a pelear por una causa que supo perdida a la segunda semana del primer curso.

―Gracias a Arthur que sí que me ha dicho la contraseña, no como tú que me has dejado súper solo sabiendo que no tenía ni idea.

Ahora era el turno de Feliks de estar molesto.

―No es mi culpa que no escuches cuando te la dicen. Siempre te pasa lo mismo.

―Tampoco es mi culpa; yo no soy el que pone esas contraseñas tan raras para entrar. Si pusieran cosas más sencillas y no las cambiaran cada tan poco tiempo... ―se acomodó mejor sobre las sábanas.

―Lo que pasa es que eres medio tonto.

Gilbert tuvo el tiempo justo de esquivar uno de los zapatos que Feliks se estaba quitando en ese mismo momento, aún tumbado en la cama.

―¿Entonces por qué me copias siempre los deberes?

―La última redacción que me dejaste copiar tuvo una T, Feliks, no creo que eso te sirva como un buen argumento.

Gilbert cerró el baúl y se puso rápidamente el pijama, dejando la túnica perfectamente doblada a un lado de la cama.

―Pues este año no te pienso dejar copiar nada ―declaró el rubio mientras se dedicaba a rebuscar por su baúl hasta encontrar también el pijama y colocárselo.

―Ya me lo dejarás, ya, no podrás resistirte a mis encantos.

―Como si tú tuvieras algo de eso. Si espantas a la gente a tu paso.

―No saben distinguir la genialidad cuando se les cruza por delante y al no saber reaccionar ante tan extraña sensación solo pueden huir ―por el tono que estaba utilizando parecía que hasta se creía esa absurda historia.

―Ya, como tú digas. Pero deja de molestar que no puedo dormir ―se quejó Feliks, que acababa de meterse entre las sábanas de su cama en ese mismo momento.

―¿Ya te vas a dormir? ―preguntó Gilbert con sorna―. No, no, no, mi querido Feliks. Esta es la primera noche del curso y no vamos a ponernos a dormir a las ocho de la noche.

―Son las once y media ―replicó Feliks cerrando los ojos.

―Mejor me lo pones ―rió el albino caminando hasta la cama del rubio y quitándole la almohada―. Tenemos toda la noche por delante.

―¡Eh! ―dijo cuando el albino le quitó la almohada―. ¿Toda la noche para qué?

―Para hacer de todo ―respondió el albino con una sonrisa altanera―. Venga, Feliks, no me digas que te has vuelto una especie de viejo aburrido durante las vacaciones.

―Calla, idiota, que quiero dormir ―dijo el polaco consiguiendo arrancarle a su amigo de las manos su almohada y se la recolocó.

―Nah, hoy nadie duerme ―repuso Gilbert acercándose a su baúl, de donde sacó varios paquetes de Grageas Bertie Bott de todos los sabores―. Toma una ―dijo acercándose a la cama de rubio.

―¿Para qué? ―inquirió Feliks abriendo un ojo―. No quiero dormirme con un regusto de...yo que sé, vómito, por ejemplo, en la boca, gracias.

―Eres un soso ―murmuró Gilbert llevándose él una gragea a la boca.

Feliks observó con curiosidad su reacción, que fue apretar los ojos y la boca.

―¿Qué mierda es? ―preguntó el de ojos verdes con media sonrisa.

―Meado ―respondió el albino tras unos segundos.

Feliks por su parte soltó una carcajada.

―Mira que bien sabes a qué saben los meados.

Gilbert le fulminó con la mirada pero no dijo nada.

―Es tu turno ―dictaminó el más alto poniéndole el bote en las narices.

―He dicho que no me voy a tomar eso ahora ―dijo el rubio haciendo una mueca de asco.

―Pues te obligaré.

―¿Cómo? ―quiso saber divertido Feliks.

―Te meteré la maldita gragea en la boca.

―Te morderé ―sentenció Feliks sentándose. De repente, se le habían quitado todas las ganas de dormir.

―Pues entonces me la meteré en la boca y te besaré, tipo beso indirecto ―rió Gilbert metiéndose una gragea de color ámbar en la boca.

Por su parte, Feliks había enrojecido al oír eso.

―¿U-un b-beso? ―preguntó casi con temor.

―Sabes lo que es, ¿no? Porque no me extrañaría que no lo supieras ―rió Gilbert tomando al rubio de los brazos para inmovilizarlo, tumbándolo en la cama y poniéndose encima de él.

―¿P-pero qué haces, idiota? ―preguntó Feliks intentando soltarse inútilmente del albino.

―Hacerte comer la gragea ―dijo Gilbert a escasos centímetros de su cara.

―Para ya, esto no es nada cool.

―Claro que lo es ―rió Gilbert, rozando sus labios.

―¡Para! ―chilló Feliks asustando al albino, que se hizo atrás―. Tu ganas, me la tomaré, pero aléjate de mí.

―¡Ja! ―exclamó Gilbert levantándose de golpe del rubio con una amplia sonrisa―. ¡¿Ves cómo lo harías?! Y deberías haber visto tu cara. Estaba toda roja, como si te diese vergüenza o algo.

Feliks no dijo nada. Se limitó a tomarse la gragea, que para suerte suya era de menta (uno de los sabores más básicos), y se tapó hasta la cabeza con las sábanas, dando la espalda a Gilbert.

―Oye, ¿te has enfadado? ―preguntó Gilbert al terminar de reír. Al no recibir respuesta por parte del rubio, se acercó a su cama y le destapó―. ¿Estás bien?

―Claro que estoy bien, ¿por qué no habría de estarlo? ―preguntó fríamente el polaco, tomando de nuevo las sábanas para cubrirse, pero el albino fue más rápido y se lo impidió.

―¿Te has molestado en serio por eso? Por favor, Feliks, ya sabes que todo es una coña ―razonó Gilbert.

―Ese es el problema―gruñó Feliks, dándose la vuelta de golpe y encarando al albino―. Para ti todo es una jodida coña, no sabes diferenciar entre bromas y cosas serias, y eso es lo que me jode, ¿vale?

―Lo...siento ―dijo con dificultad el albino.

Casi nunca, por no decir nunca, había pedido perdón en su vida. Pero Feliks era alguien a quien simplemente no quería perder. ¿Quién mejor que él para bromear y hacer de las suyas?

―¿Qué sientes? ―preguntó Feliks frunciendo el ceño.

Gilbert se mantuvo unos segundos callados, sin saber qué contestar.

―Pues...eso que dices. Lo de no saber la diferencia entre bromas y cosas serias.

―Argh ―masculló Feliks―. Está bien, quedas perdonado. Pero ahora a dormir.

Tras decir eso, Feliks tomó su sábana y se la echó por encima, esta vez sin ninguna intromisión por parte de Gilbert. Éste pensó en responder con algún comentario mordaz, pero la situación no era la más conveniente como para hacerlo, por lo que se arrastró a su cama y se tumbó. Cerró los ojos, pensando que ya habría más noches para pasarlo bien. Y que era posible que se hubiese pasado un poco con Feliks...

Al poco rato la respiración de Gilbert se hizo más profunda y acompasada, lo que indicaba que ya se había dormido. La habitación, al igual que el resto de las habitaciones de las distintas salas comunes, quedó en silencio.


N/A: El título es una locución latina que significa «más importa ser que parecer». En otras palabras, que no hay que fiarse de las apariencias (lo cual es esencial en esta historia). En este AU Voldemort no existe (y por lo tanto no hay ninguna Guerra Mágica ni Harry Potter es famoso, es solo un alumno más. Son los personajes de Hetalia quienes tienen el papel protagonista aquí), por lo que no es él el heredero de Slytherin.